Por bien fundadas que fuesen las esperanzas de Roland salen también frustradas esta vez
Amelia murió en la noche del lunes al martes, es decir, del 2 al 3 de junio de 1800. En la velada del jueves, es decir, del 5, estaba lleno el teatro de la Gran Ópera, donde se daba la segunda representación de Osián o los Bardos.
Era sabida la admiración profunda que el primer cónsul profesaba hacia los cantos recogidos por Macpherson; y por lisonja, tanto como por elección literaria o musical, la Academia de música había encomendado una ópera que, a pesar de las diligencias practicadas, había llegado un mes después de que el general Bonaparte hubiera salido de París para ir a juntarse con el ejército de reserva. Ya hemos visto lo que se había hecho este ejército, que hemos dejado entre Turín y Casal.
A la izquierda del anfiteatro llamaba la atención un aficionado a la música por su profunda atención al espectáculo, cuando en el intervalo del primer acto al segundo el acomodador, deslizándose entre las dos filas de sillones, se acercó a él y le preguntó a media voz:
—Perdonad, caballero; ¿no sois vos lord Tanley?
—Sí, respondió el filarmónico.
—Pues en este caso, milord, un joven que tiene sin duda que comunicaros un asunto de la más alta importancia os ruega que tengáis la bondad de ir a reuniros con él en el corredor.
—¡Oh! ¡Oh! dijo sir John; ¿un oficial?
—No, milord; su traje es de paisano, aunque sus ademanes indican que es militar.
—Bueno, dijo sir John, ya sé quien es.
Se levantó y siguió al acomodador. A la entrada del corredor aguardaba Roland. Lord Tanley no se mostró sorprendido al verle; no obstante, el rostro severo del joven reprimió un primer impulso de amistad profunda que le habría impelido a arrojarse en los brazos del que había preguntado por él.
—Aquí estoy, caballero, dijo sir John.
Roland se inclinó.
—Vengo de vuestra casa, milord, dijo Roland; vos habéis tomado desde algún tiempo a esta parte, según parece, la precaución de dejar dicho a donde vais, a fin de que las personas que pregunten por vos sepan donde encontraros.
—Así es, caballero.
—La precaución es buena sobre todo para las personas que vienen de muy lejos y que, llevando prisa, como yo, no pueden perder el tiempo.
—¿Entonces, preguntó sir John, habéis dejado el ejército y venido a París sólo para verme?
—Unicamente para tener este honor, milord; y espero que viendo la prisa que llevo, acertaréis la causa y me evitaréis toda explicación.
—Caballero, dijo sir John, desde este momento estoy a vuestra disposición.
—¿A qué hora, milord, podrán presentarse mañana en vuestra casa dos amigos?
—Desde las siete de la mañana hasta medianoche, caballero, a menos que prefiráis que sea ahora mismo…
—No, milord; acabo de llegar hace un instante y necesito tiempo para ir a encontrar a esos dos amigos y darles mis instrucciones. No os molestarán, pues, probablemente, hasta mañana de once a doce; os quedaré agradecido, en cualquier caso, si el asunto que vamos a arreglar por su mediación puede verificarse en el mismo día.
—Me parece que será posible, caballero; y puesto que se trata de satisfacer un deseo vuestro, no seré yo quien lo retarde.
—Esto es todo lo que deseaba saber, milord; mucho sentiría incomodaros por más tiempo.
Roland saludó. Sir John le devolvió el saludo, y mientras el joven se alejaba, volvió al anfiteatro a ocupar su asiento. Las palabras intercambiadas lo habían sido por una y otra parte con una voz tan contenida y un rostro tan impasible que las personas más inmediatas ni siquiera pudieron sospechar que hubiese habido una simple discusión entre dos interlocutores que acababan de saludarse tan cortésmente.
Era el día de recepción del ministro de la guerra. Roland volvió a entrar en su palacio, hizo desaparecer hasta la última señal del viaje que acababa de hacer, subió en coche y a las diez menos algunos minutos pudo todavía hacerse anunciar en casa del ciudadano Carnot. Dos motivos lo conducían allí: el primero era una comunicación verbal que tenía que hacer al ministro de la guerra de parte del primer cónsul; el segundo la esperanza de encontrar en su salón a los dos padrinos de que tenía necesidad para arreglar su encuentro con sir John.
Todo pasó como Roland había esperado: el ministro de la guerra recibió por su parte los detalles más precisos del paso del San Bernardo y la situación del ejército, y él encontró a los dos amigos que había ido a buscar en los salones ministeriales. Pocas palabras bastaron para ponerlos al corriente; los militares, por otra parte, lo están siempre sobre esta clase de confidencias. Roland habló de un insulto grave que debía permanecer secreto hasta para aquellos que asistiesen a su expiación. Declaró hallarse ofendido, y reclamó para sí, en la elección de las armas y el modo del combate, todas las ventajas reservadas a los ofendidos.
Los dos jóvenes tenían misión de presentarse el día siguiente a las nueve de la mañana en el palacio Mirabeau, calle de Richelieu, y de entenderse con los dos padrinos de lord Tanley; después de lo cual se reunirían de nuevo con Roland en la Fonda de París, en la misma calle. Roland volvió a entrar en su casa a las once, escribió durante una hora aproximadamente, se acostó y se durmió. A las nueve y media los dos amigos se presentaron en su casa. Acababan de dejar a sir John.
Sir John había reconocido todos los derechos de Roland; les había declarado que no discutiría ninguna de las condiciones del combate y que desde el momento en que Roland se creía el ofendido, él mismo era quien debía dictar las condiciones. Sobre la observación hecha por ellos de que habían esperado tratar con dos de sus amigos y no con él mismo, había respondido lord Tanley que no conocía en París a ninguna persona de bastante intimidad a quien pudiese confiar semejante asunto, y que esperaba por consiguiente que sobre el terreno uno de los amigos de Roland pasaría a su lado y le asistiría. En fin, sobre todos los puntos habían encontrado en lord Tanley a un perfecto caballero.
Roland halló que la demanda de su adversario en relación a uno de sus padrinos era no sólo justa, sino también conveniente, y autorizó al otro de los dos jóvenes para que asistiese a sir John y defendiera sus intereses. Faltaba por parte de Roland dictar las condiciones del combate. Se batirían con pistola.
Cargadas las dos pistolas, los adversarios se colocarían a cinco pasos. A la tercera palmada de los testigos, dispararían. Esto era, como se ve, un duelo a muerte, en el cual el que no matase, daría evidentemente la gracia a su adversario: así era que los dos jóvenes multiplicaban las observaciones, pero Roland insistió declarando que siendo el único juez de la gravedad de la ofensa que se le había hecho, la consideraba bastante grave para que la reparación tuviese lugar así y no de otra manera, y fue preciso ceder ante esta obstinación.
El amigo de Roland que debía asistir a sir John hizo todas sus protestas declarando que él no se empeñaba en manera alguna por su cliente, y que a menos de tener una orden absoluta suya, no permitiría jamás semejante degüello.
—No os acaloréis, mi querido amigo, le dijo Roland; conozco a sir John y creo que será más condescendiente que vos.
Los dos jóvenes salieron y se presentaron de nuevo en casa de sir John. Le encontraron almorzando a la inglesa, es decir, con bistec, patatas y té. Éste se levantó al verlos, les ofreció compartir su comida, y, tras rehusar éstos, se puso a sus órdenes.
Los dos amigos de Roland empezaron por anunciar a lord Tanley que podía contar con uno de ellos para asistirle. Después, el que quedaba para defender los intereses de Roland, estableció las condiciones del encuentro. A cada exigencia de Roland, sir John inclinaba la cabeza en señal de asentimiento y se contentaba con responder:
—Muy bien.
El joven que estaba encargado de mirar por sus intereses, quiso hacer algunas observaciones sobre el modo del combate, que, a menos de una casualidad imposible, causaría a la vez la muerte de los dos combatientes; pero lord Tanley le suplicó que no insistiese.
—Mr. de Montrevel es un caballero, dijo; deseo no contrariarlo en nada; lo que él haga estará bien hecho.
Faltaba señalar la hora del encuentro. Sobre este punto, al igual que sobre los otros, lord Tanley se puso enteramente a la disposición de Roland. Los dos padrinos dejaron a sir John todavía más encantados de él en esta segunda entrevista que en la primera. Roland los aguardaba; ellos se lo refirieron todo.
—¿Qué había dicho yo? dijo Roland.
Le preguntaron la hora y el lugar. Roland fijó las siete de la tarde y la alameda de la Muette. Era la hora en que el bosque estaba casi desierto y el día todavía claro (recordemos que esto pasaba en el mes de junio) para que los dos adversarios pudiesen batirse con cualquier arma. Nadie había hablado de las pistolas; los dos jóvenes propusieron a Roland irlas a tomar en la tienda de algún armero.
—No, dijo Roland; lord Tanley tiene un excelente par de pistolas, de las que me he servido ya; si él no halla ningún inconveniente en que nos batamos con ellas, las prefiero a cualquier otras.
El joven que debía servir de padrino a sir John fue a encontrar a su cliente y le hizo las tres últimas preguntas, a saber: si le convenían la hora y el sitio y si quería que sus pistolas sirviesen para el combate. Lord Tanley respondió ajustando la hora de su reloj a la de su padrino y entregándole la caja de las pistolas.
—¿Vengo a buscaros, milord? preguntó el joven.
—Es inútil, dijo sir John con melancólica sonrisa; vos sois amigo de Mr. de Montrevel; más agradable os será el camino con él que conmigo; yo iré a caballo con mi criado, y ya me encontraréis en el lugar de la cita.
El joven oficial llevó esta respuesta a Roland.
—¿Qué os había dicho yo? le contestó éste.
Eran las doce; faltaban todavía siete horas. Roland dio permiso a sus amigos para que fuesen a divertirse o a sus asuntos. A las seis y media en punto debían hallarse a la puerta de la fonda donde tenía la habitación Roland, con tres caballos y dos criados; convenía mucho para no dar a entender nada disfrazar los preparativos del duelo con las apariencias de un paseo.
Al dar las seis y media el mozo de la fonda avisó a Roland que le aguardaban a la puerta de la calle. Eran los dos padrinos y los dos criados; uno de estos últimos aguantaba por la brida un caballo. Roland estrechó afectuosamente la mano de los dos oficiales y saltó sobre la silla. Ganó por los bulevares la plaza de Luis XV y los Campos Elíseos. Durante el camino se reprodujo aquel extraño fenómeno que tanto admiró a sir John cuando el duelo de Roland con Mr. de Barjols: Roland mostró una alegría que se habría podido creer exagerada si no hubiese sido tan evidentemente franca.
Los dos jóvenes, que sabían lo que era valor, quedaron aturdidos ante semejante indiferencia. No la habrían admirado en un duelo ordinario, donde la sangre fría y la destreza dan la esperanza de llevar la ventaja sobre el adversario, pero en un combate como ése, no había ni destreza ni sangre fría que pudieran salvar a los combatientes, más que una herida peligrosa. Además, Roland aceleraba su caballo como un hombre que lleva prisa por llegar pronto, de manera que cinco minutos antes de la hora señalada estaba ya en uno de los extremos de la alameda de la Muette.
Por ella se paseaba un caballero seguido por su criado. Roland reconoció a sir John.
Los dos jóvenes espiaron con un mismo movimiento la fisonomía de Roland a la vista de su adversario. Para su mayor asombro, la única expresión que se manifestó en el semblante del joven fue la de una benevolencia que rayaba en ternura. Una pequeña galopada fue bastante para que los cuatro principales actores de la escena que iba a tener lugar se juntasen y saludasen. Sir John estaba perfectamente tranquilo, pero su rostro guardaba un tinte profundo de melancolía. Era evidente que aquel encuentro le era tan doloroso como agradable parecía ser a Roland.
Puso pie a tierra; uno de los dos padrinos tomó la caja de pistolas de las manos de un criado, mandando a éste y a su compañero que continuasen siguiendo la alameda, como si paseasen los caballos de sus amos. No debían acercarse hasta que oyesen los pistoletazos. El lacayo de sir John debía juntárseles y hacer lo mismo que ellos. Los dos adversarios, con sus padrinos, entraron en el bosque, internándose en lo más espeso del soto en busca de un sitio conveniente. Como había previsto Roland, el bosque estaba desierto; la hora de comer había llamado a casa a todos los paseantes. Encontraron una especie de claro que parecía dispuesto al efecto. Los padrinos miraron a Roland y a sir John. Los dos hicieron con la cabeza su señal de asentimiento.
—¿Nada cambiado? preguntó uno de los padrinos dirigiéndose a lord Tanley.
—Preguntádselo a Mr. de Montrevel, dijo lord Tanley; yo estoy aquí, a su entera disposición.
—Nada, dijo Roland.
Sacaron las pistolas de la caja, y empezaron a cargarlas. Sir John se mantenía un poco apartado, cortando las altas yerbas con la punta de su látigo. Roland le miró, pareció vacilar un instante y, resolviéndose luego, se dirigió a él. Sir John levantó la cabeza y aguardó con una esperanza visible.
—Milord, le dijo Roland; yo puedo estar quejoso de vos bajo ciertos respetos, pero no por eso os creo menos hombre de palabra.
—Y tenéis razón, caballero, respondió sir John.
—¿Sois hombre, si me sobrevivís, para mantener aquí la promesa que me hicisteis en Aviñón?
—No hay probabilidad de que yo os sobreviva, caballero, respondió lord Tanley; mas podéis disponer de mí en tanto que me reste un soplo de vida.
—Se trata de las últimas disposiciones sobre el lugar adonde quiero que sea conducido mi cadáver.
—¿Serían las mismas aquí que en Aviñón?
—Las mismas, milord.
—Podéis quedar enteramente tranquilo.
Roland saludó a sir John y fue a reunirse con sus dos amigos.
—En caso de desgracia, ¿tenéis alguna recomendación particular que hacernos? preguntó uno de ellos.
—Una sola.
—Decid.
—No os opondréis en lo más mínimo a lo que decida lord Tanley sobre mi cadáver y mis exequias. Además tengo en mi mano izquierda un billete que le va dirigido en el caso que yo muera sin tener el tiempo de pronunciar algunas palabras; abriréis mi mano y le entregaréis el billete.
—¿Nada más?
—Nada más.
—Las pistolas están cargadas.
—Pues bien, prevenídselo a milord.
Uno de los jóvenes se separó dirigiéndose hacia sir John. El otro midió cinco pasos. Roland encontró la distancia mayor de lo que él creía.
—Perdonad, interrumpió, yo he dicho tres pasos.
—Cinco, le respondió el oficial que medía la distancia.
—Perdonad, querido amigo; vos estáis equivocado.
Se volvió hacia sir John y su padrino, preguntándoles con una mirada.
—Tres pasos están bien, respondió sir John inclinándose.
Nada había que decir, puesto que los dos adversarios eran del mismo parecer. Los cinco pasos fueron reducidos a tres; después tendieron dos sables en el suelo para servir de raya. Sir John y Roland se acercaron cada cual por su lado hasta tocar la hoja del sable con la punta de la bota.
Entonces fue puesta en la mano de cada uno una pistola cargada. Se saludaron para indicar que estaban dispuestos. Los padrinos se apartaron; debían dar tres palmadas.
A la primera los adversarios debían preparar sus pistolas, a la segunda apuntarlas, a la tercera hacer fuego. Las tres palmadas resonaron a una distancia igual en medio del más profundo silencio; parecía que el viento mismo se callaba, que las hojas mismas estaban mudas. Los adversarios permanecían tranquilos; pero se dibujaba una angustia visible en el rostro de los dos padrinos.
A la tercera palmada las dos detonaciones resonaron con tal simultaneidad que no se oyó más que una. Pero, para mayor asombro de los padrinos, los dos combatientes quedaron en pie.
En el momento de disparar, Roland había desviado su pistola inclinándola hacia el suelo. Lord Tanley había levantado la suya y cortado una rama tras de Roland a tres pies por encima de su cabeza. Cada cual de los dos combatientes estaba evidentemente admirado de una cosa, es decir, de verse todavía vivo habiendo perdonado a su adversario. Roland fue el primero que tomó la palabra.
—¡Milord! exclamó, bien me había dicho mi hermana que erais el hombre más generoso de la tierra.
Y, arrojando su pistola lejos de sí, tendió los brazos a sir John, quien se precipitó hacia ellos.
—¡Ah! ya comprendo, dijo; también esta vez queríais morir, pero felizmente Dios no ha permitido que yo fuese vuestro asesino.
Los dos jóvenes se acercaron.
—¿Qué hay, pues? preguntaron.
—Nada, dijo Roland; sino que, decidido a morir, quería al menos recibir la muerte de la mano del hombre a quien más aprecio en este mundo, pero desgraciadamente ya lo habéis visto: ha preferido morir él a tener que matarme. Vamos, añadió Roland con voz sorda, ya estoy viendo que ésta es una tarea que es preciso reservar a los austríacos.
Echándose luego otra vez en los brazos de lord Tanley y estrechando las manos de sus dos amigos:
—Perdonadme, señores, dijo; el primer cónsul prepara una gran batalla en Italia; yo no puedo perder tiempo si quiero estar allí.
Y dejando que sir John diese a los dos oficiales las explicaciones que estos juzgasen conveniente pedirle, Roland volvió a ganar la alameda, saltó sobre su caballo y se volvió a París a galope. Presa siempre de esta fatal manía de la muerte, ya hemos dicho cuál era su última esperanza.
Algunos días después Roland se batía en Marengo a la desesperada. El mismo día de la batalla, a las nueve de la noche, Bonaparte escribía a Mme. de Montrevel esta carta:
«Señora: Hoy he conseguido mi más hermosa victoria, pero esta victoria me cuesta las dos mitades de mi corazón, Desaix y Roland.
»No lloréis; hace mucho tiempo que vuestro hijo quería morir y no podía morir más gloriosamente.
BONAPARTE».
Se hicieron inútiles pesquisas para encontrar el cadáver del joven ayudante de campo, pero, como Rómulo, desapareció en una tempestad.
Nadie supo nunca la causa que le había hecho desear con tanto encarnizamiento una muerte que le había costado tanto trabajo encontrar.