Donde Amelia cumple su promesa
La sentencia pronunciada por el jurado de Bourg produjo un efecto terrible, no sólo en la sala de justicia, sino también por toda la ciudad. Había entre los cuatro acusados tal vínculo de fraternidad caballeresca, tal elegancia de maneras, tal convicción en la fe que profesaban, que sus enemigos mismos no podían menos de admirar aquel extraño sacrificio que había convertido en unos salteadores de caminos a unos caballeros de la alta nobleza. Desgraciadamente no había que esperar gracia.
Mme. de Montrevel, desesperada, determinó partir en el acto, echarse a los pies del primer cónsul y pedirle el perdón de los cuatro condenados. Ni siquiera tomó el tiempo de ir a abrazar a Amelia en el castillo de Fuentes Negras: sabía que la partida de Bonaparte estaba fijada para principios de mayo, y era ya el 6.
Cuando ella había dejado a París, estaban hechos todos los preparativos para la marcha.
Escribió dos palabras a su hijo, explicándole por qué fatal instigación, en vez de salvarlos, había sido causa de su condenación; después, como si tuviese vergüenza de haber faltado a la promesa que había hecho a Amelia y sobre todo a la que se había hecho a sí misma, envió a buscar dos caballos frescos a la posada, volvió a subir en el carruaje y partió para París.
Llegó el 8 de mayo por la mañana.
Bonaparte había salido el 6 por la tarde. Había dicho al partir que no iba más que a Dijon, tal vez a Génova, pero que en todo caso no estaría fuera más que tres semanas. Tardarían a lo menos cinco semanas para saber que la demanda había sido rechazada.
No estaba pues perdida toda esperanza.
Pero lo fue cuando se supo que la revista de Dijon no había sido más que un pretexto y que Bonaparte iba a Italia.
Entonces Mme. de Montrevel, que sabía el juramento que había hecho su hijo cuando Lord Tanley fue asesinado, y la parte que había tomado en el arresto de los compañeros de Jehú, no quería dirigirse a Roland y se dirigió a Josefina, que escribió a Bonaparte aquella misma tarde.
Pero aquella causa criminal había hecho un gran ruido; no se trataba de unos acusados como los ordinarios, por lo que la justicia se dio prisa.
A los treinta y cinco días del juicio, el recurso de casación fue desechado, con orden de ejecutar a los condenados en veinticuatro horas.
Pero por mucha diligencia que hubiese mostrado el ministerio de la justicia, la autoridad judicial no fue prevenida la primera.
Mientras los prisioneros se paseaban por el patio interior de la prisión, una piedra pasó por encima del muro y vino a caer a sus pies. Una carta estaba atada a esta piedra.
Morgan, en medio de sus Compañeros, que hasta en la prisión conservaba la superioridad de jefe, recogió la piedra, abrió la carta y la leyó. Después, volviéndose hacia sus Compañeros:
—Señores, les dijo; nuestra petición ha sido rechazada, como debíamos esperar, y, seguramente, la ceremonia tendrá lugar mañana.
Valensolle y Ribier, que jugaban a la rayuela con escudos de seis libras y luises, dejaron el juego para escuchar la noticia.
Después volvieron a emprender su partida de juego sin hacer reflexiones. Jayat, que estaba leyendo la Nueva Eloísa, prosiguió su lectura diciendo:
—Creo que no tendré tiempo suficiente para concluir esta obra maestra de Jean-Jacques Rousseau; pero sobre mi honor que no lo siento porque es el libro más falso y aburrido que he leído en toda mi vida.
Sainte-Hermine pasó su mano por la frente murmurando:
—¡Pobre Amelia!
Después, advirtiendo que Carlota estaba en la ventana de la cárcel que daba al patio de los prisioneros, se acercó a ella:
—Decid a Amelia, dijo, que esta noche es cuando debe cumplir la promesa que me ha hecho.
La hija del carcelero cerró la ventana y abrazó a su padre anunciándole que volvería por la noche.
Luego tomó el camino de Fuentes Negras, camino que desde hacía dos meses andaba dos veces cada día: una al mediodía para ir a la cárcel, otra por la tarde para volver al castillo.
Cada tarde, al entrar, encontraba a Amelia en el mismo sitio, es decir, sentada junto a aquella ventana que en días más felices se abría para dar paso a su querido Carlos.
Desde el día de su desmayo al de la sentencia, Amelia no había derramado una lágrima ni pronunciado una palabra.
Se la habría creído un ser animado que poco a poco se petrificaba. Cada día parecía que se había vuelto algo más pálida, algo más helada.
Carlota la miraba con asombro: los espíritus vulgares, muy impresionables a las demostraciones estrepitosas, es decir, a los gritos y al llanto, no entienden nada en los dolores mudos.
A ellos les parece que el silencio significa indiferencia.
Ella vio el rostro pálido y hundido de Amelia y se asombró de la tranquilidad con que recibió el mensaje.
No vio que su rostro, sumergido en la media tinta del crepúsculo, pasaba de la palidez a la lividez; no conoció la compresión mortal que como una tenaza de fuego le trituraba el corazón; no comprendió que al levantarse de la silla y dirigirse a la puerta, una tirantez más automática todavía que la de costumbre acompañaba sus movimientos. Solamente se preparó para seguirla, pero cuando hubo llegado a la puerta, Amelia, extendiendo la mano, dijo:
—¡Espérame ahí!
Carlota obedeció.
Subió al cuarto de Roland y cerró la puerta tras ella; el aposento de Roland era el verdadero cuarto de un soldado y de un cazador, cuyos principales adornos consistían en panoplias y trofeos.
Había allí armas de toda especie, indígenas y extranjeras, desde las pistolas de cañón azul de Versalles hasta las de pomo de plata del Cairo; desde la navaja catalana hasta el kangiar turco. Descolgó de los trofeos cuatro puñales de hojas cortantes y agudas, sacó de las panoplias ocho pistolas de diferentes formas; metió balas en un saco y pólvora en un cuerno. Después bajó a reunirse con Carlota. Dos minutos después se volvió a poner su vestido de aldeana.
Aguardó la noche; la noche llega tarde en el mes de junio. Amelia permaneció de pie, inmóvil, muda, apoyada sobre su chimenea apagada, mirando por la ventana abierta la aldea de Ceyzériat, que iba desapareciendo poco a poco en las sombras del crepúsculo. Cuando Amelia no vio más que luces que se iban encendiendo de trecho en trecho:
—Vamos, dijo, es la hora.
Las dos jóvenes salieron; Miguel no fijó su atención en Amelia, a quien tomó por una amiga de Carlota que había ido a verla y a quien ésta iba a acompañar a su casa.
Las diez de la noche daban cuando Carlota llamó a la puerta de la prisión. Courtois vino a abrir.
Hemos dicho que el digno carcelero era realista.
Una profunda simpatía se había apoderado de él por los cuatro prisioneros, y esperaba que Mme. de Montrevel obtendría su perdón; pero a pesar de aquella simpatía rehusó sesenta mil francos en oro por salvarlos.
Pero ya lo hemos visto: puesto en la confidencia por su hija Carlota, había autorizado a Amelia disfrazada de Bressana para asistir al juicio.
Ya nos acordamos de los cuidados y miramientos que el digno hombre había tenido para con Amelia cuando ésta había sido presa con Mme. de Montrevel. También esta vez, y como ignoraba la inadmisión de la apelación, se dejó enternecer fácilmente.
Carlota le dijo que su joven señora iba a partir para París aquella misma noche, a fin de apresurar el perdón, y que venía a pedir instrucciones al barón de Sainte-Hermine.
Había cinco puertas que forzar antes de llegar a la de la calle; un cuerpo de guardia en el patio, un centinela interior y otro exterior; no tenía pues el padre Courtois el menor temor de que los presos se escapasen. Permitió pues que Amelia viese a Morgan.
Perdónesenos que digamos ora Morgan, ora Carlos, ora el barón de Sainte-Hermine; ya saben nuestros lectores que con este triple nombre designamos al mismo sujeto.
Courtois tomó una luz y marchó delante de Amelia.
Ésta, como si en efecto debiera partir, al salir de la prisión llevaba en la mano un saco de noche. Carlota la seguía.
—Mlle. de Montrevel, dijo Courtois, reconoceréis el calabozo; es el mismo en que estuvisteis con madame vuestra madre. El jefe de esos desgraciados me pidió como un gran favor que le pusiera en él. No he creído deber negarle este consuelo, sabiendo que os amaba. ¡Oh! perded cuidado, Mlle. Amelia, este secreto no saldrá jamás de mi boca. Después me ha hecho preguntas, me ha pedido que le dijese dónde estaba la cama de vuestra madre, donde estaba la vuestra; yo le he satisfecho. Entonces me ha rogado que colocase su camilla en el mismo sitio en que estaba la vuestra, lo que no era difícil: no sólo se hallaba en el mismo lugar, sino que era precisamente la misma camilla. De suerte, que desde el día de su entrada en vuestro calabozo, el pobre joven ha permanecido constantemente acostado.
Amelia lanzó un gemido y dos lágrimas brotaron de sus pupilas.
Era amada como amaba; una persona extraña y desinteresada le daba la prueba.
En el momento de una separación eterna esta convicción era el más bello diamante que pudiese encontrar en el cofrecito del dolor.
Las puertas se abrieron unas tras otras delante del padre Courtois. Llegado que hubo a la última, Amelia puso la mano sobre la espalda del carcelero. Le parecía oír algo parecido a un canto. Escuchó con más atención; era una voz que pronunciaba versos. Pero no era la voz de Morgan, sino una voz desconocida. Era a la vez algo triste como una elegía y religiosa como un salmo.
La voz calló; estaba ya dicha sin duda la última estrofa.
Amelia, que no había querido interrumpir la meditación suprema de los condenados y que había reconocido la bella oda de Gilberto, escrita por éste mismo sobre su mal lecho de un hospital, la víspera de su muerte, hizo seña al carcelero de que podía abrir. El padre Courtois, que aunque carcelero parecía compartir la emoción de la joven, dio lo más suavemente que pudo la vuelta a la llave en la cerradura: la puerta se abrió.
Amelia escrutó de una ojeada el calabozo y los personajes que lo habitaban.
Valensolle permanecía de pie; Jayat estaba sentado sobre una mesa, y de Ribier encima de la misma. Sainte-Hermine, con los ojos cerrados y como si estuviese sumido en un profundo sueño, estaba acostado sobre su cama.
A la vista de la joven, Jayat y de Ribier se incorporaron.
Morgan permaneció inmóvil; no había oído nada.
Amelia fue derecha a él, sin inquietarse por la presencia de sus tres amigos, y apoyando sus labios sobre los del prisionero, murmuró:
—Despiertate, Carlos mío; soy yo, tu Amelia, que viene a cumplir su palabra.
Morgan lanzó un grito de alegría y envolvió a la joven en sus brazos.
—Amigo Courtois, dijo Lepretre; dejad solas a esas pobres criaturas; sería una impiedad turbar con nuestra presencia los pocos instantes que les quedan para estar juntos sobre la tierra.
El bueno de Courtois, sin decir palabra, abrió el calabozo vecino. Valensolle, Jayat y de Ribier entraron: los encerró; y haciendo seña a Carlota de que le siguiera, salió a su vez.
Los dos jóvenes se encontraron solos.
Hay escenas cuyos goces sombríos y amargas voluptuosidades sólo Dios conoce.
Al cabo de una hora, Courtois abrió la puerta.
Estaban tristes pero tranquilos; y la convicción de que su separación no sería larga les daba esta doble serenidad.
El digno carcelero presentaba un aspecto más sombrío y más triste todavía a esta segunda aparición que a la primera.
Morgan y Amelia le dieron gracias sonriendo. Fue a la puerta del calabozo donde estaban encerrados los tres amigos, y la abrió murmurando:
—En verdad, bueno es a lo menos que pasen esta noche juntos, puesto que es la última.
Valensolle, Jayat y de Ribier volvieron a entrar.
Amelia les tendió la mano.
Los tres la besaron; después Morgan la condujo hasta la puerta y le dijo:
—Hasta la vista.
—Hasta luego… dijo Amelia.
Esta cita, dada en la tumba, fue sellada con un prolongado beso; después se separaron con un gemido tan doloroso, que se habría dicho que sus dos corazones acababan de romperse al mismo tiempo.
La puerta se cerró tras de Amelia.
—¿Y bien? preguntaron a la vez los jóvenes.
—Ved aquí, respondió Morgan vaciando sobre la mesa el saco de noche.
Los tres lanzaron un grito de alegría al ver pistolas y puñales. Era la alegría dolorosa y suprema de sentirse dueños de su vida. Durante este tiempo, el carcelero acompañaba a Amelia hasta la puerta de la calle.
Llegado allí, vaciló un instante; después deteniéndola por el brazo:
—Mlle. de Montrevel, le dijo, perdonadme el dolor que voy a causaros; pero es inútil que vayáis a París…
—Porque la apelación no ha sido admitida y la ejecución tendrá lugar mañana ¿no es verdad? dijo Amelia.
Asombrado el carcelero dio un paso atrás.
—Lo sabía, amigo mío, contestó Amelia.
Y volviéndose hacia la doncella, dijo:
—Carlota, condúceme hasta la próxima iglesia, y mañana vendrás por mí cuando todo esté concluido.
La iglesia no estaba lejos; era Santa Clara. Hacía tres meses, poco más o menos, que, según las órdenes del primer cónsul, había sido otra vez abierta al culto. Como era cerca de medianoche, la iglesia estaba cerrada. Carlota se encargó de despertar al sacristán.
Amelia esperó de pie, apoyada contra la pared.
Al cabo de media hora llegó el sacristán.
Durante aquella media hora, Amelia había visto pasar a tres hombres vestidos de negro, conduciendo un carro, que al resplandor de la luna había reconocido estar pintado de rojo. Este carro estaba cargado de cosas informes: tablas desmesuradas, escaleras extrañas pintadas del mismo color, y se dirigía a la plaza de las ejecuciones.
Adivinó lo que significaba; cayó de rodillas y lanzó un grito.
A este grito los hombres de negro se volvieron; les pareció que una de las esculturas del pórtico había salido de su nicho y se había arrodillado.
El que parecía ser el jefe dio algunos pasos hacia Amelia.
—¡No os acerquéis a mí! gritó; ¡no os acerquéis a mí!
El hombre volvió humildemente a su puesto, y continuó su camino.
El carro desapareció en la esquina de la calle de la cárcel, pero el ruido de sus ruedas resonó todavía por largo rato sobre el pavimento en el corazón de Amelia.
Cuando Carlota y el sacristán llegaron, la encontraron de rodillas. El sacristán puso algunas dificultades para abrir la iglesia a una hora semejante; pero dos monedas de oro y el nombre de Mlle. de Montrevel desvanecieron sus escrúpulos, y se determinó a iluminar una capillita.
Era la capilla en la que Amelia había hecho su primera comunión. Se arrodilló al pie del altar, y suplicó que la dejasen sola.
Hacia las tres de la mañana vio iluminarse la ventana, una ventana de vidrios de color, situada sobre el altar de la Virgen. La ventana se abría casualmente hacia el Oriente, de manera que el primer rayo de sol vino directo a ella como un mensajero de Dios. Poco a poco la ciudad se despertó. Amelia advirtió que el pueblo estaba más bullicioso que de costumbre. Hacia las seis oyó pasar un piquete de caballería. Este piquete se dirigía hacia la parte donde estaba la cárcel. Hacia las nueve oyó un gran rumor, y le pareció que todo el mundo se precipitaba hacia un mismo lugar. Procuró sumirse más todavía en la plegaria para no oír aquellos ruidos diversos que hablaban a su corazón en una lengua desconocida y voz baja, que ella comprendía como si fuesen palabras. Algo terrible, sin lugar a dudas, ocurría en la cárcel y merecía que todo el mundo corriese a verlo.
A la misma hora, Courtois entró en el calabozo para anunciar a los condenados que debían prepararse a la muerte, y los encontró armados hasta los dientes.
Tomado de improviso dentro del calabozo, Morgan le arrancó el manojo de llaves y le encerró en el que habían ocupado sus compañeros la noche precedente, esperando que concluyera su entrevista con Amelia.
Abrieron la puerta que comunicaba con el patio; luego otras tres, y desde allí llegaron atravesando varios corredores hasta el cuarto del conserje.
De éste al patio del estrado, una vasta sala, cerrada con una reja, se bajaba por quince escalones.
Por costumbre esta reja no se cerraba más que por la noche. Morgan se precipitó con sus Compañeros hacia la escalinata. Desde lo alto de aquella especie de plataforma, los cuatro jóvenes vieron que toda esperanza era perdida.
La reja estaba cerrada y veinticuatro gendarmes formaban delante de ella.
A la vista de los jóvenes, un gran grito se levantó de la multitud.
En efecto, su aspecto era formidable.
Para conservar la libertad de sus movimientos, estaban desnudos hasta la cintura, y alrededor de su talle se habían anudado pañuelos erizados de armas.
En medio de los clamores, conferenciaron un instante.
Luego Montbar les estrechó la mano, bajó los quince escalones, y a cuatro pasos de la reja echó una última mirada y una última sonrisa; saludó a la multitud y, dirigiéndose a los gendarmes, dijo:
—Muy bien, señores, muy bien.
E introduciendo en su boca el cañón de una pistola, se voló el cerebro.
Gritos confusos siguieron a la explosión; pero cesaron casi al punto.
Valensolle bajó a su vez; llevaba simplemente un puñal de hoja recta, aguda y cortante en la mano. Sus pistolas, de las que no parecía estar dispuesto a hacer uso, habían quedado en su cintura. Se adelantó hasta un especie de tinglado, sostenido por tres columnas. Apoyó en una de ellas el pomo de un puñal, dirigió la punta hacia su corazón, la cogió entre sus brazos, saludó a sus amigos y estrechó la columna, hasta que desapareció la hoja entera en su pecho.
Un instante permaneció en pie, pero una palidez mortal se extendió por su rostro; sus brazos se separaron y cayó muerto al pie de la columna.
Esta vez la multitud permaneció silenciosa.
Le tocaba el turno a de Ribier: se adelantó hasta la reja y dirigió los cañones de sus pistolas sobre los gendarmes.
No disparó; pero los gendarmes hicieron fuego, y de Ribier cayó atravesado por dos balazos.
Una especie de admiración vino a ceder el paso, entre los asistentes, a los sentimientos diversos que a la vista de estas tres catástrofes sucesivas se habían sucedido en su corazón.
Comprendían que aquellos jóvenes querían morir como los antiguos gladiadores.
Cuando Morgan bajó sonriendo los escalones, e hizo señal de que quería hablar, hubo un gran silencio.
Por otra parte, ¿qué le faltaba a aquella muchedumbre ávida de sangre? Se le daba más de lo que se le había prometido. Se le había prometido cuatro muertes, pero cuatro muertes uniformes, cuatro cabezas cortadas, y se le daba cuatro muertes diferentes, pintorescas, inesperadas; era pues muy natural que guardase silencio cuando vio adelantarse Morgan.
Éste no llevaba en sus manos ni puñal ni pistolas; descansaban en el pañuelo atado a su cintura. Pasó de largo por delante del cadáver de Valensolle y fue a colocarse entre los de Jayat y de Ribier.
—Señores, dijo; transijamos.
Hubo un silencio, como si quedase suspendida la respiración de todos los asistentes.
—Vosotros habéis tenido a un hombre que se ha levantado la tapa de los sesos, y señaló a Jayat; otro que se ha dado la muerte con su puñal, y designó a Valensolle; otro tercero que ha sido fusilado, e indicó a Ribier; ahora quisierais ver guillotinar al cuarto, ya lo comprendo.
Un estremecimiento terrible pasó por la multitud.
—Pues bien, continuó Morgan, no apetezco cosa mejor que daros esta satisfacción. Estoy dispuesto a dejarme cortar el pescuezo, pero deseo ir al cadalso voluntariamente y sin que nadie me toque; al que se me acerque, lo abraso, a no ser ese caballero, continuó Morgan señalando al verdugo: es un asunto que tenemos juntos y que de una parte y otra no pide más que procedimientos.
Su petición, sin duda, no pareció exagerada, porque de todas partes se oyó gritar:
—¡Sí!, ¡sí!, ¡sí!
El oficial del piquete vio que lo más breve era acceder a lo que Morgan pedía, y le dijo:
—¿Prometéis, si os dejan los pies y las manos libres, no tratar de escaparos?
—Doy mi palabra de honor, contestó Morgan.
—Pues bien, dijo el oficial de gendarmes; apartaos y dejadnos levantar los cadáveres de vuestros camaradas.
—Es muy justo, dijo Morgan.
Y se fue, a diez pasos del punto en que se hallaba, a apoyarse contra la pared.
La reja se abrió.
Los tres hombres vestidos de negro entraron en el patio y recogieron uno tras otro los tres cuerpos.
Ribier no estaba muerto del todo; volvió a abrir los ojos y pareció buscar a Morgan.
—Aquí estoy, dijo éste, pierde cuidado, mi caro amigo, que ya te sigo.
Ribier volvió a cerrar los ojos sin pronunciar una palabra.
Cuando estuvieron fuera los tres cadáveres:
—¿Estáis listo, caballero? le preguntó el oficial.
—Sí, señor, respondió Morgan con exquisita educación.
—Entonces venid.
—Aquí estoy, dijo Morgan.
Y fue a colocarse entre el piquete formado en dos filas.
—¿Deseáis subir a la carreta o ir a pie, caballero? volvió a preguntar el oficial.
—A pie, a pie, caballero; quiero que se sepa que es un capricho mío el dejarme guillotinar, pero no quiero que se piense que tengo miedo.
El siniestro cortejo atravesó la plaza de las Lides; pasó de largo los muros del jardín del Palacio Monbaron. El carro que arrastraba los tres cadáveres marchaba el primero; después seguían los dragones; en seguida Morgan marchando solo en un intervalo de unos diez pasos; y finalmente los gendarmes con su capitán al frente.
Al final del muro la comitiva torció a la izquierda, y en la gran plaza del Mercado, Morgan vio el cadalso que dirigía hacia el cielo sus rojos pilares de madera como dos brazos sangrientos.
—¡Bah! exclamó, no había visto nunca la guillotina y no creía que fuese tan fea.
Y sin otra explicación, tirando de un puñal de su cintura, se lo hundió en el pecho hasta el mango.
El oficial vio el movimiento sin poderlo prevenir, y lanzó su caballo hacia Morgan, que había quedado de pie con gran admiración de todo el mundo y de sí mismo.
Pero Morgan, sacando una pistola y armándola, dijo:
—Alto ahí, está convenido que nadie me tocará; moriré solo o moriremos tres; elegid.
El oficial hizo dar a su caballo un paso hacia atrás.
—Marchemos, dijo Morgan.
Y en efecto, se puso en marcha.
Llegado al pie de la guillotina, Morgan sacó el puñal de su pecho y se hirió por segunda vez, tan profundamente como la primera. Un grito de rabia, más que de dolor, se le escapó.
—Es menester, en verdad, que yo tenga el alma clavada en el cuerpo, dijo.
Y como los ayudantes quisieran sostenerle para subir la escalera donde el verdugo le esperaba:
—¡Oh! que no me toquen, gritó.
Y subió los seis escalones sin vacilar.
Llegado al tablado, sacó el puñal de su herida y se dio una tercera puñalada.
Una espantosa carcajada salió de su boca, y arrojando a los pies del verdugo el puñal que acababa de arrancar de su tercera herida, tan inútil como las dos primeras, dijo:
—¡A fe mía! tengo bastante; arréglate como puedas.
Un minuto después, la cabeza del intrépido joven rodaba en el cadalso; por un fenómeno de aquella implacable vitalidad que se había revelado en él, saltó y rodó fuera del aparato del suplicio.
Id a Bourg y os dirán que, al saltar, aquella cabeza pronunció el nombre de Amelia. Los muertos fueron ejecutados después del vivo, de manera que los espectadores, lejos de perder nada en los sucesos que acabamos de referir, gozaron de un doble espectáculo.