Donde Amelia cumple la promesa hecha a Morgan
Los prisioneros hechos por Roland en la gruta de Ceyzériat habían hecho alto solamente una noche en las prisiones de Bourg, y habían sido trasladados inmediatamente a la de Besanzón, donde debían comparecer ante un consejo de guerra.
Ya nos acordamos de que dos de los presos estaban gravemente heridos y que había sido preciso trasladarlos en camillas; uno había muerto la misma noche, el otro tres días después de su llegada a Besanzón.
Su número, pues, quedó reducido a cuatro: Morgan, que se había entregado voluntariamente, Lepretre, Guyon y Amiet, quienes, más o menos heridos durante el combate, no habían recibido en cualquier caso heridas peligrosas.
Estos cuatro seudónimos ocultaban los nombres del barón de Sainte-Hermine, el conde de Jayat, el vizconde de Valensolle y el marqués de Ribier.
Mientras se instruía ante la comisión militar de Besanzón el proceso de los cuatro presos, expiró la ley que sometía los delitos de asaltos a diligencias en los caminos reales a los tribunales militares. Los presos se encontraban desde entonces sujetos a los tribunales civiles.
Esto suponía una gran diferencia para ellos, no en relación a la pena, sino a la manera de aplicarla. Condenados por los tribunales militares, serían fusilados; condenados por los tribunales civiles, serían guillotinados. El fusilamiento no era una infamia; la guillotina sí.
Sometidos a los tribunales civiles, debían ser juzgados por el Jurado de Bourg.
Hacia el fin de marzo los acusados habían sido pues trasladados de las prisiones de Besanzón a las de Bourg, y la instrucción había empezado.
Los cuatro acusados adoptaron un sistema que no ponía en serios aprietos al juez de instrucción.
Declaraban sus nombres; confesaban pertenecer a las bandas de Mr. de Teyssonnet, destinados a operar en el Mediodía, y que esperaban la sumisión de Cadoudal para hacer la suya; pero negaban haber tenido nunca relación con los salteadores de diligencias.
Era difícil procurar pruebas contrarias: el despojo de las diligencias había sido siempre perpetrado por hombres enmascarados, y a excepción de Mme. de Montrevel y de sir John, nadie había visto jamás el rostro de ninguno de nuestros aventureros.
Ya sabemos en qué circunstancias: sir John la noche en que había sido juzgado, condenado, herido por ellos; Mme. de Montrevel cuando la detención de la diligencia, y cuando, luchando contra una crisis nerviosa, había hecho caer la máscara a Morgan. Los dos habían sido llamados ante el juez de la causa, los dos habían sido careados con los cuatro presos, pero tanto sir John como Mme. de Montrevel declararon no reconocer a ninguno de ellos.
¿De qué procedía esta reserva? Por parte de Mme. de Montrevel era comprensible: guardaba doble reconocimiento al hombre que había defendido a su hijo Eduardo y la había socorrido a ella misma. Por parte de sir John; el silencio era más difícil de explicar, porque a buen seguro que entre los cuatro presos debía reconocer al menos a dos de sus jueces.
Ellos le habían reconocido y cierto estremecimiento pasó por sus venas a la vista del inglés, pero no bien habían fijado resueltamente sus miradas sobre él, cuando, para mayor asombro suyo, sir John, pese a la insistencia de los dos jueces, había respondido obstinadamente:
«No tengo el honor de reconocer a estos caballeros».
Amelia, no hemos hablado de ella (hay dolores que la pluma no debe ni siquiera probar de describir); Amelia, pálida, acalorada, moribunda desde la noche fatal en que Morgan había sido preso, aguardaba con ansia el regreso de su madre y de lord Tanley de casa del juez de la causa.
Lord Tanley fue el primero que entró; Mme. de Montrevel se había quedado un poco atrás para dar órdenes a Miguel.
Cuando percibió a sir John, se precipitó hacia él.
—¿Y bien? le preguntó.
Sir John echó una mirada a su alrededor para asegurarse de que Mme. de Montrevel no podía verle ni oírle.
—Ni vuestra madre ni yo los hemos reconocido, respondió sir John.
—¡Oh!, ¡qué noble y qué generoso sois, milord! exclamó tratando de besar su mano.
Pero él, retirándola, dijo:
—No he hecho más que cumplir lo que os había prometido; pero ¡silencio! Aquí viene vuestra madre.
Amelia dio un paso atrás.
—Así, señora, dijo ella, ¿no habéis contribuido a comprometer a esos desgraciados?
—¡Cómo! respondió Mme. de Montrevel, ¿querías que enviase al cadalso a un hombre que me socorrió y que en lugar de maltratar a Eduardo, le abrazó?
—Y sin embargo, señora, preguntó Amelia temblando ¿vos le habíais reconocido?
—Perfectamente, respondió Mme. de Montrevel; es el rubio con cejas y ojos negros, el que se hace llamar el barón Carlos de Sainte-Hermine.
Amelia lanzó un grito ahogado; haciendo después un esfuerzo sobre sí misma:
—¿Entonces, dijo, ya estáis despachados, tanto vos como milord, y no se os llamará más?
—Es probable que no, respondió Mme. de Montrevel.
—En todo caso, respondió sir John, creo que al igual que yo, que efectivamente no he reconocido a nadie, Mme. de Montrevel persistiría también en su declaración.
—¡Oh! por supuesto que sí, dijo la señora; ¡Dios me libre de ser causa de la muerte de ese desgraciado joven! Yo misma no me lo perdonaría nunca. Demasiado es que él y sus compañeros hayan sido presos por Roland.
Amelia lanzó un suspiro y un poco de calma se esparció por su rostro. Echó una mirada de reconocimiento a sir John y subió a su habitación, donde Carlota la esperaba.
Carlota había venido a ser para Amelia más que una camarera; era casi una amiga. Todos los días, desde que los acusados habían sido conducidos a la prisión de Bourg, Carlota iba a pasar una hora cerca de su padre.
Durante esta hora no se hablaba más que de los presos que el digno carcelero, en su calidad de realista, compadecía con todo su corazón. Carlota se hacía dar pormenores de las palabras más insignificantes, y cada día comunicaba a Amelia noticias de los acusados. Entre tanto habían llegado al castillo de Fuentes Negras Mme. de Montrevel y sir John.
El primer cónsul, al partir para Dijon, manifestó a Mme. de Montrevel su deseo de que la boda se realizase lo más pronto posible.
El mismo día de su llegada a Fuentes Negras, Mme. de Montrevel autorizó una entrevista entre sir John y su hija.
La entrevista duró más de una hora, y sir John sólo dejó a Amelia para subir al coche con Mme. de Montrevel e ir los dos a prestar su declaración.
Ya hemos visto que esta declaración había sido toda en defensa de los acusados; ya hemos visto también cómo había sido recibido a su vuelta por Amelia. Por la noche Mme. de Montrevel tuvo a su vez una conferencia con su hija.
A las urgentes instancias de su madre, Amelia respondió que el estado de su salud la hacía desear el aplazamiento de su boda, y que se refería sobre el particular a la delicadeza de lord Tanley.
Mme. de Montrevel, obligada, por su posición cerca de Josefina, a dejar a Bourg y volver a París, insistió fuertemente la mañana de la partida porque Amelia la acompañase; pero ésta se excusó con el mismo pretexto y pidió dos meses de prórroga.
Esta nueva dilación le fue concedida.
Durante los dos días que duró el viaje, sir John no habló una palabra de su boda con Amelia.
Pero Mme. Bonaparte, al volver a ver a su amiga, le hizo su pregunta acostumbrada:
—¿Cuándo casamos a Amelia con sir John? Ya sabéis que esa boda es uno de los deseos del primer cónsul.
A lo que Mme. de Montrevel respondió:
—El asunto depende enteramente de lord Tanley.
Ésta respuesta había hecho reflexionar largamente a Josefina.
Sólo el tiempo podía explicar semejante misterio.
El tiempo corría y el proceso de los presos se instruía. Habíanlos careado con los viajeros que habían firmado los diferentes procesos verbales que hemos visto entre las manos del prefecto de policía; más ninguno de los viajeros había podido reconocerlos porque ninguno los había visto con la cara descubierta. Los viajeros además habían atestiguado que no se les había quitado objeto alguno de plata o joyas que les perteneciese. Juan Picot testificó que le habían devuelto los cien luises que le habían quitado por equivocación.
La instrucción del proceso había tardado dos meses, y los acusados estaban únicamente bajo el peso de sus propias declaraciones; es decir, que, afiliados a la revolución de Bretaña y de la Vendée, formaban simplemente parte de las bandas armadas que recorrían el Jura bajo las órdenes de Mr. de Teyssonnet.
Los jueces retardaron tanto como pudieron el señalamiento para la vista, esperando siempre que se produjese algún testigo acusador. Pero sus esperanzas fueron estériles. Nadie en realidad había padecido por los hechos que se les imputaron, a excepción del Tesoro, por el cual nadie se interesaba. Era preciso el señalamiento para la vista. Por su parte los acusados habían aprovechado el tiempo.
Ya hemos visto que por medio de un hábil cambio de pasaportes, Morgan viajaba bajo el nombre de de Ribier, de Ribier bajo el de Sainte-Hermine, y otros por el mismo estilo; resultó de eso en las declaraciones de los posaderos una suma confusión que la presentación de sus libros aumentó todavía más.
La llegada de los viajeros, consignada en los registros una hora más temprano o una hora más tarde, apoyaba unas coartadas irrecusables. Los jueces tenían una convicción moral, pero nada valía ante tales declaraciones.
Por otra parte, es preciso decirlo, los acusados contaban con una completa simpatía por parte del público.
El día de la apertura de los debates, toda la ciudad de Bourg se agolpaba a las puertas del tribunal: tan populares se habían hecho las proezas de los compañeros de Jehú.
La sala del tribunal se llenó de un gentío inmenso.
La entrada de los cuatro acusados fue saludada con un murmullo de simpatía.
Jóvenes, resueltos, vestidos a la última moda de la época, risueños frente a frente del auditorio, su mejor defensa estaba en su propio aspecto.
Preguntados sobre sus nombres, apellidos, edad y naturaleza, respondieron llamarse:
Carlos de Sainte-Hermine, natural de Tours, departamento d’Indre-et-Loire, de edad veinticuatro años… Luis Andrés de Jayat, natural de Bagé-le-Chateau, departamento de l’Ain, de edad veintinueve… Raúl Federico Augusto de Valensolle, natural de Sainte-Colombe, departamento del Ródano, edad veintisiete… Pedro Héctor de Ribier, natural de Bolena, departamento de Vaucluse, edad veintiséis.
Preguntados sobre su condición y estado, los cuatro declararon ser caballeros y realistas.
Ya hemos dicho cual era el sistema de defensa: negar toda participación en el arresto de las sillas de posta y diligencias, a fin de apartar la acusación de robo y quedar bajo la de revolución a mano armada.
Estos cuatro bravos jóvenes, que se defendían contra la guillotina, que declaraban merecer la muerte, pero que querían la muerte de los soldados, formaban un grupo admirable de juventud, valor y generosidad. Los jueces comprendían, que, pacificadas la Bretaña y la Vendée, serían absueltos.
No era eso lo que quería el ministro de policía; la muerte impuesta por un consejo de guerra no le bastaba; necesitaba una muerte infamante, la muerte de los malhechores, la muerte de los infames.
Tres días hacía que los debates habían empezado y los jueces no habían dado un solo paso en el sentido que deseaba el ministro de policía.
Carlota asistía la primera a los debates, y todas las tardes venía a traer a Amelia una palabra de esperanza.
El cuarto día, Amelia no pudo contenerse; se hizo traer un vestido a la Bressana, igual al de Carlota, y se puso en el sombrero un velo negro, largo y espeso.
Carlota presentó a Amelia a su padre, como una de sus amigas, curiosa de asistir a los debates.
El honrado Courtois no la reconoció, y para que viesen mejor a los acusados, las situó en el corredor por donde debían pasar. El corredor era tan estrecho en el acto en que se pasaba del aposento del conserje al paraje que se designaba con el nombre de la Hoguera, que de los cuatro gendarmes que acompañaban a los presos, dos tenían que pasar primero, seguían después los presos de uno a uno, y tras de ellos los dos últimos gendarmes. En la entrada de la puerta de la Hoguera fue donde se colocaron Carlota y Amelia.
La puerta de comunicación se abrió.
Cuando Amelia la oyó abrir, se tuvo que apoyar en el hombro de Carlota; parecía que la tierra le faltaba debajo sus pies, y el muro detrás de ella. Oyó el ruido de pasos y los sables de los gendarmes que resonaban.
Dos gendarmes pasaron y luego Sainte-Hermine, que marchaba el primero.
En el momento en que pasaba:
—Carlos, murmuró Amelia.
Morgan reconoció la voz, lanzó un débil grito y sintió que le deslizaban un billete en la mano.
Apretó aquella mano querida y siguió.
En seguida pasaron los demás sin notar nada.
Desde su puesto Morgan desplegó el billete y leyó:
«Carlos mío: en la vida como en la muerte siempre soy y seré tu fiel Amelia. Se lo he declarado todo a lord Tanley; es el hombre más generoso de la tierra: tengo su palabra de que romperá el compromiso y que tomará sobre sí la responsabilidad de esta ruptura. Te amo».
Morgan besó el billete y lo puso sobre su corazón. Después arrojó una mirada hacia el lado del corredor; las dos jóvenes Bressanas estaban apoyadas contra la puerta.
Amelia lo había arriesgado todo por verlo otra vez.
No se esperaba más que esta sesión suprema; era imposible condenarlos, vista la falta de pruebas.
Los primeros abogados del departamento, los de Lyon y los de Besanzón habían sido llamados por los acusados para defenderlos y habían destruido pieza por pieza el acta de acusación.
Lisonjeras interrupciones, a pesar de las amonestaciones del presidente y de los escribanos, acogieron las partes más notables de aquellos abogados defensores.
Amelia, con las manos juntas, miraba al Cristo, colocado sobre el presidente del tribunal, y daba gracias a Dios a través de lágrimas de reconocimiento.
Los debates iban a cerrarse.
De repente entró un ujier, se aproximó al presidente y le dijo algunas palabras al oído.
—Señores, dijo el presidente, la sesión está suspendida; que salgan los acusados.
Hubo un movimiento de inquietud febril en el auditorio. ¿Qué había de nuevo? ¿Qué suceso inesperado iba a ocurrir? Cada cual miraba a su vecino con ansia; un presentimiento oprimió el corazón de Amelia, que llevó la mano a su pecho y había sentido algo semejante a un hierro helado que penetrase por todas las venas de su cuerpo.
Los gendarmes se levantaron, los acusados volvieron a tomar el camino de sus calabozos, y pasaron por delante de Amelia. Las manos de los dos jóvenes se tocaron.
La mano de Amelia estaba fría como la de un cadáver.
—Sea lo que tenga que ser; gracias, dijo Carlos al pasar.
Amelia quiso responder, las palabras expiraron en sus labios. Durante ese tiempo, el presidente se levantó y fue al cuarto del consejo. Allí encontró una dama velada, que acababa de bajar de su carruaje, a la puerta misma del tribunal, y le dijo:
—Señora, os presento mis excusas por la manera brutal con que os he hecho conducir aquí desde París; pero se trata de la vida de un hombre, y ante esta consideración las demás deben callar.
—Caballero, contestó la dama, sé cuáles son las prerrogativas de la justicia y estoy a sus órdenes.
—El tribunal, replicó el presidente, aprecia el sentimiento de delicadeza que os ha guiado en no querer reconocer al que os socorrió; entonces los acusados negaban; después lo han confesado todo, y sólo necesitamos conocer al que os dio esa prueba de cortesía, para recomendarlo a la clemencia del primer cónsul.
—¡Cómo! exclamó la dama, ¿han declarado?
—Sí, señora; pero se obstinan en ocultar el nombre del que os ha socorrido; sin duda temen ponerse en contradicción con vuestro testimonio.
—¿Y que queréis de mi, caballero?
—Que salvéis a vuestro salvador.
—¡Oh! de muy buena gana. ¿Qué tengo que hacer?
—Responder a las preguntas que yo os dirigiré.
—Estoy lista, caballero, dijo la dama levantándose.
—Esperad aquí y seréis introducida al momento.
El presidente volvió a entrar y ocupó su asiento.
—Señores, dijo, la sesión está abierta.
Hubo un gran murmullo; los ujieres restablecieron el silencio.
—Introducid al testigo, dijo el presidente.
Un ujier abrió la puerta del consejo y la dama velada fue introducida. Todas las miradas se dirigieron sobre ella.
—¡Oh, Dios mío! murmuró Amelia, espero engañarme.
—Señora, dijo el presidente, los acusados van a entrar; designad a la justicia el que os ha prodigado cuidados tan tiernos, cuando la detención de la diligencia de Génova.
Un estremecimiento recorrió a toda la asamblea; comprendieron que se había tendido algún siniestro lazo bajo los pies de los acusados. Diez voces iban a gritar: ¡No habléis! cuando a una señal del presidente gritó el alguacil con voz imperativa:
—¡Silencio!
Un frío mortal envolvió el corazón de Amelia.
—Que entren los acusados, dijo el presidente; y vos, señora, avanzad y levantad vuestro velo.
La dama obedeció.
—¡Mi madre! exclamó Amelia con voz sorda.
—¡Mme. de Montrevel! murmuró el auditorio.
En este momento el primer gendarme apareció a la puerta, luego el segundo; después venían los acusados, pero en otro orden: Morgan se había colocado el tercero, a fin de que, separado como estaba de los gendarmes por Lepretre y Guyon, que marchaban delante, y por d’Assas, que venía detrás, pudiese estrechar más fácilmente la mano de Amelia.
Lepretre entró, pues. Mme. de Montrevel sacudió la cabeza. Después vino Guyon. Mme de Montrevel hizo el mismo signo de negación. En este momento Morgan pasaba delante de Amelia.
—¡Estamos perdidos! dijo ella.
Morgan la miró con asombro y entró.
—El señor, dijo Mme. de Montrevel cuando vio a Morgan, o si queréis, el barón Carlos de Sainte-Hermine, que no hacían más que un solo y mismo hombre desde el momento en que Mme. de Montrevel acababa de dar esta prueba de identidad.
Lepretre soltó una carcajada.
—¡Oh! a fe mía, dijo, que eso te enseñará, querido amigo, a galantear las damas que no se encuentran bien.
Y volviéndose hacia Mme. de Montrevel le dijo:
—Señora, con dos palabras acabáis de hacer caer cuatro cabezas.
Un silencio terrible sucedió, en medio del cual se oyó un gemido.
—Ujieres, dijo el presidente, ¿no habéis prevenido al público que toda señal de aprobación o desaprobación está prohibida?
El ujier se informó para averiguar quién había faltado a la justicia.
Era una mujer, una aldeana que acababan de conducir desmayada al cuarto del conserje de la prisión.
Desde entonces los acusados no trataron ya de negar; del mismo modo en que Morgan se había reunido con ellos, ellos se reunieron con él.
Sus cuatro cabezas debían salvarse juntas o caer juntas.
El mismo día, a las diez de la noche, el presidente del jurado pronunció la pena de muerte.
Tres días después, los abogados, a fuerza de ruegos, obtuvieron que los acusados recurriesen en casación; pero no pudieron alcanzar que se solicitara su perdón.