Capítulo X

El ejército de reserva

El primer cónsul había llegado al punto que deseaba: la Vendée estaba pacificada, los compañeros de Jehú estaban destruidos.

Al pedir la paz a Inglaterra, había esperado la guerra.

El plan que Bonaparte había explicado un día en su gabinete del Luxemburgo a Roland, seguía presente en su cabeza. Contaba con reconquistar Italia, y esta batalla debía ser una gran victoria. Salido de París el 6 de mayo, el 26 del mismo mes, el general en jefe acampó con su ejército entre Turín y Casal. Había llovido todo el día; hacia el anochecer se calmó la borrasca, y el cielo, como sucede a menudo en Italia, pasó en un instante de un torrente de lluvia al azul más hermoso, y aparecieron las estrellas más centelleantes. El primer cónsul hizo señas a Roland para que le siguiese; los dos salieron de la pequeña ciudad de Chivasso y siguieron la orilla del río: a cien pasos de las últimas casas de la ciudad un árbol derribado ofrecía un asiento a los paseantes. Bonaparte se sentó, e indicó a Roland que se sentase a su lado.

El general en jefe evidentemente tenía que hacer alguna confidencia íntima a su ayudante de campo. Los dos guardaron silencio por un instante. Bonaparte lo interrumpió el primero.

—¿Te acuerdas, le dijo, de una conversación que tuvimos en el Luxemburgo?

—General, hemos tenido tantas conversaciones; una entre otras en que me anunciasteis que bajaríamos a Italia en primavera, y que batiríamos al general Melas en Torre di Garsfolo o San Giuliano; ¿seguís con el mismo propósito?

—Sí; pero no es de esta conversación de lo que tratamos.

—¿Os dignaréis orientarme, general?

—Se trata de una boda…

—¡Ah! sí; de la de mi hermana.

—No: de la tuya.

—¡Bah! dijo Roland con su sonrisa amarga, e hizo un movimiento para levantarse.

Bonaparte le retuvo por el brazo.

—Cuando te hablé de eso, Roland, continuó con un tono serio que revelaba su deseo de ser escuchado, ¿sabes a quién te destinaba?

—No, general.

—Pues bien, existe una criatura encantadora que amo como una hija; acaba de cumplir diecisiete años, y tú tienes veintiséis. Pues bien; al fin de la campaña serás general de división, volveremos a París, y te casarás…

—General, interrumpió Roland, creo que Bourrienne os busca.

En efecto, el secretario estaba a diez pasos.

—¿Qué hay, Bourrienne? preguntó Bonaparte impaciente.

—Un correo de Francia y una carta de Mme. Bonaparte.

—¡Bien! dijo Bonaparte levantándose, trae.

Y le arrancó la carta de las manos.

—¿Y para mí? preguntó Roland.

—Nada.

—¡Es extraño! dijo el joven frunciendo las cejas.

Bonaparte leía a la luz de la luna. Durante las dos primeras páginas, su semblante indicó la serenidad más perfecta.

Roland seguía en el rostro del general las impresiones de su alma. Hacia el fin de la carta, su cara se puso sombría y echó una mirada sobre Roland.

—Parece que se trata de mí en esa carta, dijo el joven. Bonaparte no respondió y concluyó su lectura. Cuando terminó, dobló la carta y se la metió en el bolsillo.

—Está bien, dijo; probablemente expediré un correo.

Bourrienne saludó y volvió a tomar el camino de Chivasso.

Bonaparte se aproximó entonces a Roland y poniéndole la mano en el hombro:

—El matrimonio de tu hermana se ha frustrado, dijo.

—¿Se niega? preguntó Roland.

—No.

—¡Cómo! ¿No será lord Tanley?

—Sí.

—¿Ha renunciado a la mano de mi hermana después de habérmela pedido a mí, a mi madre, a vos y a ella misma?

—Veamos, pero te exaltes de buenas a primeras, y trata de comprender que aquí hay algún misterio.

—Yo no veo más que un insulto.

—¡Ah! Éste es mi hombre; eso explica por qué ni tu madre ni tu hermana han querido escribirte; pero Josefina ha pensado que, tratándose de un asunto grave, tú debías estar al corriente. Ella me anuncia esta noticia invitándome a trasmitírtela si lo creo conveniente.

—Os doy las gracias, general; ¿pero sir John da una razón para esta negativa?

—Da una razón que no lo es.

—¿Cuál?

—Éste no puede ser el verdadero motivo.

—¿Pero en fin…?

—No hay más que verle y hablar cinco minutos con él para formarse una opinión sobre este particular.

—Pero en fin, general, ¿qué dice para retractarse de su palabra?

—Que tu hermana es menos rica de lo que creía.

Roland estalló en aquella risa nerviosa que revelaba la más violenta agitación.

—¡Ah! dijo, justamente eso fue lo primero que le dije.

—¿Qué?

—Que mi hermana no tenía un cuarto; ¿acaso somos ricos nosotros, los hijos de generales republicanos?

—¿Y qué te respondió?

—Que él era bastante rico para dos.

—Ya ves pues que ése no puede ser el motivo de su rechazo.

—¿Conque hay rechazo?

—Rechazo, sí.

—¿Definitivo?

—Definitivo.

—Y bien, general, ¿no comprendéis que es un insulto?

—No digo que no.

—¿Y sois de opinión que uno de vuestros ayudantes reciba un insulto en la persona de su hermana sin pedir satisfacción?

—Mi querido Roland, en estas situaciones, es a la persona ofendida a quien toca sopesar los pros y los contras.

—¿Cuándo creéis que tendremos una batalla decisiva?

—Dentro de quince días o tres semanas.

—Os pido licencia por quince días, general.

—Con una condición; que pasarás por Bourg y preguntarás a tu hermana de qué lado viene la negativa.

—Ésa era mi intención.

—En este caso no hay que perder un momento.

—Ya veis bien que no lo pierdo, dijo el joven dando algunos pasos para volver a entrar en la población.

—Un minuto más; tú te encargarás de mis despachos para París ¿verdad?

—Comprendo: soy el correo del cual hablabais ahora a Bourrienne.

—Justamente.

—Entonces, venid.

—Aguarda un momento. Los jóvenes a quienes has arrestado…

—¿Los compañeros de Jehú?

—Sí. ¡Pues bien! parece que pertenecen a familias nobles; son unos fanáticos, más bien que unos culpables. Parece que tu madre, víctima yo no sé de qué sorpresa judicial, ha atestiguado en su proceso y ha sido causa de su condena.

—Es posible. Mi madre había visto la cara de su jefe.

—Pues bien; me suplica, por conducto de Josefina, que los perdone. Tú llegaras antes que sea desechado el recurso de casación, y si lo juzgas conveniente, dirás de mi parte al ministro de justicia que sobresea. A tu vuelta veremos qué se ha de hacer.

—Gracias, general. ¿No tenéis ninguna otra cosa que decirme?

—No; sino que pienses bien en la conversación que acabamos de tener.

—Pues bien, hablaremos de eso a mi vuelta, si es que vuelvo.

Y esta vez tomó el camino de Chivasso sin que el general le detuviese.

Media hora después Roland partía en un carruaje de posta por el camino de Ivrée; debía viajar así hasta Aoste, en Aoste tomar un mulo, atravesar el San Bernardo, bajar en Martignes, y por Génova pasar a Bourg, y de Bourg a París. Mientras Roland corre a galope, veamos lo que había pasado en Francia, o iluminemos los puntos que pueden haber quedado oscuros para nuestros lectores en la conversación que acabamos de referir entre Bonaparte y su ayudante de campo.