Capítulo I

Una comunicación importante

Algún tiempo después de aquellos importantes acontecimientos que hicieron a Napoleón dueño de la Francia con el título de primer cónsul, en la mañana del 30 nivoso (20 de enero de 1800) Roland, al abrir su correspondencia como gobernador del Luxemburgo, halló, entre otras cartas y solicitudes de audiencias, una que decía así:

«Señor gobernador:

«Conozco vuestra lealtad, y vais a ver si confío en ella. Necesito hablaros durante cinco minutos; durante este tiempo permaneceré enmascarado. Tengo una súplica que haceros: me la concederéis o la rehusaréis; en uno u otro caso, pido vuestra palabra de honor de dejarme salir libremente como me dejéis entrar.

»Si mañana a las siete de la noche veo una luz aislada en la ventana que cae debajo del reloj, es que el coronel Roland de Montrevel me empeña su palabra de honor, y me presentaré resueltamente en la puertecita del ala izquierda del palacio, que da al jardín.

»Daré tres golpes, uno tras otro, a la manera de los francmasones.

»Para que sepáis de antemano a quien empeñáis o rehusáis vuestra palabra, firmo con un nombre que os es conocido; este nombre ha sido ya pronunciado delante de vos, en una circunstancia que probablemente no habréis olvidado.

»MORGAN,

»Jefe de los compañeros de Jehú».

Roland volvió a leer la carta, meditó un momento, y pasando inmediatamente al gabinete del primer cónsul se la ensenó sin decirle una palabra.

Éste la leyó sin que su rostro atestiguase la menor emoción ni aun el menor asombro, y con un laconismo enteramente espartano, dijo:

—Hay que poner la luz.

Y entregó la carta a Roland.

Al día siguiente, a las siete de la noche, la luz brillaba en la ventana; y a las siete y cinco minutos, Roland en persona esperaba en la puerta del jardín.

Pasados algunos instantes, dieron tres golpes. La puerta se abrió al momento: un hombre embozado en una capa se dibujó con vigor en la atmósfera gris de aquella noche de invierno, mientras Roland yacía absolutamente oculto en la sombra.

No viendo a nadie, el hombre de la capa permaneció un segundo inmóvil.

—Entrad, dijo Roland.

—¡Ah, sois vos, coronel!

—¿Cómo sabéis que soy yo? preguntó Roland.

—Reconozco vuestra voz.

—¡Mi voz! En los breves instantes en que nos vimos en Aviñón, no pronuncié una sola palabra.

—En ese caso la habré oído en otra parte.

Roland empezó a recordar dónde el jefe de los compañeros de Jehú habría podido oír su voz, cuando le dijo éste alegremente:

—¿Es razón, coronel, porque conozca vuestra voz, para que permanezcamos en esta puerta?

—No, dijo Roland; agarradme por el faldón de la casaca y seguidme.

Morgan siguió atrevidamente a su guía.

En lo alto de la escalera, tomó un corredor tan sombrío como la escalera, dio unos veinte pasos, abrió una puerta y se encontró en su despacho.

Morgan le siguió.

Éste estaba alumbrado solamente por dos bujías.

Así que estuvieron dentro, Morgan se quitó su capa y depositó sus pistolas en una mesa.

—¿Qué hacéis? le preguntó Roland.

—Con vuestro permiso, dijo alegremente, me pongo cómodo.

—¿Y esas pistolas?

—¡Bah!, ¿creéis que las he traído para vos?

—¿Para quién pues?

—Para la señora policía; ¿creéis que estoy dispuesto a dejarme prender sin quemar un poco el bigote de los esbirros?

—Pero aquí no tenéis nada que temer.

—¡Voto a!… dijo el joven, tengo vuestra palabra.

—Entonces, ¿por qué no os quitáis también la máscara?

—Porque no me pertenece más que la mitad de mi cara, la otra mitad es de mis compañeros. ¿Quién sabe si, reconocido uno solo de nosotros, no irían los demás a la guillotina? Porque bien pensado, coronel, no se me oculta que estamos jugando.

—¿Y por qué jugáis?

—¡He ahí una pregunta rara! ¿Por qué vais al campo de batalla, donde una bala puede agujerearos el pellejo?

—Eso es muy diferente: en el campo de batalla se espera una muerte honrosa.

—Vamos, ¿creéis que el día en que el triángulo revolucionario me cortase el cuello me creería deshonrado? No; tengo la pretensión de ser un soldado como vos, sólo que no todos pueden servir a su causa del mismo modo: cada religión tiene sus héroes y sus mártires.

El joven pronunció estas palabras con una convicción que no dejó de conmover, o más bien, asombrar a Roland.

—Pero, continuó Morgan abandonando al punto la exaltación para volver a su jovialidad característica, no he venido para disertar sobre filosofía política; he venido a suplicaros me permitáis hablar al primer cónsul.

—¿Cómo? ¡Al primer cónsul! exclamó Roland.

—Sin duda, volved a leer mi carta; os digo en ella que tengo una petición que haceros.

—Sí.

—Pues bien, es hablar al general Bonaparte.

—Perdonad, como no esperaba esa petición…

—Os sorprende; es más, os inquieta… Mi querido coronel, podéis, si no creéis en mi palabra, registrarme de pies a cabeza, y veréis que no llevo otras armas sino esas pistolas que ni aun tengo ya, puesto que están sobre la mesa. Tomad una en cada mano, colocaos entre el primer cónsul y yo, y abrasadme el cerebro al primer movimiento sospechoso que haga. ¿Os parece bien esa condición?

—Pero si distraigo al primer cónsul para que escuche la comunicación que vais a hacerle, ¿me aseguráis al menos que esa comunicación vale la pena?

—¡Oh! en cuanto e eso, yo respondo.

Y con su alegre acento, añadió:

—Soy en este momento embajador de una testa coronada, o más bien descoronada, lo que no la hace menos respetable para los corazones nobles; por otra parte, le robaré poco tiempo al general.

Roland permaneció un instante pensativo y silencioso.

—¿Y es sólo al primer cónsul a quien podéis hacer esa comunicación?

—Sólo al primer cónsul, puesto que sólo él puede responderme.

—Está bien, esperadme aquí; voy a consultarle.

Bonaparte hablaba en aquel momento con el general Hedouville, comandante en jefe del ejército de la Vendée.

Al sentir abrirse la puerta, se volvió con impaciencia.

—¡Había dicho a Bourrienne que no estaba para nadie! exclamó.

—Eso me ha dicho al pasar, mi general; pero le he respondido que yo soy alguien.

—Tienes razón, ¿qué quieres? Di pronto.

—Está en mi cuarto.

—¿Quién?

—El hombre de Aviñón.

—¡Ah!, ¿y qué pide?

—Veros.

—¿Verme?

—Sí, general, ¿os sorprende?

—No, ¿pero qué puede tener que decirme?

—Se ha obstinado en ocultármelo, pero me atrevo a afirmar que no es un importuno ni un loco.

—Pero quizás sea un asesino.

Roland sacudió la cabeza.

—Bueno, siendo tú quien lo presentas…

—Además, no se niega a que asista yo a la conferencia.

Bonaparte reflexionó un momento.

—Hazle entrar, dijo.

—¿Sabéis, mi general, que excepto yo?…

—Sí, el general Hedouville tendrá la bondad de esperar un segundo.

Roland salió, atravesó el gabinete de Bourrienne, volvió a entrar en su cuarto, y encontró a Morgan junto a la estufa, calentándose los pies.

—Venid, el primer cónsul os espera, le dijo.

Morgan se levantó y siguió a Roland.

Cuando entraron en el gabinete de Bonaparte, estaba solo.

Echó una mirada rápida al jefe de los compañeros de Jehú, y no dudó que fuese el mismo hombre al que había visto en Aviñón.

Morgan, por su parte, se detuvo a algunos pasos de la puerta, y miraba con curiosidad a Napoleón, reafirmándose en la convicción de que era en efecto el mismo al que había visto en la mesa redonda el día en que restituyó los doscientos luises robados inadvertidamente a Juan Picot.

—Acercaos, le dijo.

Morgan se inclinó y dio tres pasos adelante. Bonaparte respondió a su saludo con una ligera señal de cabeza.

—¿Habéis dicho a mi ayudante de campo, el coronel Roland, que teníais que hacerme una comunicación?

—Sí, ciudadano primer cónsul.

—¿Esa comunicación exige que sea a solas?

—No, ciudadano primer cónsul, aunque sea de una importancia…

—¿Que preferís estarlo?

—Sin duda, pero la prudencia…

—Lo que hay de más prudencia en Francia, ciudadano Morgan, es el valor.

—Mi presencia en vuestra casa, general, prueba que soy de vuestra opinión.

—Dejadnos solos, Roland, dijo.

—¡Pero, mi general!… insistió éste.

Bonaparte se aproximó a él, y le dijo muy bajo:

—Comprendo: tienes curiosidad por descubrir este misterio; cuando haya salido te lo contaré.

—No es eso. Si, como decíais hace un momento, este hombre fuera un asesino…

—¿No me has respondido tú que no? Vamos, no seas niño, déjanos.

Roland salió.

—¡Aquí estamos, solos! dijo el primer cónsul, ¡hablad!

Morgan, sin responder, sacó una carta de su bolsillo y se la presentó.

El general la examinó; venía dirigida a él y sellada con las tres flores de lis de Francia.

—¡Oh! dijo, ¿qué es esto, caballero?

—Leed, ciudadano primer cónsul.

Bonaparte abrió la carta y buscó directamente la firma.

—Luis, dijo.

—Luis, repitió Morgan.

—¿Qué Luis?

—Luis de Borbón, presumo.

—¿El conde de Provenza, hermano de Luis XVI?

—Y por consecuencia, Luis XVIII, desde que su sobrino el Delfín ha muerto.

Bonaparte miró de nuevo al desconocido, porque era evidente que el nombre de Morgan que se había dado no era más que un seudónimo.

Después de lo cual, leyó:

«3 de enero de 1800.

»Caballero:

»Cualquiera que sea la conducta aparente de los hombres como vos, no inspiran jamás inquietud; habéis aceptado un puesto eminente; me alegro más que nadie; sabéis cuánto poder y fuerza se necesitan para procurar la felicidad de una gran nación. Salvad a la Francia de sus propios furores y habréis llenado el voto de mi corazón; dadle un rey y las generaciones futuras bendecirán vuestra memoria: si dudáis que sea susceptible de reconocimiento, señalad vuestro puesto, fijad la suerte de vuestros amigos. En cuanto a mis principios, yo soy francés; demente por carácter, lo seré aun más por razón. El vencedor de Lodi, de Castiglione y de Arcola, el conquistador de Italia y Egipto, no puede preferir a la gloria una vana celebridad.

»No perdáis un tiempo precioso: nosotros podemos asegurar la gloria de Francia: digo nosotros porque para ello tengo necesidad de Bonaparte, y él nada podría sin mí. General, Europa os observa, la gloria os espera, y estoy impaciente por darla a mi pueblo.

»LUIS».

Bonaparte se volvió hacia el joven, que esperaba de pie, inmóvil y mudo como una estatua.

—¿Conocéis el contenido de esta carta? preguntó.

El joven se inclinó.

—Sí, ciudadano primer cónsul.

—Sin embargo, estaba sellada.

—El que me la ha entregado, la recibió bajo sobre volante, y antes de confiármela me la ha hecho leer a fin de que conociese su importancia.

—¿Y se puede saber el nombre del que os la ha confiado?

—¡Jorge Cadoudal!

Bonaparte se estremeció ligeramente.

—¿Conocéis a Jorge Cadoudal? preguntó.

—Es mi amigo.

—¿Y por qué os la ha confiado a vos antes que a otro?

—Porque sabía que al decirme que esta carta debía seros entregada en propia mano, se haría así.

—En efecto, caballero, habéis cumplido vuestra promesa.

—Todavía no, ciudadano primer cónsul.

—¿Cómo? ¿No me la habéis entregado?

—Sí, pero he prometido llevar una respuesta.

—¿Y si no quiero darla?

—Habréis contestado, no precisamente como habría deseado que lo hicieseis; pero será siempre una respuesta.

Bonaparte permaneció algunos instantes pensativo.

Después, saliendo de su meditación, con un movimiento de hombros:

—Están locos, dijo.

—¿Quién, ciudadano? preguntó Morgan.

—Los que me escriben semejantes cartas; locos, archilocos. ¿Creen que soy de los que toman ejemplo en lo pasado, de los que copian a otros hombres? Hacer el papel de Monck, ¿para qué? Para crear a un Carlos II; no es difícil. Cuando uno tiene tras de sí a Tolón, el 13 vendimiario, Lodi, Castiglione, Arcola, Rívoli y las Pirámides, se es algo muy distinto de Monck, y se tiene derecho a aspirar a otra cosa que al ducado de Albermale y al mando de los ejércitos de mar y tierra de S. M. Luis XVIII.

—Sin embargo, os dicen que pongáis condiciones, ciudadano primer cónsul.

Bonaparte se estremeció al sonido de aquella voz, como si hubiera olvidado que estaba allí con otra persona.

—Sin contar, continuó Bonaparte, que es una rama muerta de un tronco seco; los Borbones se han enlazado de tal manera, que es una raza bastardeada que ha gastado toda su savia y su vigor en Luis XIV. ¿Conocéis la historia, caballero? dijo Bonaparte volviéndose al joven.

—Sí, general, respondió éste, al menos tanto como cualquier otro.

—Pues bien; habréis observado en la de Francia que cada raza tiene su nacimiento, su punto culminante y su decadencia. Los Borbones, salidos de Enrique IV, tienen su punto culminante en Luis XIV, y caen con Luis XV y Luis XVI. ¿Me habláis de los Estuardos, y me mostráis el ejemplo de Monck? ¿Queréis decirme quién sucede a Carlos II? Jacobo II; ¿y a Jacobo II? Guillermo de Orange, un usurpador. ¿No hubiese valido más que Monck se ciñera la corona? Pues bien, si fuera tan loco que entregase el trono a Luis XVIII, como Carlos II no tendría hijos y le sucedería su hermano Carlos X, y cual a Jacobo II, lo echaría algún Guillermo de Orange. ¡Oh! no, Dios no ha puesto el destino del hermoso y gran país que se llama Francia entre mis manos para que se lo entregue a los que se lo han jugado y lo han perdido.

—Observad, general, que no os pedía tanto.

—Pero yo os…

—Creo que me hacéis demasiado honor hablándome de la posteridad.

Bonaparte se estremeció, se volvió, miró a quien hablaba y calló.

—No necesito, continuó Morgan con una dignidad que admiró al que se dirigía, más que de un sí o un no.

—¿Y para qué lo necesitáis?

—Para saber si continuaremos haciéndoos la guerra como a un enemigo, o si caemos a vuestros pies como ante un salvador.

—¡La guerra! dijo Bonaparte: ¡la guerra! Insensatos los que me la hacen; ¿no ven que soy el elegido de Dios?

—Atila decía lo mismo.

—Sí; pero él era el elegido de la destrucción, y yo soy el de la nueva era; la yerba se secaba bajo sus pies, en cambio las cosechas madurarán por donde yo pase. ¡La guerra! ¿Decidme qué les ha sucedido a los que me la han hecho? ¡Yacen en las llanuras del Piamonte, de la Lombardía o del Cairo!

—No sucede así con la Vendée, que aún vive.

—Vive; pero ¿y sus jefes, Cathelineau, Lescure, D’Elbée, Bonchamp, Stofflet, Scharret?

—Ésos no son más que hombres; los hombres han muerto, es cierto; pero el principio vive, y a su alrededor combaten hoy d’Auticham, Suzannet, Grignon, Frotté, Chatillon, Cadoudal.

—Que tengan cuidado: si decido una campaña en la Vendée, no enviaré a Santerres, ni a Rossignols.

—¡La Convención envió a Kleber, y el Directorio a Hoche!…

—Yo no enviaré a nadie; iré yo.

—¡Vos!

—¿Y si os digo que tengo la Vendée en mi mano? ¿Que si quiero en tres meses estará pacificada?

El joven sacudió la cabeza.

—¿No me creéis?

—Tengo mis dudas.

—¿Y si os afirmo que lo que os digo es cierto; si os lo pruebo diciéndoos por qué medios, o más bien, por qué hombres llegaré a ello?

—Si un hombre como el general Bonaparte me afirma una cosa, la creeré; pero si lo que me afirma es la pacificación de la Vendée, le diré: ¡Tened cuidado! Más vale para vos la Vendée combatiendo, que la Vendée conspirando: la Vendée combatiendo, es la espada; la Vendée conspirando, es el puñal.

—¡Oh! conozco vuestro puñal, dijo Bonaparte, ¡helo aquí!

Y tomó de un cajón el puñal que había herido a sir John, y lo puso sobre una mesa al alcance de la mano de Morgan.

—Pero, añadió, está lejos del pecho de Bonaparte el puñal de un asesino; y si no ¡probad!

Y se adelantó hacia el joven fijando en él su mirada de fuego.

—No he venido aquí para asesinaros, dijo fríamente el joven; más tarde, si creo vuestra muerte indispensable al triunfo de mi causa, obraré lo mejor que pueda. ¿Tenéis alguna otra cosa que decirme, ciudadano primer cónsul? continuó el joven inclinándose.

—Sí; decid a Cadoudal que cuando quiera batirse contra enemigos, en lugar de batirse contra franceses, tengo en mi bufete un despacho de coronel firmado.

—Cadoudal manda, no un regimiento, sino un ejército; vos no habéis querido bajar de Bonaparte a Monck; ¿cómo queréis que él baje de general a coronel? ¿No tenéis otra cosa que decirme, ciudadano primer cónsul?

—Sí; ¿tenéis medio de llevar mi respuesta al conde de Provenza?

—¿Querréis decir al rey Luis XVIII?

—No sutilicemos sobre las palabras; al que me ha escrito.

—Su enviado está en el campo de Aubiers.

—Pues bien, cambio de parecer, le contestó; estos Borbones son tan ciegos, que interpretarían mal mi silencio.

Y Bonaparte, sentándose en su bufete, escribió con mucho cuidado la siguiente carta, cuidándose porque fuese legible.

«Caballero: He recibido vuestra carta; os agradezco la buena opinión que tenéis de mí. No debéis anhelar vuestra vuelta a Francia; os sería preciso marchar sobre cien mil cadáveres; sacrificad vuestro interés al reposo y la dicha de Francia, la historia os lo tomará en cuenta. De ningún modo soy insensible a las desgracias de vuestra familia, y sabré con placer que estáis rodeado de todo lo que puede contribuir a la tranquilidad de vuestro retiro.

»BONAPARTE».

Y plegando y sellando la carta, puso en el sobre: Al señor conde de Provenza; se la entregó a Morgan y, llamando a Roland, que apareció en el dintel del gabinete con una prontitud que probaba su presencia casi inmediata, le dijo:

—Coronel, conducid al señor a la calle, y hasta allí respondéis de él.

Roland se inclinó en señal de obediencia; dejó pasar al joven, que se retiró sin pronunciar una palabra, y salió detrás de él.

Pero antes de salir echó una mirada a Bonaparte.

Estaba de pie, inmóvil, con los brazos cruzados y la mirada fija en aquel puñal, que ocupaba su pensamiento, aunque no quería confesárselo a sí mismo.

Al atravesar el despacho de Roland el jefe de los compañeros de Jehú volvió a tomar su capa y sus pistolas.

Mientras se las pasaba a la cintura:

—¿Parece, le dijo Roland, que el ciudadano primer cónsul os ha enseñado el puñal que yo le di?

—Sí; respondió Morgan.

—¿Y lo habéis reconocido?

—Todos nuestros puñales se parecen.

—Pues bien, dijo Roland; señor Morgan, cuando lo arranqué del pecho de mi amigo, juré que habría en adelante entre sus asesinos y yo una guerra a muerte.

—Ése es un juramento que espero olvidaréis, señor de Montrevel.

—Lo mantendré en todas ocasiones, señor Morgan, y seríais muy amable si me proporcionaseis una, lo más pronto posible.

—¿De qué manera?

—Batiéndoos conmigo en el bosque de Boloña o en el de Vincennes.

—Accedería, respondió Morgan con un acento melancólico, del cual se le habría creído incapaz; pero sabed que todo iniciado ha hecho también un juramento al entrar en la compañía de Jehú: no exponer en ninguna querella particular una vida que no le pertenece sino a la causa.

—Sí; asesináis muy bien, pero no os batís.

—Os engañáis, nos batimos algunas veces.

—Sed bastante amable para señalarme una ocasión de estudiar ese fenómeno.

—Es muy sencillo; tratad, señor de Montrevel, de encontraros con cinco o seis hombres resueltos como vos, en alguna diligencia que lleve dinero del gobierno; defendedla de los que la ataquen, y la ocasión que buscáis habrá llegado; pero creedme, haced otra cosa; no os pongáis nunca en nuestro camino.

—¿Es esa una amenaza? dijo el joven levantando la cabeza.

—No, dijo Morgan con una voz dulce, casi suplicante; es una súplica.

—¿Y es particularmente dirigida a mí?

—A vos particularmente.

Y el jefe de los compañeros se detuvo en esta última palabra.

—¡Ah! dijo el joven, ¿tengo, pues, la dicha de interesaros?

—Como un hermano, respondió Morgan siempre con la misma voz dulce.

—Vamos, dijo Roland, decididamente esto es una apuesta.

En este momento Bourrienne entró.

—Roland, dijo, el primer cónsul os llama.

—Después de conducir al señor hasta la puerta de la calle, estaré con él.

—Daos prisa; ya sabéis que no le gusta esperar.

—Seguidme; dijo Roland a su misterioso compañero.

Y volviendo a tomar el mismo camino condujo a Morgan, no hasta la puerta que daba al jardín, pues estaba cerrada, sino hasta la de la calle. Tan pronto como llegaron:

—Caballero, dijo a Morgan, os he dado mi palabra y la he cumplido fielmente; pero, para que no haya malentendidos entre nosotros, decidme que esta palabra vale por hoy solamente.

—Así lo he entendido.

—¿De suerte que me la devolveréis?

—No lo quisiera; pero reconozco que sois libre para volverla a tomar.

—Era cuanto deseaba. Hasta la vista, señor Morgan.

—Permitidme que no tenga el mismo deseo, señor de Montrevel.

Los dos jóvenes se saludaron con profunda cortesía. Roland volvió a entrar en el Luxemburgo, y Morgan, siguiendo la línea de sombra proyectada por la pared, tomó una de las callejuelas que conducen a la plaza de San Sulpicio. Vamos a seguirle.