Capítulo IX

Cadoudal en las Tullerías

Tres días después de los acontecimientos que acabamos de referir, Bonaparte y Jorge Cadoudal paseaban juntos por el gran salón de las Tullerías.

Cadoudal, conmovido por las desgracias de la Bretaña, acababa de firmar la paz con Brune. Desgraciadamente, la orden relevando a los compañeros de Jehú de sus juramentos, había llegado tarde.

En esta paz, Jorge no había estipulado para él más que la libertad de retirarse adónde quisiera.

Al siguiente día recibía una carta del almirante inglés, fondeado en la bahía de Quiberon, donde le anunciaba que ponía a su disposición seiscientos mil francos para continuar la guerra. Esta noticia, llegada dos días antes, habría cambiado con toda probabilidad la faz de las cosas; pero era demasiado tarde.

Cadoudal respondió:

«Ayer firmé la paz; hoy no puedo recibir ningún dinero para hacer la guerra.

»Os pido, pues, por todo favor, que me transportéis a Inglaterra».

Pero Brune había insistido tanto que Cadoudal consintió en una entrevista con el primer cónsul. En consecuencia había partido para París.

La mañana misma de su llegada, se presentó en las Tullerías, dio su nombre y fue recibido. Fue Rapp quien, en ausencia de Roland, le introdujo.

Al retirarse había dejado las dos puertas abiertas a fin de verlo todo desde el gabinete de Bourrienne y de prestar socorro al primer cónsul, si fuese necesario. Pero Bonaparte, que advirtió la intención de Rapp, había ido a cerrar la puerta. Volviendo después vivamente hacia Cadoudal:

—¡Ah! sois vos al fin, le dijo; me alegro mucho de veros; un enemigo vuestro, mi ayudante de campo Roland de Montrevel, me ha hecho de vos los mayores elogios.

—No me sorprende, respondió Cadoudal; durante el corto espacio de tiempo en que he visto a Mr. de Montrevel he creído reconocer en él los sentimientos más caballerescos.

—Sí, ¿y eso os ha conmovido? respondió el primer cónsul. Después, fijando en él su mirada de halcón, le dijo:

—Escuchad, Jorge; necesito hombres enérgicos para concluir la obra que he emprendido. ¿Queréis ser de los míos? Os he hecho ofrecer el grado de coronel; pero veo que valéis mucho más: os ofrezco el grado de general de división.

—Os doy gracias, ciudadano primer cónsul, respondió Jorge; pero vos me despreciaríais si aceptase.

—¿Por qué? preguntó vivamente Bonaparte.

—Porque he prestado juramento a la casa de Borbón.

El primer cónsul se inclinó con gravedad.

—¿Seré siempre libre, continuó, para retirarme adonde me convenga?

Bonaparte fue a abrir la puerta.

—¡El ayudante de campo de servicio! pidió.

Aguardaba ver aparecer a Rapp. Vio aparecer a Roland.

—¡Ah!, ¿eres tú? Dijo.

Y volviéndose hacia Cadoudal:

—Coronel, no tengo necesidad de presentaros a mi ayudante de campo. Roland, di al coronel que está tan libre en París como tú lo estabas en su campo de Muzillac. Y que si necesita un pasaporte para cualquier país del mundo, sea el que fuere, Fouché tiene la orden de dárselo.

—Vuestra palabra me basta, ciudadano primer cónsul, respondió Cadoudal inclinándose; parto esta tarde.

—¿Y se puede saber adónde vais?

—A Londres, general.

Jorge saludó y se retiró.

—Y bien, general, preguntó Roland, ¿no es tal como os había dicho?

—Sí, respondió Bonaparte pensativo; sólo que interpreta mal el estado de las cosas; pero esos principios exagerados tienen su origen en unos nobles sentimientos que deben de darle la mayor influencia entre los suyos.

Y añadió en voz baja:

—Por lo tanto, será preciso acabar.

Luego dirigiéndose a Roland:

—¿Y tú? le preguntó.

—Yo he terminado.

—¡Ah!, ¡ah! ¿De modo que los Compañeros de Jehú…?

—Han dejado de existir, general; las tres cuartas partes están muertos, y el resto prisioneros.

—¿Y tú sano y salvo?

—No me habléis de eso, general; empiezo a creer que he hecho un pacto con el diablo.

La misma noche, conforme había dicho al primer cónsul, Cadoudal partió hacia Inglaterra.

A la noticia de que éste había llegado a Londres, Luis XVIII le escribió:

«He sabido con la más viva satisfacción, general, que habéis por fin escapado de las manos del tirano, que os ha desconocido hasta el punto de proponeros que le sirvieseis; he llorado ante las dolorosas circunstancias que os han obligado a tratar con él, pero jamás he albergado la más ligera inquietud: el corazón de mis fieles bretones y el vuestro en particular me son demasiado bien conocidos. Hoy estáis libre y cerca de vuestro hermano; todas mis esperanzas renacen: no tengo necesidad de decir más a un francés tal que vos».

A aquella carta iban unidos el despacho de teniente general y el gran cordón de San Luis.