Capítulo VIII

Donde se ven realizados los presentimientos de Morgan

Nada más tranquilo, nada más quieto por lo común que las horas que preceden a una agitada borrasca. El día fue hermoso y sereno; fue uno de aquellos bellos días de febrero en que, a pesar del frío intenso de la atmósfera, a pesar del blanco sudario que cubre la tierra, el sol sonríe a los hombres, prometiéndoles la primavera.

Sir John fue este día a hacer a Amelia su visita de despedida. Sir John tenía o creía tener la palabra de Amelia; esta palabra le bastaba: su impaciencia era personal; pero Amelia, acogiendo su galanteo, aunque hubiese postergado el momento de su unión a un vago porvenir, había colmado todas sus esperanzas. Contaba por lo demás con el deseo del primer cónsul y la amistad de Roland.

Volvía pues a París para hacer la corte a Mme. de Montrevel, no pudiendo quedarse para hacérsela a Amelia. Un cuarto de hora después de la salida de sir John del castillo de Fuentes Negras, tomaba Carlota a su vez el camino de Bourg. Hacia las cuatro volvía a referir a Amelia cómo había visto con sus propios ojos que sir John subía en un carruaje a la puerta de la Posada de Francia y partía camino de Macón.

Podía pues Amelia quedar perfectamente tranquila en este particular. Entonces respiró. Había intentado inspirar a Morgan una tranquilidad de la que ella misma carecía; desde el día en que Carlota le reveló la presencia de Roland en Bourg, había presentido como Morgan que se acercaban a un desenlace terrible.

Conocía todos los pormenores de los sucesos que tuvieron lugar en la Cartuja de Seillon; veía la lucha empeñada entre su hermano y su amante, y tranquila sobre la suerte del primero, gracias a la recomendación dada por el jefe de los compañeros de Jehú, temblaba por la vida de su amante. Además, sabía de la detención del correo de Chambery, la muerte del jefe de brigada de cazadores de Macón; sabía que su hermano estaba sano y salvo, pero que había desaparecido, y no había recibido ninguna carta suya.

Esta desaparición y este silencio para ella, que conocía a Roland, era algo más que una guerra abierta y declarada. A Morgan no había vuelto a verle desde la escena que hemos referido y en la cual había tomado el empeño de hacerle llegar armas allá donde se encontrase, si algún día era condenado a muerte.

Esperando con impaciencia la entrevista solicitada por su amante.

Así fue que en cuanto le pareció que Miguel y su hijo estaban acostados, encendió en las cuatro ventanas las bujías que debían servir de señal a Morgan. Después, como éste le había recomendado, se envolvió en una cachemira que había traído su hermano del campo de batalla de las Pirámides, y que él mismo había desenrollado de la cabeza de un bey al que había muerto; se echó sobre la cachemira una manta de pieles, dejó a Carlota para darle aviso de lo que podía suceder, y esperando que nada sucedería abrió la puerta del parque y se dirigió hacia la ribera.

Durante el día, había ido dos o tres veces hasta el Reissousse, y había vuelto para trazar una senda en la que no fuesen reconocidos sus pasos nocturnos. Bajó pues, si no tranquila, al menos atrevida, la pendiente que conducía hasta al Reissousse.

Al llegar a la orilla del río buscó con la vista la barca.

Un hombre la esperaba: era Morgan. Amelia se lanzó a la barca y él la recibió en sus brazos.

Lo primero que notó la joven fue el brillo gozoso que iluminaba el rostro de su amante.

—¡Oh! tú tienes algo bueno que anunciarme, exclamó ella.

—¿Y por qué, mi querida amiga? preguntó Morgan con la más dulce sonrisa.

—Hay en tu expresión, mi adorado Carlos, algo más que el placer de volverme a ver.

—Tienes razón, dijo Morgan amarrando la cadena de la barquilla al tronco de un sauce y dejando que los remos batiesen los costados del bote.

Después, tomando Amelia entre sus brazos:

—Tienes razón, Amelia mía, le dijo, y mis presentimientos me engañaban. ¡Oh, cuán débiles y ciegos somos! En el momento en que el hombre va a tocar con la mano la felicidad, es cuando desespera y duda.

—¡Oh, habla, habla! dijo Amelia; ¿qué ha sucedido?

—¿Te acuerdas, Amelia, lo que me respondiste en nuestra última entrevista, cuando te hablé de huir, y de que yo temía tus reservas?

—Sí, me acuerdo; te respondí que era tuya, y que si tenía reservas las vencería.

—Y yo te respondí que tenía compromisos que me impedían huir; que del mismo modo que ellos estaban unidos a mí, yo lo estaba a ellos; que había un hombre de quien dependíamos y a quien debíamos una obediencia absoluta, y que este hombre era el futuro rey de Francia, Luis XVIII.

—Sí, todo eso ya me lo dijiste.

—Pues bien; estamos relevados de nuestro juramento por nuestro general Jorge Cadoudal y por Luis XVIII.

—¡Oh, amigo mío! ¡Entonces vas a ser un hombre como los demás, superior a los demás!

—Yo paso a ser un simple proscrito, Amelia. Para nosotros no hay que esperar la amnistía vendeana o bretona.

—¿Y por qué?

—Porque no somos soldados, ni aun rebeldes, somos los compañeros de Jehú.

Amelia lanzó un suspiro.

—Nosotros somos unos bandidos, unos salteadores, unos desvalijadores de sillas de posta, apoyó Morgan con una intención visible.

—¡Silencio! dijo Amelia cubriendo con la mano la boca de su amante, ¡silencio! No hablemos de eso; dime ¿cómo vuestro rey os releva del compromiso que habíais contraído con él y cómo os despide vuestro general?

—El primer cónsul ha querido ver a Cadoudal. Por supuesto, le ha enviado a tu hermano para hacerle proposiciones; Cadoudal rehusó entrar en arreglos; pero igual que nosotros, Cadoudal ha recibido orden de Luis XVIII para que cesen las hostilidades. Coincidiendo con esta orden, vino un nuevo mensaje del primer cónsul; este mensaje era un salvoconducto para él, una invitación para ir a París, un tratado, en fin, de potencia a potencia. Cadoudal aceptó; a estas horas debe de estar ya camino de París, si no ha llegado ya. Hay pues, sino paz, al menos tregua.

—¿Y por parte del rey Luis XVIII?

—Hay más todavía; hay, como con Cadoudal, orden de cesar las hostilidades.

—¡Oh, qué dicha, Carlos mío!

—No te alegres demasiado, amor mío.

—¿Por qué dices eso?

—Porque ¿sabes para qué ha venido esta orden?

—No.

—Pues resulta que el tal Mr. Fouché, que es un hombre muy astuto, ha comprendido que, no pudiendo vencernos, era preciso deshonrarnos. Ha organizado unos falsos compañeros de Jehú, a los que ha soltado en Maine y Anjou y que no se contentan con robar el dinero del gobierno, sino que además pillan y saquean a los viajeros, entrando por la noche en los castillos y en las casas de campo, poniendo los pies de los propietarios de estas casas de campo y castillos sobre carbones ardientes y arrancándoles, mediante tortura, dónde tienen escondido el dinero. Pues bien: esos hombres, esos miserables, esos bandidos, esos asesinos, adoptan el mismo nombre que nosotros y pretenden combatir por el mismo principio, de manera que la política de Mr. Fouché nos pone, no sólo fuera de la ley, sino que además nos deja deshonrados.

—¡Oh!

—He aquí, Amelia mía, lo que tenía que decirte antes de proponerte huir por segunda vez. A los ojos de Francia, a los ojos del extranjero, a los ojos del principio mismo al cual hemos servido y por el cual hemos corrido el riesgo de subir al cadalso, seremos de hoy en adelante, o somos ya probablemente, unos miserables dignos del patíbulo.

—Sí, pero para mí, mi adorado Carlos, tú eres el hombre consagrado a tus principios, el hombre de convicción, el realista obstinado, que continuó combatiendo cuando todo el mundo dejó las armas: para mí tú eres el leal barón de Sainte-Hermine; para mí, en fin, eres el valiente, el noble y el invencible Morgan.

—¡Ah! Eso es todo lo que yo quería saber, querida mía; tú no vacilarás pues ni por un solo momento, a pesar de la nube infame que tratan de hacer pasar entre nosotros y el honor; ¿tú no vacilarás pues, no diré en entregarte a mí, puesto que ya lo has hecho, sino en ser mi esposa?

—¿Qué es lo que dices? Ni un instante, ni un segundo; ¡sería la mayor alegría de mi alma, el placer de mi vida! ¡Tu esposa! Lo soy delante de Dios; Dios colmará todos mis deseos el día que me permita que lo sea delante los hombres.

Morgan cayó de rodillas.

—Pues bien, dijo, a tus pies, Amelia, con las manos juntas, con la voz más suplicante de mi corazón, vengo a decirte: ¿quieres huir?, ¿quieres abandonar Francia? ¿Amelia, quieres ser mi esposa?

Amelia se llevó las dos manos a la frente, como si la violencia de la sangre que afluía a su cerebro fuera a hacerle estallar.

Morgan, cogiéndole las manos y mirándola con inquietud, le preguntó con voz sorda:

—¿Vacilas?

—¡No!, ¡oh!, ¡no!, ¡ni un segundo! exclamó Amelia; te pertenezco en el pasado y en el porvenir, en todo y por todo. Sólo que el golpe es tanto más violento cuanto que es inesperado.

—Medítalo bien, Amelia; lo que te propongo es el abandono de la patria y de la familia, es decir, de todo lo que te es caro, de todo lo que te es sagrado; siguiéndome, abandonas el castillo donde naciste, a la madre que te dio a luz y alimentó, al hermano que te ama y que cuando sepa que eres la esposa de un salteador, te aborrecerá tal vez, te despreciará ciertamente.

Y, mientras hablaba así, Morgan escrutaba con ansiedad el rostro de Amelia. Éste se iluminó gradualmente con una dulce sonrisa y, como si descendiese del cielo sobre la tierra, inclinándose sobre el joven, que permanecía de rodillas:

—¡Carlos! dijo con una voz dulce como el murmullo del río que corría bajo sus pies, soy tuya; ¿cuándo partimos?

—Amelia, nuestros destinos no son de aquellos con los que se transige o discute; si nos vamos, si me sigues, ha de ser en este mismo instante. Mañana es preciso que estemos al otro lado de la frontera.

—¿Y los medios para la fuga?

—Tengo en Montagnat dos caballos ensillados, uno para ti, Amelia, y otro para mí; tengo letras de banco sobre Londres o Viena por valor de doscientos mil francos. Adonde quieras ir, allí iremos.

—Donde estés tú, Carlos, allí estaré yo; ¿qué me importa la ciudad?

—Entonces ven.

—¿Cinco minutos, Carlos, es mucho?

—¿Adónde vas?

—Tengo que llevarme tus cartas, Carlos; tengo algunos recuerdos queridos, recuerdos de la infancia, que serán todo lo que me quede de mi familia de Francia.

—Preferiría no dejarte.

—¡Oh! ven; ¿qué importa ahora que vean tus pasos?

El joven saltó de la barca, dio la mano a Amelia y ambos tomaron el camino de la casa. En la escalinata Carlos se paró.

—Ve, Amelia mía, la religión de los recuerdos tiene su pudor, y como lo comprendo, lo respeto; te espero aquí, pero vuelve pronto: desde aquí te aguardo; desde el momento en que no tengo que hacer más que tender la mano para alcanzarte, estoy bien seguro de que no te me escaparás: ve, Amelia, mía, pero vuelve pronto.

Amelia subió la escalera, entró en su cuarto, cogió un cofrecito de roble esculpido donde tenía las cartas de Carlos, desde la primera hasta la última; cogió del espejo de la chimenea el blanco y virginal rosario que estaba allí colgado, se puso en la cintura un reloj que su padre le dio de niña, pasó después al aposento de su madre, se inclinó sobre la cabecera de su cama, besó la almohada que la cabeza de Mme. de Montrevel había tocado, y arrodillándose delante de un Cristo, colocado a la cabecera de su cama, empezó una oración.

De repente se detuvo.

Oyó su nombre pronunciado con un acento de angustia, se estremeció y bajó rápidamente.

Carlos estaba todavía en el mismo sitio; pero inclinado hacia adelante, parecía escuchar un ruido lejano.

—¿Qué hay? preguntó Amelia, cogiendo la mano del joven.

—Escucha, escucha, dijo Morgan.

Amelia prestó el oído y le pareció oír detonaciones sucesivas, que venían del lado de Ceyzériat.

—¡Oh! mis amigos son atacados, gritó Morgan; Amelia ¡adiós!, ¡adiós!

—¡Cómo! exclamó Amelia palideciendo, ¿me abandonas?

El ruido de la fusilería se hacía más distinto.

—¿No oyes? Se baten, y ¡yo no estoy allí para batirme con ellos!

Hija y hermana de un soldado, Amelia comprendió y no trató de retenerle.

—Ve, dijo, dejando caer sus brazos; tenías razón, estamos perdidos.

Morgan lanzó un grito de rabia, apretó a la joven convulsivamente contra su pecho, y desapareció en la dirección del fuego de fusilería, con la rapidez del gamo perseguido por los cazadores.

—¡Aquí estoy, amigos, gritó, aquí estoy!

Y desapareció como una sombra bajo los grandes árboles del parque.

Amelia cayó de rodillas con los brazos extendidos hacia él pero sin fuerzas para llamarle, o si le llamó, fue con voz tan débil que Morgan no le respondió ni detuvo su carrera para responderle.

Ya se adivina lo que había pasado. Roland no había perdido su tiempo con el capitán de gendarmería y el coronel de dragones. Éstos, por su parte, tampoco habían olvidado que debían tomar una revancha. Roland había descubierto al capitán de gendarmería el paso subterráneo que comunicaba la iglesia de Bourg con la gruta de Ceyzériat.

A las nueve de la noche el capitán y los dieciocho hombres que tenía a sus órdenes debían entrar en la iglesia, bajar por la bóveda de los duques de Saboya y cerrar con sus bayonetas la comunicación de las canteras con el subterráneo. Roland, al frente de veinte dragones, debía cercar el bosque, batirlo estrechando el semicírculo, a fin de que las dos alas de este semicírculo fuesen a tocar con la gruta de Ceyzériat. A las nueve debía hacerse por esta parte el primer movimiento en combinación con el del capitán de gendarmería.

Ya se ha visto, por las palabras intercambiadas entre Amelia y Morgan, cuáles eran durante este tiempo las disposiciones de los compañeros de Jehú; las noticias llegadas a la vez de Milán y de Bretaña los habían eximido de sus obligaciones: cada cual conocía que se hallaba libre y, comprendiendo que se hacía una guerra desesperada, estaban contentos con su libertad.

Había pues reunión completa en la gruta de Ceyzériat. Aquello era casi una fiesta; a medianoche todos debían separarse, y cada uno, según la facilidad con que pudiese contar para atravesar la frontera, debía ponerse en camino para salir de Francia.

Ya hemos visto en qué ocupaba su jefe los últimos momentos. Los otros, que no tenían iguales relaciones amorosas, se habían reunido en la encrucijada, espléndidamente iluminada, donde celebraban su libertad con una comida de despedida, porque una vez fuera de Francia, pacificadas la Vendée y Bretaña y destruido el ejército de Condé, ¿dónde volverían a encontrarse en una tierra extranjera? ¡Dios lo sabe!

De repente se oyó un disparo de fusil.

Como por una descarga eléctrica, todos se levantaron. Un segundo fusilazo se dejó oír; y luego, temblando como las alas de un pájaro fúnebre, resonaron en las profundidades de la cantera estas palabras:

—¡A las armas!…

Para los compañeros de Jehú, sometidos a todas las vicisitudes de una vida de bandidos, el descanso momentáneo no implicaba jamás la paz. Los puñales, pistolas y carabinas estaban siempre al alcance de la mano.

A ese grito, dado probablemente por el centinela, todos cogieron sus armas y permanecieron con el cuello estirado, el pecho jadeante y los oídos alerta.

En medio del silencio se oyó el ruido de un paso tan rápido como podía permitirlo la oscuridad. Después, por entre los rayos de luz despedida por las antorchas y bujías, un hombre apareció.

—¡A las armas, gritó; nos atacan!

Era el centinela que acudía con su fusil todavía humeante en la mano.

—¿Dónde está Morgan? gritaron veinte voces.

—Ausente, respondió Lepretre. Apagad las luces y batíos en retirada hacia la iglesia; un combate es inútil al presente.

Todos obedecieron y se estrecharon en la oscuridad.

Lepretre, seguido de sus Compañeros, se metió en las profundidades de la cantera.

De repente oyó, como a cincuenta pasos delante de él, un mandato pronunciado en voz baja, y a su vez murmuró la palabra:

—¡Alto!

En el mismo instante se oyó distintamente la voz de:

—¡Fuego!

No bien se oyó la voz cuando una detonación terrible iluminó el subterráneo y reconocieron a los gendarmes.

—¡Fuego! gritó Lepretre.

Siete u ocho tiros retumbaron.

Dos compañeros de Jehú yacían en el suelo mortalmente heridos.

—La retirada está cortada, amigos míos, dijo Lepretre, ¡por el lado de la selva!

El movimiento se hizo con la regularidad de una maniobra militar. Lepretre se volvió a encontrar al frente de sus Compañeros y dio media vuelta.

Los gendarmes hicieron fuego por segunda vez.

Nadie les respondió; los que habían hecho fuego volvieron a cargar, los que no, se mantenían dispuestos para la verdadera lucha, que debía tener lugar a la entrada de la gruta. Apenas uno o dos suspiros revelaron que no era sin resultado.

Al cabo de cinco minutos Lepretre se detuvo a la altura de la encrucijada.

—¿Están cargados todos los fusiles y pistolas? preguntó.

—Todos, respondieron una docena de voces.

—Acordaos de la palabra de orden para los que caigan en poder de la justicia. Pertenecemos a las bandas de Mr. de Teyssonnet y hemos venido a reclutar hombres para la causa realista. En uno o en otro caso, es la muerte; pero la muerte del soldado en lugar de la de los ladrones.

—Convenido, respondieron todos.

—El fusilamiento en lugar de la guillotina.

—Y el fusilamiento, dijo una voz burlona, ya sabemos lo que es. ¡Viva el fusilamiento!

—¡Adelante, amigos! dijo Lepretre, y vendamos caras nuestras vidas.

—¡Adelante! repitieron los Compañeros.

Y tan rápidamente como era posible hacerlo en las tinieblas, la pequeña fuerza se puso en marcha conducida siempre por Lepretre.

A medida que avanzaban, Lepretre respiraba un olor de humo que le inquietaba.

Al mismo tiempo se reflejaban ciertas luces sobre las paredes de los muros y en los ángulos de los pilares, que indicaban que algo extraordinario pasaba hacia la entrada de la gruta.

—Creo que esos villanos nos humean como a zorros, dijo.

—Mucho me lo temo, respondió Guyon.

—¡Oh! pronto verán por nuestras garras que somos leones, contestó Lepretre.

El humo se hacía más y más espeso, la luz más y más viva. Llegaron al último de los ángulos. Habían encendido un montón de leña seca en el interior de la cantera a unos cincuenta pasos de su boca, no para humear, sino para iluminar.

A la luz esparcida por el fuego, vieron relucir las armas de los dragones a la entrada de la gruta, y a diez pasos delante de ellos, un oficial aguardaba, apoyado sobre su carabina, no solamente expuesto a todos los golpes, sino pareciendo provocarlos. Era Roland.

Era fácil reconocerle; había arrojado lejos de sí su sombrero, su cabeza estaba descubierta y el reverbero de la llama jugueteaba sobre su rostro. Pero lo que habría debido perderle le salvaba.

Lepretre le reconoció y dio un paso atrás.

—Roland de Montrevel, dijo, acordaos de la recomendación de Morgan.

—Está bien; respondieron los Compañeros con voz sorda.

—Ahora, gritó Lepretre, muramos, pero matemos.

Se lanzó el primero en el espacio; descargó su fusil de dos disparos, y los dragones respondieron por una descarga general.

Sería imposible referir lo que pasó.

Las dos tropas se atacaron cuerpo a cuerpo.

Los gendarmes acudieron, pero les fue imposible hacer fuego; tan confundidos estaban amigos y enemigos.

Se veían en medio de aquella atmósfera roja y humeante, grupos confusos luchando.

Se oían alaridos de rabia y gritos de agonía.

El que sobrevivía, buscaba un nuevo adversario y empezaba una nueva lucha.

Esta matanza duró veinte minutos.

Se podían contar veintidós cadáveres en la gruta de Ceyzériat.

Trece pertenecían a los dragones y gendarmes, los otros nueve a los compañeros de Jehú.

Cinco de estos últimos sobrevivían: sometidos por la inferioridad de fuerzas, acribillados de heridas, habían sido apresados vivos.

Los gendarmes y dragones, que sumaban veinticinco efectivos, les rodearon.

El capitán de gendarmes y el coronel de dragones salieron gravemente heridos.

Sólo Roland, cubierto de sangre, pero de sangre que no era suya, no había recibido ningún arañazo.

Dos de los prisioneros estaban tan gravemente heridos, que fue preciso transportarlos en camillas.

Encendieron hachones y tomaron el camino de la ciudad.

En el momento en que pasaban de la selva al camino real, se oyó el galope de un caballo, que se acercaba rápidamente.

—Continuad vuestro camino, dijo Roland. Yo me quedo atrás para saber qué es.

—¿Quién vive? gritó, cuando el jinete estuvo a veinte pasos de él.

Y preparó su carabina.

—Un prisionero más, Mr. de Montrevel, respondió el jinete; no he podido acudir al combate; quiero al menos acudir al cadalso. ¿Dónde están mis amigos?

—Ahí, caballero, respondió Roland, que había reconocido la voz del joven.

E indicó con la mano el grupo, que, formando el centro de la tropa, se dirigía a Bourg.

—Veo con alegría, Mr. de Montrevel, que nada os ha sucedido, dijo el joven con una perfecta cortesía.

Y espoleando a su caballo, se entregó a los dragones y gendarmes.

—Perdonad, señores, dijo, echando pie a tierra, reclamo un lugar entre mis tres amigos, el vizconde de Jayat, el conde de Valensolle y el marqués de Ribier.

Los tres prisioneros arrojaron un grito de admiración y le tendieron sus manos.

Los dos heridos se levantaron sobre sus camillas y murmuraron:

—¡Bien, Sainte-Hermine… bien!

—Creo, ¡Dios me perdone! exclamó Roland, que la parte más bella de este asunto quedará hasta el final del lado de estos bandidos.