Una inspiración
Hemos visto que, en la persecución emprendida la noche precedente, Roland habría podido hacer arrestar a uno o dos de aquellos en cuyo alcance iba. Lo propio podía hacer con el señor de Valensolle, que probablemente hacía en aquel momento lo mismo que Roland, es decir, tomar un día de descanso tras una noche de fatiga.
Roland no tenía más que escribir unas letras al capitán de gendarmes o al jefe de brigada de dragones que le había acompañado en la expedición de Seillon; su honor estaba empeñado en el asunto. Si sitiaban al señor de Valensolle en su cama, lo que se podía conseguir con apenas dos pistoletazos, es decir, dos hombres muertos o heridos, el señor de Valensolle estaba preso.
Pero el arresto del señor de Valensolle daría la señal de alerta al resto de la cuadrilla, que se pondría a resguardo al instante cruzando la frontera.
Pero había que mantenerse a la expectativa y, a riesgo de un verdadero combate, echar la red sobre toda la compañía.
Para eso no era preciso arrestar al señor de Valensolle, sino continuar siguiéndolo en su pretendido viaje a Génova, que no era, probablemente, más que una argucia para entorpecer las investigaciones.
Dio sus instrucciones a Miguel y Santiago y permaneció oculto en el pabellón.
Lo más probable era que el señor de Valensolle no emprendiese su viaje hasta cerrada la noche.
Roland se informó sobre la vida que llevaba su hermana desde la partida de su madre. Desde aquel día no había dejado ni una sola vez el castillo de Fuentes Negras; sus costumbres eran las mismas, menos las salidas ordinarias con la señora de Montrevel.
Se levantaba a las siete o a las ocho de la mañana, dibujaba o se sentaba al piano hasta la hora del desayuno; después cogía un libro o se ocupaba en alguna labor de bordado; si hacía buen tiempo, aprovechaba un rayo de sol para bajar hasta el río con Carlota; a veces llamaba a Miguel, hacía desatar la barquilla, y bien envuelta en su forro de pieles costeaba el Reissousse hasta Montagnat o seguía la corriente hasta Saint-Just; después volvía a casa sin haber hablado palabra con nadie; comía y en seguida subía con Carlota a su aposento, y ya no se la veía más.
A las seis y media podían pues desaparecer Miguel y Santiago sin que nadie en el mundo se molestase en preguntar qué había sido de ellos.
A las seis, Miguel y Santiago cogieron sus fusiles y partieron.
Habían recibido las instrucciones necesarias.
Seguir al caballo, que marchaba a paso descompasado, hasta saber adónde llevaba a su jinete, o hasta que se perdiesen sus huellas.
Miguel debía emboscarse frente a la posada; Santiago en el camino de Bourg a Génova.
Era evidente que, a menos de volver atrás, lo que no era probable, el señor de Valensolle tomaría uno de estos tres caminos. El padre partió por un lado, el hijo por otro. Miguel bordeó hacia la ciudad el camino de Pont-d’Ain, pasando por delante la iglesia de Bourg. Santiago atravesó el Reissousse, siguió por la orilla derecha del riachuelo, y a unos cien pasos más allá del arrabal se encontró en el ángulo agudo que formaban los tres caminos que iban a dar a la ciudad.
En aquel momento, es decir, a las siete de la noche, un carruaje de posta se paraba delante de la verja, interrumpiendo la soledad y el silencio acostumbrado en el castillo de Fuentes Negras. Un criado con librea tiró de la cadena de hierro de la campanilla, y llamó; Miguel, que era quien debía abrir, no podía hacerlo, porque se hallaba donde sabemos.
Amelia y Carlota contaban probablemente con él, porque la campanilla sonó tres veces sin que nadie fuese a abrir.
Al final, la doncella apareció en lo alto de la escalera y llamó a Miguel.
Miguel no respondió.
Bajó y, protegida por la verja, reconoció al que llamaba.
—¡Ah! ¿Sois vos, señor James?
James era el criado de confianza de sir John.
—Sí, sí, señorita Carlota, soy yo, o mejor dicho, milord.
En aquel momento se abrió la portezuela y se oyó la voz de sir John que decía:
—Carlota, decid a la señorita Amelia que llego de París para que me conceda el permiso de presentarme mañana, si quiere hacerme este obsequio; en este caso, preguntadle a qué hora podré ser menos indiscreto.
La señorita Carlota, que prestaba mucha atención a milord, corrió a dar el recado.
Cinco minutos más tarde, milord supo que sería recibido a la una del día siguiente.
Roland ya sabía a qué venía milord; tal como había deseado, estaba ya decidido el matrimonio, y sir John iba a ser su cuñado.
Por un momento dudó si darse a conocer y ponerle al corriente de sus proyectos, pero resolvió que lord Tanley no era hombre que le dejase obrar por sí solo. Tenía que tomar su represalia de los compañeros de Jehú y querría acompañarle en la expedición, cualquiera que fuese. Ésta no podía menos de ser peligrosa y podría sucederle al inglés alguna desgracia.
La inmunidad de Roland, que él mismo advertía, no se extendía a sus amigos; sir John, gravemente herido, se había repuesto con mucho trabajo; el jefe de brigada de cazadores quedó tendido muerto de un disparo.
Le dejó, pues, alejarse sin dar señales de vida.
Carlota no pareció extrañarse de que Miguel no se encontrara en casa para abrir, porque ya estaba acostumbrada a sus ausencias, que no preocupaban ni a la doncella ni a la señora.
Roland, por otra parte, tampoco se sorprendió por esta especie de descuido: Amelia, débil a causa de su dolor moral, desconocido para Roland, quien además atribuía a simples crisis nerviosas las variaciones de carácter de su hermana, se habría mostrado noble y fuerte ante un peligro real. De ahí seguramente procedía el poco temor de las dos jóvenes a quedarse solas en un castillo aislado, y sin más guardias que dos hombres que se pasaban las noches de caza.
Ya sabemos cómo Miguel y su hijo, estando fuera, le resultaban más útiles a Amelia que estando dentro; su ausencia dejaba el camino libre a Morgan, que era cuanto ella deseaba.
La tarde y una parte de la noche pasaron sin que Roland tuviese noticia alguna.
La luz del día empezaba a penetrar a través de las ventanas, cuando Miguel y Santiago volvieron de su expedición.
He aquí lo que había pasado:
Cada uno de ellos había acudido a su puesto. Miguel a la puerta del mesón, Santiago a la pata de ganso. A veinte pasos del mesón, Miguel había encontrado a Pedro; en tres palabras se había asegurado de que el señor de Valensolle permanecía aún en el mesón. Había dicho que, como tenía que emprender un camino muy largo, dejaría descansar a su caballo y partiría por la noche.
A Pedro no le quedaba ninguna duda de que el viajero se dirigía a Génova, tal como él mismo había dicho. Miguel le ofreció a Pedro un vaso de vino; si fallaba la operación de la noche, le quedaba la de la mañana. Pedro aceptó. Desde ese momento Miguel estaba bien seguro de estar prevenido. Pedro era mozo de cuadra; no se podía hacer nada en el departamento del que se encargaba sin que él recibiera aviso. Este aviso prometió dárselo un pillete parado a la puerta del mesón, a quien Miguel, como recompensa, daría tres cargas de pólvora para hacer cohetes.
A medianoche el viajero no había partido todavía; habían vaciado cuatro botellas de vino, pero Miguel supo entenderse; de estas cuatro botellas había encontrado la forma de verter tres en el vaso de Pedro, donde, bien entendido, no se habían quedado. A medianoche Pedro volvió a entrar para informarse; pero entonces ¿qué iba a hacer Miguel? La taberna iba a cerrar, y Miguel tenía aún que esperar cuatro horas hasta que amaneciese. Pedro ofreció a Miguel una cama de paja en la cuadra; tendría calor y se acostaría muy bien. Miguel aceptó.
Los dos amigos entraron por la puerta grande asidos del brazo; Pedro bamboleaba, Miguel aparentaba hacer lo propio. A las tres de la madrugada el mozo de la posada llamó a Pedro. El viajero quería partir.
Miguel se dijo que era ya la hora del acecho y se levantó. No necesitaba demasiado tiempo para componerse: se trataba de sacudir la paja que se le pudiese haber pegado a la blusa o los cabellos, tras lo cual Miguel se despidió de su amigo Pedro y fue a emboscarse en la esquina de una calle.
Un cuarto de hora después abrieron la puerta y salió de la posada un caballero cuyo caballo marchaba a paso descompasado; era el propio señor de Valensolle. Tomaba las calles que conducían al camino de Génova. Miguel le iba siguiendo sin afectación, silbando una canción de caza.
Sin embargo, Miguel no podía correr si no quería que sospechara, por lo que muy pronto perdió de vista al señor de Valensolle.
Quedaba Santiago, que debía esperarle en la pata de ganso. Pero llevaba allí más de seis horas, en una noche de invierno, con un frío de cinco o seis grados bajo cero. Santiago había tenido valor de permanecer seis horas con los pies en la nieve, batiendo la suela contra los árboles del camino.
Miguel corrió a escape por calles y callejuelas, acortando el camino; pero el caballo y el caballero, por mucha prisa que él se diese, fueron más rápidos que él. La nieve pisada durante todo el día anterior, que era domingo, no permitía seguir las huellas del caballo, perdidas en el barro del camino, por lo que Miguel no se cuidó de ellas; habría sido inútil y tiempo perdido. Se preocupó antes, pues, de averiguar qué había hecho Santiago. Nada más fácil.
Santiago se había estacionado al pie de un árbol; ¿cuánto tiempo? Era difícil decirlo, pero bastante en todo caso para tener frío; la nieve estaba aplastada por sus gruesos zapatos de caza. Había intentado calentarse andando arriba y abajo; pero de repente se había acordado sin duda de que al otro lado del camino había una de aquellas pequeñas chozas de barro en que los caminantes suelen buscar abrigo contra la lluvia.
Había bajado al foso, había atravesado el camino; se podían seguir a cada lado las pisadas, por un instante perdidas en medio de la carretera. Formaban una diagonal en dirección a la choza. Era evidente que había Santiago pasado la noche en ella.
¿Pero cuánto tiempo hacía que había salido de allí? ¿Y por qué había salido? El tiempo que haría que salió de ella era cosa difícil de apreciar, mientras que, por el contrario, el picador más torpe habría reconocido el motivo por el que había salido. Había salido para seguir a Mr. de Valensolle. Los mismos pasos que habían ido a parar a la choza salían de ella y se alejaban en dirección a Ceyzériat. El caballero había pues tomado realmente el camino de Génova. Los pasos de Santiago lo decían claramente. Se habían prolongado como si hubiera empezado a correr, y seguían por fuera de la zanja, junto a los campos, una línea de árboles que podía ocultarle a la vista del viajero. Frente a una de esas posadas lóbregas, en cuya puerta se lee: Aquí se da de beber y comer, y se aloja a pie y a caballo, las huellas se detenían.
Era evidente que el viajero había hecho alto en aquel mesón, porque, a veinte pasos del mismo, Santiago se había detenido también detrás de un árbol. No obstante al cabo de muy poco, probablemente cuando la puerta se hubo cerrado tras el caballo y el caballero, Santiago dejó su árbol, atravesó el camino con precaución y a pequeños pasos y se dirigió, no hacia la puerta, sino hacia la ventana.
Miguel fue metiendo sus pies dentro las huellas de su hijo, y llegó a la ventana; a través del postigo mal cerrado se podía ver todo lo que pasaba en el interior, mientras hubiera luz; pero entonces estaba oscuro y no se veía nada. Para mirar hacia adentro, Santiago se había acercado a la ventana; al parecer el interior se iluminó por un instante, por lo que pudo ver lo que quería.
¿Adónde había ido al alejarse de la ventana? Era fácil de ver. Había dado la vuelta a la casa siguiendo el muro. No era difícil seguirlo en esta excursión porque la nieve era virgen. En cuanto al objeto que le llevó al dar la vuelta a la casa, tampoco costaba adivinarlo. Santiago, como muchacho de talento, había pensado que el caballero no partiría a las tres de la madrugada diciendo que iba a Génova para detenerse a un cuarto de legua de la población en semejante posada. Habría salido por alguna puerta trasera.
Bordeó, pues, la pared, en la esperanza de volver a encontrar huellas del viajero; y en efecto, a partir de una pequeña puerta, próxima a la selva que se extiende de Cotrez a Ceyzériat, se podían seguir las pisadas de un caballo en la dirección del bosque.
Estas huellas eran las de un hombre elegantemente calzado, un caballero. Sus espuelas habían dejado una señal en la nieve. Santiago no había vacilado y había seguido los pasos. Se apreciaba la marca de su grueso zapato cerca del de la fina bota, y el ancho pie del aldeano cerca del elegante del ciudadano. Eran las cinco y apuntaba el día; Miguel resolvió no ir más allá.
Desde el momento en que Santiago estaba sobre la pista, el joven cazador valía tanto como el viejo. Miguel dio un gran rodeo por la llanura, como si viniese de Ceyzériat, y resolvió entrar en el mesón y esperar a Santiago, que comprendería que su padre le había seguido. Dirigiéndose a la casa aislada, Miguel golpeó en la contraventana y se hizo abrir. Conocía al mesonero, acostumbrado a verle en sus ejercicios nocturnos; le pidió una botella de vino, se quejó de no haber cazado nada y pidió, mientras bebía, permiso para aguardar a su hijo, que estaba también al acecho y quizá habría tenido más suerte que él.
Está de más el decir que obtuvo el permiso sin ninguna dificultad.
Miguel tuvo que hacer abrir los postigos para ver el camino. Al poco picaron en el cristal. Era Santiago. Su padre le llamó. Santiago había sido tan desafortunado como él; no había matado nada y estaba helado. Echaron al fuego una brazada de leña y les trajeron otro vaso. Santiago se calentó y bebió; después, como tenía que estar de vuelta en el castillo de Fuentes Negras al romper el alba, para que no se advirtiera la ausencia de los dos cazadores, Miguel pagó la botella de vino y el fuego, y ambos se fueron.
Ni uno ni otro habían dicho delante del mesonero una palabra de lo que les preocupaba; no convenía que éste sospechara que iban en busca de algo que no fuese caza. Pero una vez fuera del umbral, Miguel se acercó enérgicamente a su hijo.
Entonces Santiago le refirió que había seguido las pisadas hasta bastante adentro del bosque, pero al llegar a una encrucijada vio de repente levantarse delante de él un hombre armado con un fusil, que le preguntó qué venía a hacer a aquella hora al bosque.
Santiago le respondió que buscaba una presa.
—Entonces, id más lejos, dijo, porque, como veis, este puesto está tomado.
Santiago se retiró a cien pasos, pero en el momento en que se desviaba a la izquierda, para entrar en el recinto del que había sido apartado, otro hombre armado como el primero se había levantado, dirigiéndole la misma pregunta.
Santiago le respondió:
—Busco una presa.
El hombre entonces le señaló con el dedo la orilla del bosque, y con un tono casi amenazante, le dijo:
—Si algún consejo puedo daros, amiguito mío, es que os retiréis allá abajo.
Santiago se dirigió al camino, y reuniéndose con su padre, ambos entraron en el castillo, desesperados de no poder seguir la pista a Mr. de Valensolle.
Habían llegado los dos, como hemos dicho, al castillo de Fuentes Negras en el momento en que los primeros rayos del día entraban a través de los postigos.
Todo lo que acabamos de contar fue referido a Roland con una multitud de detalles que omitimos y que convencieron al joven oficial de que aquellos hombres armados no eran otros que los compañeros de Jehú.
¿Pero cuál podía ser la guarida?
De repente Roland se golpeó en la frente, y exclamó:
—¡Oh!, ¿cómo no había pensado en eso?
Una sonrisa de triunfo pasó por sus labios.
—Hijos míos, dijo, sé todo lo que quería saber. Acostaos y dormid tranquilos; pues bien que lo merecéis.
Y Roland, dando ejemplo, se durmió como quien acaba de resolver un problema de la más alta importancia.
Se le ocurrió que los compañeros de Jehú habrían abandonado la Cartuja de Seillon por las grutas de Ceyzériat, y recordó al mismo tiempo la comunicación subterránea que existía entre aquella caverna y la iglesia de Bourg.
El mismo día, y mientras Roland dormía, lord Tanley se presentó a la una en el castillo. Sir John fue recibido como un amigo.
Amelia no opuso a los deseos de su familia más que el estado de su salud.
Lo cual quería decir que pedía tiempo, y lord Tanley se inclinó; obtenía cuanto podía desear: era admitido.
Comprendió que su presencia en Bourg sería inconveniente, y anunció a Amelia su partida.
Aguardaba, para volverla a ver, a que Amelia fuese a París, o que Mme. de Montrevel regresase a Bourg; esta última circunstancia era la más probable; Amelia decía que tenía necesidad de la primavera y del aire de su tierra natal para recobrar la salud.
Gracias a la delicadeza de sir John, los deseos de Morgan estaban cumplidos.
Miguel supo estos detalles por Carlota.
Roland dejó partir a sir John, pero no le impidió levantar una última sospecha.
Era ya de noche.
Roland se puso un traje de cazador, colocó en el cinturón un par de pistolas y el cuchillo de monte, se echó encima de este traje la blusa de Miguel, procurando esconder las armas; ocultó su rostro bajo un ancho sombrero y se aventuró por el camino de Fuentes Negras a Bourg. Entró en el cuartel de la gendarmería y pidió hablar al capitán.
El capitán estaba en su cuarto. Roland subió y se dio a conocer. Después, como no eran más que las ocho de la noche y podía ser reconocido por algunos pasajeros, apagó el velón.
Quedaron los dos hombres en la oscuridad. El capitán sabía ya qué había pasado tres días antes en el camino de Lyon, y seguro de que Roland no había sido asesinado, aguardaba su visita. Con el mayor asombro por su parte, Roland no le pedía más que una cosa, o más bien dos: las llaves de la iglesia de Bourg y una palanca.
El capitán le entregó lo que había pedido y se ofreció a acompañarle en su excursión, pero Roland rehusó: era evidente que alguien le había traicionado, cuando su expedición de la Casa Blanca, y no quería exponerse a un segundo chasco. Todo lo que pidió al capitán fue que no hablase palabra a nadie de su presencia y que aguardase su vuelta, aun si tardaba una hora o dos. El capitán le dio su palabra.
Roland, con su llave en la mano derecha y su palanca en la izquierda, alcanzó sin hacer ruido la puerta de la iglesia, la abrió, la volvió a cerrar y se encontró en presencia del muro de forraje. Escuchó: el más profundo silencio reinaba en la iglesia solitaria. Evocó los recuerdos de su juventud, se orientó, se metió la llave en el bolsillo y escaló la muralla de heno.
El muro tenía quince pies de altura; después, de la misma manera en que se baja de una muralla por un repecho, se dejó resbalar hasta el suelo empedrado de losas mortuorias. El coro estaba vacío, gracias al púlpito que lo protegía por un lado y a las paredes que lo encerraban por derecha e izquierda. La puerta del púlpito estaba abierta; Roland entró pues sin dificultad en el coro.
Próximo al monumento de Felipe el Hermoso, había una gran losa cuadrada; se arrodilló, buscó con la mano el encaje, introdujo la palanca, levantó la piedra y bajó a las bóvedas subterráneas.
Se diría que el visitante nocturno se separaba voluntariamente del mundo de los vivos para bajar al mundo de los muertos. Y lo que debía de parecer más singular a aquél que ve tanto en la luz como en las tinieblas, tanto sobre la tierra como debajo de ella, sería la impasibilidad de este hombre, que iba serpenteando por entre los muertos para descubrir a los vivos, y que, a pesar de la oscuridad, del silencio, de la soledad, no se estremecía al contacto de los mármoles fúnebres.
Anduvo palpando en medio de las tumbas hasta que dio con la reja que daba al subterráneo. Examinó la cerradura; sólo estaba cerrada con pestillo; introdujo el extremo de su palanca entre el pestillo y el palastro y empujó ligeramente. La reja se abrió.
Dejó entornada la puerta para cuando volviese, y clavó la palanca en un ángulo de la misma. Después, con los oídos atentos, las pupilas dilatadas, todos los sentidos sobrexcitados por el deseo de oír —tanto como necesitaba respirar— y la imposibilidad de ver, avanzó lentamente pistola en mano, apoyándose con la otra en la pared del muro; y de este modo caminó cerca de un cuarto de hora.
Unas gotas de agua helada, que se filtraban a través de la bóveda del subterráneo, cayendo sobre sus manos y hombros, le indicaron que pasaba por debajo del Reissousse.
Al cabo de un cuarto de hora de marcha encontró la puerta que comunicaba del subterráneo a la cantera.
Se detuvo un momento; le pareció oír ruidos lejanos y ver resplandores.
Se habría podido creer, al no distinguir más que la silueta de aquel sombrío espía, que aquello era vacilación, pero si se hubiese podido ver su fisonomía, se habría comprendido que era esperanza. Volvió a ponerse en camino dirigiéndose hacia las luces que había creído ver, hacia aquel ruido que le había parecido oír.
Se puso en camino, y a medida que se acercaba, el ruido se hacia más distinto, las luces más vivas. Era evidente que la cantera estaba habitada; ¿por quién? No lo sabía aún, pero iba a saberlo. Estaba sólo a diez pasos de distancia de la encrucijada de granito que indicamos en nuestro primer descenso por la gruta de Ceyzériat. Se pegó a la pared y adelantó imperceptiblemente; parecía, en medio de la oscuridad, que era un bajorrelieve que se movía.
Al fin, asomó su cabeza por un ángulo, y su mirada se sumergió en el campo de los compañeros de Jehú.
Eran doce o quince hombres en plena cena.
Se apoderó de Roland un loco deseo: el de precipitarse en medio de todos aquellos hombres, acometerles solo y combatir hasta la muerte. Pero reprimió este deseo insensato, levantó su cabeza con la misma lentitud que la había asomado, y con los ojos llenos de luz, el corazón henchido de placer, sin haber sido oído, sin haber sido visto, sin haber infundido la menor sospecha, volvió sobre sus pasos, retomando el camino que acababa de hacer.
Entonces se explicaba todo: el abandono de la Cartuja de Seillon, la desaparición de Mr. de Valensolle, los falsos cazadores colocados en las cercanías de la entrada de la gruta de Ceyzériat.
Esta vez se iba a tomar una venganza terrible, mortal.
Mortal, porque del mismo modo que sospechaba que le habían perdonado, él iba a mandar que se perdonase a los otros. Sólo que a él le habían perdonado para la vida, y los otros iban a ser perdonados para la muerte. A la mitad de la vuelta, poco más o menos, le pareció oír ruido tras de sí; se volvió y creyó ver el resplandor de una luz. Avivó el paso; una vez pasada la puerta ya no podía perderse: no era ya una cantera de mil rodeos, sino una bóveda estrecha, rígida, que iba a parar a una reja funeraria.
Al cabo de diez minutos pasaba de nuevo por debajo del río; uno o dos después, tocaba con sus manos la reja. La empujó y la reja giró sobre sus goznes. Cogió la palanca de donde la había dejado, entró en la bóveda, cerró la reja tras de sí sin ningún ruido; guiado por las tumbas encontró la escalera, levantó la losa con su cabeza y volvió a encontrarse en el suelo de los vivos.
Allí la estancia estaba relativamente clara. Salió del coro, empujó la puerta del púlpito a fin de volverla a poner en la misma posición que la había encontrado, escaló la pendiente, atravesó la plataforma y volvió a bajar por el otro lado. Conservaba la llave; abrió la puerta y se encontró fuera.
El capitán de gendarmes le aguardaba; conferenció algunos instantes con él, y después ambos salieron juntos. Los dos entraron en Bourg por el camino de la ronda para no ser vistos, tomaron por la puerta de Halles, la calle de la Revolución, la de la Libertad, la de España. Después Roland se internó por uno de los ángulos de la calle de Greffe y esperó. El capitán de gendarmes continuó solo su camino. Iba por la calle de las Úrsulas, que desde hacía siete años se llamaba la Casa de los Cuarteles; allí era donde estaba alojado el jefe de brigada de dragones. Acababa de meterse en la cama en el momento en que el capitán entró en el cuarto; le dijo dos palabras en voz baja y el jefe de brigada se vistió y salió a toda prisa.
En el momento en que el jefe de brigada de dragones y el capitán de gendarmes aparecían en la plaza, una sombra se destacaba del muro y se acercaba a ellos. Era Roland.
Los tres hombres conferenciaron durante diez minutos, Roland dando sus órdenes y los otros dos escuchando y aprobándolas. Después se separaron.
El jefe de brigada entró en su casa. Roland y el capitán de gendarmería, por la calle de la Estrella, las gradas de los Jacobinos y la calle de Bourg-Neuf, volvieron a ganar el camino de la ronda, y después fueron en diagonal a encontrar el camino de Pont-d’Ain.
Roland, al paso, dejó al capitán de gendarmes en el cuartel y continuó su camino. Veinte minutos después, para no despertar a Amelia, en vez de llamar a la reja, llamó al postigo de Miguel. Éste lo abrió y Roland, asaltado de aquella fiebre que se apoderaba de él cuando corría algún peligro, o lo creía aunque fuera, de un solo salto se metió en el pabellón. En cualquier caso, no habría despertado a Amelia cuando hubiese llamado a la puerta, porque Amelia no dormía.
En ese momento Carlota llegaba de la ciudad con una carta de Morgan.
Amelia la leyó. Decía así:
«Amor mío:
»Sí, todo va bien por tu parte, porque eres el ángel; pero mucho temo que todo vaya mal por la mía, siendo como soy el demonio.
»Es absolutamente indispensable que te vea, que te estreche contra mi corazón; no sé qué presentimiento se cierne sobre mí; estoy triste.
»Envía mañana a Carlota para que se asegure de que sir John ha partido efectivamente. Cuando tengas certeza de esta marcha, haz la señal acostumbrada.
»No te asustes, no me hables de la nieve, no me digas que verán mis pasos.
»Esta vez no seré yo quien vaya a tu encuentro, serás tú la que vendrás al mío; ¿lo comprendes bien? Puedes pasearte por el parque, puesto que nadie irá a seguir la huella de tus pisadas.
»Cúbrete con tu chal más cálido, con las pieles más espesas, y después, en la barquilla amarrada bajo los sauces, pasaremos una hora intercambiándonos el papel de costumbre: yo te cuento mis temores y tú tus esperanzas; mañana, mi adorada Amelia, tú serás la que me cuente tus temores, yo el que te diré mis esperanzas.
»Solamente que tras la señal, has de bajar; yo te aguardaré en Montagnat, y de Montagnat al Reissousse no hay más, para mí, que te amo, que cinco minutos de camino.
»¡Hasta la vista, mi pobre Amelia! Si no me hubieses encontrado habrías sido dichosa entre las dichosas.
»La fatalidad me ha puesto en tu camino y lamento haber hecho de ti una mártir. Tu
CARLOS».
»Hasta mañana ¿no es verdad? A menos que hubiese algún obstáculo sobrehumano».