La pista
Hemos dicho ya en qué situación la escolta del 7.° de cazadores encontró el coche correo de Chambery.
Lo primero, pues, en que se ocupó, fue buscar qué impedía la salida a Roland; descubrieron las cadenas y rompieron la portezuela. Roland saltó fuera del coche como un tigre fuera de su jaula.
Ya hemos dicho que el terreno estaba cubierto de nieve. Roland, cazador y soldado, pensaba sólo en una cosa: seguir la pista a los compañeros de Jehú. Los había visto internarse en dirección a Thoissey; pero consideró que no habían podido seguir esta dirección, puesto que entre este pueblo y ellos pasaba el Saone y no había puentes para cruzarlo sino en Belleville y en Macón. Dio orden a la escolta y al conductor de que le aguardasen en el camino real, y se internó solo y a pie, sin pensar siquiera en cargar sus pistolas, siguiendo las huellas de Morgan y de sus compañeros. No se había engañado: a un cuarto de legua del camino los fugitivos habían encontrado el Saone; se habían detenido, habían deliberado por un instante, según se veía por el pataleo de los caballos, después se habían dividido en dos partidas: una había remontado el río por la parte de Macón, la otra había descendido por la de Belleville.
Esta división tenía por fin visible hacer dudar a quienes les persiguiesen, en caso de que fuesen perseguidos.
Roland había oído el grito de reunión del jefe: «Mañana por la tarde donde sabéis».
No dudaba, pues, que cualquiera que fuese la pista que él siguiese, fuese la que remontaba o la que descendía del Saone, le conduciría, si la nieve no se derretía hasta el día siguiente, al lugar del santo y seña, porque ya fuesen juntos, o fuesen por separado, los compañeros de Jehú debían comparecer en el mismo punto. Volvió siguiendo sus propias pisadas, mandó al conductor que se calzase las botas abandonadas en el camino real por el falso postillón, que montase a caballo y condujese el coche hasta la próxima parada, es decir, hasta Belleville.
El cuartel-maestre de los cazadores y cuatro de estos, que sabían escribir, debían acompañarle para firmar con él el atestado verbal. Les prohibió absolutamente hacer mención de él, ni de lo que le había sucedido, para que los ladrones de diligencias no pudiesen vislumbrar el menor vestigio de sus futuros proyectos.
El resto de la escolta debía conducir a Macón el cadáver del jefe de brigada y hacer por su parte otro atestado verbal acorde con el del conductor, en el cual tampoco nombraría para nada a Roland. Después hizo apearse a un cazador de su caballo, que le pareció el mejor de toda la escolta y escogió para sí. En fin, volvió a cargar sus pistolas, que metió dentro las pistoleras de su silla en lugar de las del cazador desmontado; después de prometer al conductor y a los soldados una pronta venganza, que dependía sin embargo de la conformidad con que guardasen el secreto, montó a caballo y desapareció en la misma dirección que ya había seguido.
Al llegar al punto en que las dos partidas se habían separado, tuvo que elegir una de las dos sendas. Eligió la que descendía el Saone, dirigiéndose hacia Belleville. Tenía, para hacer esta elección, que quizás le alejaba dos o tres leguas, una razón poderosa. En primer lugar, se encontraba más cerca de Belleville que de Macón; además, en esta última villa se había detenido más de veinticuatro horas y podía ser reconocido, mientras que nunca se había parado en Belleville más que el tiempo preciso para cambiar de caballos, cuando por casualidad había pasado por allí a la posta. Todos los sucesos que acabamos de referir apenas habían ocupado una hora; daban las ocho de la noche en el reloj de Thoissey cuando Roland se lanzó en persecución de los fugitivos.
El camino estaba trazado a todo lo largo: cinco o seis caballos habían dejado impresas sus pisadas sobre la nieve, y uno de ellos marchaba a paso descompasado. Roland salvó los dos o tres arroyos que cortan la pradera que atravesaba antes por detrás de Belleville. A cien pasos de Belleville se detuvo; allí se había producido otra separación.
Dos de los seis jinetes habían tomado a la derecha, es decir, se habían alejado del Saone; cuatro habían tomado a la izquierda, eso es, habían continuado su camino hacia Belleville.
Ante las primeras casas de Belleville se había llevado a cabo una nueva división.
Tres de ellos habían dado la vuelta a la ciudad; uno solo había seguido la calle.
Roland tomó la dirección que había seguido el último, bien seguro de que encontraría las huellas de los otros. El que había seguido la calle, se paró delante de una bonita casa, entre el patio y el jardín, marcada con el número 67. Había llamado a la puerta; ésta se abrió y vio al través de la verja las pisadas del que la había abierto; después, al lado de estas pisadas, otra huella. Era la del caballo que condujeron a la cuadra.
Era evidente que uno de los compañeros de Jehú se había detenido allí.
Roland no tenía que hacer más que presentarse al alcalde, enseñarle sus poderes y disponer de los gendarmes para hacerle arrestar en aquel mismo instante. Pero no era éste su propósito; no quería arrestar a un sujeto aislado: quería apoderarse de toda la cuadrilla, tendiéndoles una trampa. Sacó un cuadernillo, apuntó el número 67 y siguió su camino.
Atravesó toda la ciudad, dio unos cien pasos más allá de la última casa sin descubrir ninguna pisada.
Iba a volverse, pero pensó que en caso de que aquellas pisadas volvieran a aparecer sería necesariamente sobre un puente. En efecto, encima de uno volvió a encontrar la pista de sus tres caballos. No quedaba ninguna duda: eran los mismos; uno de ellos marchaba a paso descompasado.
Roland emprendió el galope sobre las mismas pisadas de los que le precedían. Al llegar a Monceaux reconoció la misma precaución: habían dado la vuelta al pueblo, pero Roland era demasiado buen sabueso para pararse en esta bagatela. Siguió pues su camino, y al otro lado de Monceaux volvió a encontrar la pista de los tres fugitivos.
Un poco antes de llegar a Chatillon, uno de ellos dejó el camino y tomó a la derecha; se dirigía hacia un castillejo situado sobre una colina a algunos pasos de la carretera de Chatillon a Trevoux.
Esta vez los dos jinetes restantes habían atravesado tranquilamente Chatillon y tomado el camino de Neuville.
La dirección seguida por los fugitivos llenó de contento a Roland; se encaminaban evidentemente a Bourg; de otro modo, habrían tomado el camino de Marlieux. Y Bourg era justamente el cuartel general que el mismo Roland había escogido como centro de sus operaciones; Bourg era su población predilecta, y con la seguridad de los recuerdos de la infancia, conocía hasta los más pequeños zarzales, hasta la peor casucha, hasta la más insignificante gruta de sus alrededores.
En Neuville los fugitivos habían dado la vuelta a la aldea. Roland no hizo caso de esta astucia ya tan reconocida; sin embargo, al llegar al otro lado de Neuville, no encontró más que las pisadas de un solo caballo. Pero no podía engañarse: era el que iba a paso descompasado.
Seguro de volver a encontrar las huellas que abandonaba momentáneamente, Roland volvió sobre la pista.
Uno había seguido el camino de Vannes; el otro había tomado el de Bourg.
Era preciso, pues, seguir a este último; por otra parte, la marcha de su caballo daba más facilidad al que le perseguía, puesto que su paso no podía confundirse con el de otro; después había cogido el camino de Bourg, y desde Neuville a Bourg no había otra aldea que la de Saint-Denis; además no era probable que el último de los fugitivos fuese más allá de Bourg.
Calentando bien a su caballo, no podía llevarlo mucho más lejos, aun suponiendo que hubiese salido de la Casa Blanca fresco y descansado: había dos leguas de la Casa Blanca a Belleville, cuatro de Belleville a Chatillon, seis de Chatillon a Bourg; doce leguas, y trece con los rodeos. No se podía pedir más a un caballo en tiempo malo.
En efecto, al acercarse a Saint-Denis, el paso del animal había disminuido tan visiblemente que Roland creyó por un momento que el jinete se habría detenido en este pueblo; pero se equivocaba: el caballero había dado la vuelta como en los demás y volvió a encontrar su pista pasadas las últimas casas. Se dirigía, probablemente, a Bourg.
Roland se empeñó en el camino con tanto más encarnizamiento cuanto que visiblemente se acercaba al fin.
En efecto, el jinete había entrado atrevidamente en Bourg, y no había vuelto a salir de la ciudad.
Allí le pareció a Roland que el caballero había vacilado sobre el camino a seguir, a menos que esa vacilación fuese fingida y ocultase una astucia para hacer perder sus pisadas. Pero al cabo de diez minutos, gastados en seguir estas vueltas y revueltas, quedó seguro Roland de que no era astucia sino vacilación.
En una calle trasversal se apreciaban los pasos de un hombre a pie. El jinete y el hombre habían conferenciado por un instante, y después el jinete había conseguido que el peatón le sirviese de guía. A partir de este momento se veían las pisadas del hombre junto a las del animal. Unas y otras iban a parar al mesón de la Bella-Alianza. Recordó Roland que éste era el mesón adonde habían llevado el caballo herido después del ataque de Caronnieres. Según todos los indicios, había connivencia entre el posadero y los compañeros de Jehú. Además, y también según los indicios, el viajero de la Bella-Alianza se quedaría hasta la tarde del día siguiente. Roland conocía por su propia fatiga que su perseguido necesitaba descansar.
Roland, para no reventar a su caballo y también para reconocer el camino seguido, había empleado seis horas en hacer las doce leguas.
Estaban dando las tres en la truncada torre de Nuestra Señora. ¿Qué iba a hacer Roland? ¿Apearse en algún mesón de la villa? Imposible; era demasiado conocido en Bourg; por otra parte, su caballo, equipado de un chabrán de cazador, despertaría sospechas. Una de las condiciones para lograr su intento era que su presencia en Bourg fuese completamente ignorada.
Lo más seguro era ocultarse en el castillo de Fuentes Negras y confiar en la discreción de Miguel el jardinero y de Santiago su hijo. Roland estaba seguro de ello; Amelia no diría nada, pero quien charlaría sería Carlota, la hija del carcelero.
Eran las tres de la madrugada; todo el mundo dormía. Lo más seguro era ponerse en contacto con Miguel, a quien no faltarían medios para esconderle. Con gran pesar para el caballo, que sin duda anhelaba un mesón, Roland tiró de la brida y tomó el camino de Pont-d’Ain.
Al pasar por delante la iglesia de Bourg, Roland echó una mirada al cuartel de los gendarmes. Los gendarmes y su capitán, probablemente, dormían con el sueño de los justos. Roland atravesó la pequeña ala de bosque que pasaba por encima del camino. La nieve amortiguaba el ruido de los cascos de su caballo. Desembocando por el otro lado, vio a dos hombres que seguían lo largo del foso, llevando un cervato colgado, por sus cuatro pies, de un arbolillo. Le pareció reconocer la fisonomía de aquellos hombres, y picó a su caballo para alcanzarlos.
Los dos hombres tenían el oído atento; se giraron, vieron a un jinete que parecía quererles alcanzar, echaron el animal al foso y huyeron campo a través en dirección al bosque de Seillon.
—¡Eh! ¡Miguel! gritó Roland, más y más convencido de que trataba con su hortelano. Miguel se detuvo al momento; su compañero siguió corriendo.
—¡Hola, Santiago! gritó Roland.
El otro hombre se paró. Si les habían reconocido, era inútil huir; por otra parte, aquel llamamiento no tenía nada de hostil. La voz era más bien amiga que amenazadora.
—¡Mira! dijo Santiago, cualquiera diría que es el señor Roland.
—Él mismo ni más ni menos, contestó Miguel.
Y los dos, en vez de continuar su fuga hacia la selva, retrocedieron hasta la carretera. Roland no había oído lo que se habían dicho los dos cazadores, pero lo había acertado.
—¡Sí! voto a bríos, ¡soy yo! gritó.
En un momento Miguel y Santiago estuvieron con él. Las preguntas del padre y del hijo se cruzaron, y es preciso convenir en que tenían razón de ser.
Roland, en traje de paisano, montado en un caballo de cazador a las tres de la madrugada por el camino de Bourg a Fuentes Negras.
El joven oficial atajó sus palabras.
—¡Silencio! les dijo, es preciso que todo el mundo, hasta mi misma hermana, ignoren que estoy en Fuentes Negras.
Roland hablaba con la firmeza de un militar, y ya se sabía que una orden suya no admitía réplica.
Recogieron el corzo y lo colocaron en la grupa de Roland, y los dos hombres, emprendiendo el trote largo, siguieron el corto del caballo. Faltaba apenas un cuarto de legua, que cubrieron en diez minutos. A cien pasos del castillo Roland se detuvo.
Los dos hombres fueron enviados a la vanguardia para asegurarse de que todo estaba tranquilo. Concluida la comisión, indicaron a Roland que se acercase. Él lo hizo, bajó del caballo, encontró abierta la puerta del pabellón, y entró. Miguel condujo el caballo a la cuadra y llevó el corzo a la despensa, porque Miguel pertenecía a aquella honrosa clase de cazadores que matan el venado por el solo gusto de matarlo y no por el interés de venderlo.
No había que tener cuidado ni del caballo ni del corzo; Amelia no se curaba más de lo que pasaba en la cuadra que de lo que se le servía a la mesa. Durante este tiempo Santiago encendía lumbre. Al volver, Miguel trajo unas sobras de jigote y media docena de huevos para hacer una tortilla. Santiago preparó una cama en un aposento. Roland se calentó y cenó sin pronunciar palabra. Los dos hombres se miraban con un asombro que no estaba exento de cierta inquietud. Se había esparcido el rumor de la expedición de Seillon, y se decía en voz baja que Roland era quien la había dirigido. Era evidente que volvía para alguna otra expedición del mismo género. Cuando hubo acabado de comer Roland, levantó la cabeza y llamó a Miguel. Éste se acercó.
—¡Ah!, ¿estabas aquí? dijo Roland.
—Sí; aguardaba las órdenes de mi señor.
—Ahí van; escúchame bien.
—Soy todo oídos.
—Es cuestión de vida o muerte, y todavía más: es una cuestión de honor.
—Hablad, señor Roland.
Roland sacó su reloj.
—A las cinco estarás en la puerta de la posada de la Bella-Alianza y hablarás con el que la abra.
—Será probablemente Pedro.
—Pedro u otro, haz que te diga quién es el viajero que se ha hospedado en la casa de su amo con un caballo que marchaba a paso descompasado; ¿sabes tú lo que es marchar a paso descompasado?
—¡Voto a sanes! Un caballo que anda como los osos, con las dos piernas del mismo costado a la vez.
—¡Bravo! Te enterarás con disimulo de si el viajero que ha llegado esta noche se dispone a partir mañana o si pasará el día en la posada.
—Lo sabré de seguro.
—¡Pues bien! Cuando lo sepas todo, vendrás a decírmelo; pero cuidado que nadie vislumbre que yo estoy aquí. Si te preguntan por mí, dirás que ayer recibisteis una carta, que estoy en París junto al primer cónsul.
—De acuerdo.
Miguel salió.
Roland se acostó dejando a Santiago el cuidado del pabellón.
Cuando despertó, Miguel estaba ya de vuelta.
El viajero debía partir en la noche de aquel día, y en el registro que los posaderos estaban obligados a tener en aquella época, había escrito:
«Sábado 30 pluvioso, a las diez de la noche; el ciudadano Valensolle llega de Lyon para Génova».
Así la coartada estaba prevenida, porque el registro daba fe de que el ciudadano Valensolle había llegado a las diez de la noche, y que era imposible que hubiese detenido a las ocho y media el coche correo en la Casa Blanca y entrado a las diez en el mesón de la Bella-Alianza.
Pero lo que más preocupó a Roland fue que aquél era el nombre del testigo de Alfredo de Barjols, muerto por él en duelo en la fuente de Vaucluse; testigo que probablemente había jugado el papel de fantasma en la Cartuja de Seillon.
Los compañeros de Jehú no eran pues unos ladrones ordinarios; eran, al contrario, según se decía, unos caballeros de buenas familias que, mientras los nobles bretones arriesgaban su vida en el Oeste por la causa realista, arrostraban por su parte el cadalso para hacer pasar a los combatientes el dinero recogido en el otro extremo de Francia con sus peligrosas expediciones.