La respuesta de lord Greenville
Mientras se producían los sucesos que acabamos de referir, ocupando toda la atención de la gente y los periódicos de la provincia, en París se preparaban otros acontecimientos mucho más graves, que iban a ocupar la atención de la gente y los periódicos del mundo entero.
Lord Tanley había vuelto con la respuesta de su tío, que era una carta dirigida a Mr. de Talleyrand, y una nota para el primer cónsul.
La carta estaba formulada en estos términos:
«Downing Street, 14 de febrero de 1800.
»Muy señor mío:
»Recibí y puse a la vista del rey la carta que me transmitisteis por conducto de mi sobrino lord Tanley. S. M., no viendo ninguna razón para apartarse de las fórmulas por largo tiempo establecidas en Europa para tratar de negocios con los Estados extranjeros, me ha ordenado que os haga pasar en su nombre la respuesta oficial que os adjunto.
»Tengo el honor de quedar con la más alta consideración vuestro muy humilde y obediente servidor.
»GREENVILLE».
La respuesta era seca, la nota concisa.
Además, el primer cónsul había escrito una carta autógrafa al rey Jorge, y éste, no apartándose de las fórmulas establecidas en Europa para tratar con los Estados extranjeros, respondía por una simple nota de letra del primer secretario.
Es verdad que la nota iba firmada por Greenville. No era más que una larga recriminación contra Francia, contra el espíritu de desorden que la agitaba, contra los temores que este espíritu de desorden inspiraba a toda Europa, y sobre la necesidad que el cuidado de su propia observación imponía a todos los soberanos reinantes de reprimirla. En una palabra, significaba la continuación de la guerra.
Al leerla, los ojos de Bonaparte brillaron con aquella llama que precedía en él a los grandes acontecimientos, y la estrujó en su mano con reconcentrada cólera.
—Entonces, milord, dijo volviéndose hacia lord Tanley, ¿es esto todo lo que habéis conseguido de vuestro tío?
—Sí, ciudadano primer cónsul.
—¿Vos no habéis pues repetido verbalmente a vuestro tío todo lo que yo os había encargado que le dijeseis?
—Lo he hecho sin que faltase una sílaba.
—Entonces, ¿no le habéis dicho que hace dos o tres años que vivís en Francia, que la habéis visto, que la habéis estudiado, que es fuerte, poderosa, feliz, deseosa de la paz, pero preparada para la guerra?
—Todo eso le he dicho.
—¿Y no habéis añadido que es una guerra insensata la que nos hacen, que este espíritu de desorden del que hablan —que no es, a todo tomar, más que una desviación provocada por la libertad demasiado tiempo comprimida—, era preciso encerrarlo dentro de la propia Francia en pro de una paz universal; que esta paz era el único cortafuegos que podría impedirle traspasar nuestras fronteras; que encendiendo en Francia el volcán de la guerra, Francia va a derramarse como la lava sobre el extranjero? Italia es libre, dice el rey de Inglaterra; pero libre, ¿de quién? De sus libertadores; Italia es libre, ¿pero por qué? Porque yo conquistaba Egipto desde el Delta a la tercera catarata; Italia es libre porque yo no estaba en Italia; pero dentro un mes puedo estar allí, y para reconquistarla desde los Alpes al Adriático; no necesito más que una batalla. ¿Qué os figuráis que hace Masena defendiendo Génova? Me está esperando. ¡Ah! los soberanos de Europa necesitan la guerra para asegurar su corona. Pues bien, milord, yo soy quien os lo digo: daré tal sacudida a Europa que la corona les temblará sobre la frente. ¡Quieren guerra! Está bien. ¡Bourrienne! ¡Bourrienne!
La puerta que comunicaba del gabinete del primer cónsul con el del primer secretario se abrió con precipitación, y Bourrienne se presentó con una expresión tan espantada como si hubiese creído que Bonaparte gritaba socorro. Le vio muy enfadado, retorciendo la nota diplomática con una mano, y dando golpes con la otra sobre el bufete, y a lord Tanley tranquilo, de pie, y mudo a tres pasos de él. Comprendió desde luego que era la respuesta de Inglaterra lo que irritaba al primer cónsul.
—¿Me habéis llamado, general? dijo.
—Sí, contestó el primer cónsul; poneos aquí, y escribid.
Y con voz sofrenada, sin pensar los términos, antes al contrario, como si éstos se empujasen a las puertas de su espíritu, dictó la siguiente proclama:
«¡Soldados!
»Al prometer la paz al pueblo francés, yo he sido vuestro órgano. Conozco vuestro valor. Sois los mismos hombres que conquistaron el Rhin, Holanda, Italia, y que concedieron la paz bajo los muros de la atónita Viena.
»¡Soldados! no se trata ya de defender nuestras fronteras, se trata de invadir los Estados enemigos.
»¡Soldados!, ¡cuando llegue el momento yo estaré entre de vosotros, y Europa, admirada, se acordará de que sois de la raza de los valientes!».
Bourrienne alzó la cabeza aguardando la continuación.
—Nada más, dijo Bonaparte.
—¿Añado las palabras sacramentales: Viva la República?
—¿Por qué me lo preguntáis?
—Porque hace más de cuatro meses que no habéis dictado ninguna proclama, y podría haber algún cambio en las fórmulas ordinarias.
—La proclama va bien tal como está, dijo Bonaparte, no añadáis nada.
Y tomando una pluma, aplastó, más bien que escribió, su firma al pie de la proclama. Entregándosela después a Bourrienne:
—Que mañana aparezca en El Monitor, le dijo.
Bourrienne se fue llevándose la proclama.
Bonaparte se quedó solo con lord Tanley; paseó un momento de un extremo a otro del aposento como si hubiese olvidado su presencia; pero, parándose de repente ante el inglés:
—¿Creéis, milord, haber obtenido de vuestro tío todo cuanto habría podido otro en vuestro lugar?
—Más, ciudadano primer cónsul.
—Más, más; ¿qué habéis conseguido, pues?
—Creo que el ciudadano primer cónsul no ha leído la nota con toda la atención que merece.
—Estoy seguro de que sí.
—Entonces el ciudadano primer cónsul no ha pesado el valor de cierto párrafo, no ha sopesado las palabras.
—¿Lo creéis así?
—Estoy seguro, y si me permitiera leer el párrafo al cual hago alusión…
Bonaparte aflojó la mano en que estaba la nota arrugada, la desplegó y se la entregó, diciéndole con impaciencia contenida:
—Leed.
Sir John echó la vista sobre la nota, que le parecía familiar, se detuvo en el décimo párrafo y leyó:
«La mejor, la más segura garantía de la realidad de la paz, así como de su perdurabilidad, sería la restauración de esta línea de príncipes que durante tantos siglos conservaron a la nación francesa la prosperidad dentro sus fronteras, y la consideración y el respeto fuera de ellas. Esta ventaja apartaría y apartará en todo tiempo los obstáculos que se encuentran en el camino de las negociaciones y de la paz, garantizaría a Francia el disfrute tranquilo de su antiguo territorio, y procuraría a todas las demás naciones de Europa la tranquilidad y la paz, la seguridad que ahora se ve obligada a buscar por otros medios».
—¡Y bien! dijo Bonaparte impaciente, eso ya lo tengo leído y comprendido perfectamente. Sed un Monck, trabajad por otro, y se os perdonarán vuestras victorias, vuestra fama, vuestro genio; ¡rebajaos y se os permitirá ser grande!
—Ciudadano primer cónsul, dijo lord Tanley, nadie mejor que yo sabe la diferencia que va de Monck a vos, y cuánto le aventajáis en genio y fama.
—Pues entonces ¿qué me decís?
—No os leo este párrafo, replicó sir John, sino para rogaros que deis al que sigue su verdadero valor.
—Veamos el que sigue, dijo Bonaparte conteniendo su impaciencia.
Sir John continuó:
«Pero por más ventajoso que sea semejante aserto para toda la Francia y para el mundo, S. M. no limita exclusivamente a este punto, a esta forma, la posibilidad de una pacificación sólida y segura».
Sir John cargó la voz sobre estas últimas palabras.
—¡Ah!, ¡ah! dijo Bonaparte.
Y se acercó con viveza a sir John.
El inglés continuó:
«S. M. no tiene la pretensión de prescribir a Francia la forma de su gobierno, ni en qué manos coloca la autoridad necesaria para conducir los negocios de una grande y poderosa nación».
—Volvedlo a leer, caballero, dijo vivamente Bonaparte.
—Volvedlo a leer vos mismo, respondió sir John.
Y le alargó la nota. Bonaparte volvió a leerla.
—¿Sois vos, milord, quien ha hecho añadir ese párrafo?
—Yo insistí al menos porque fuese puesto.
Bonaparte reflexionó.
—Tenéis razón, dijo, la vuelta de los Borbones no es ya una condición sine qua non. Soy aceptado, no sólo como potencia militar, sino como poder político.
Y tendiendo la mano a sir John:
—¿Tenéis algo que pedirme, milord?
—Lo único que ambiciono, os lo ha pedido ya mi amigo Roland.
—Y yo le he respondido, milord, que vería con placer un matrimonio entre su hermana y vos; si yo fuese más rico o vos lo fueseis menos, os ofrecería dotarla; sir John hizo un movimiento; pero ya sé que vuestra fortuna basta para dos, y aun, añadió sonriéndose, puede bastar para más. Os dejo pues la alegría de dar la felicidad a la mujer que amáis.
Después llamando:
—¡Bourrienne!
Bourrienne apareció.
—Ya se ha marchado, general.
—Bien, dijo el primer cónsul, no te llamo para eso.
—Espero vuestras órdenes.
—A cualquier hora del día o de la noche que se presente lord Tanley, me alegraré mucho de recibirle sin que se le haga esperar, ¿lo oís, mi querido Bourrienne? ¿Lo oís, milord?
Lord Tanley se inclinó en señal de agradecimiento.
—Y ahora, dijo Bonaparte, presumo que lleváis prisa en salir para el castillo de Fuentes Negras; no quiero deteneros, ni exijo más que una condición.
—¿Cuál, general?
—Que si os necesito para una nueva embajada…
—Eso no es una condición, ciudadano primer cónsul, es un favor.
Lord Tanley se inclinó y salió.
Cuando Bourrienne se preparaba a seguirle, se abrió la puerta y Fouché apareció.
—¿Qué hay? dijo Bonaparte, parecéis completamente trastornado. ¿Acaso me han asesinado?
—Ciudadano primer cónsul, dijo el ministro, dais mucha importancia a la destrucción de esas bandas que se intitulan los compañeros de Jehú, ¿no?
—Sí, ya veis que he enviado al mismo Roland en persona para perseguirlos. ¿Se tienen noticias de ellos?
—Sí, se tienen.
—¿Por quién?
—Por su mismo caudillo.
—¡Cómo!, ¿por su caudillo?
—Ha tenido la audacia de darme cuenta de su última expedición.
—¿Contra quién?
—Contra los cincuenta mil francos que enviasteis a los padres de San Bernardo.
—¿Y qué se han hecho?
—¿Los cincuenta mil francos?
—Sí.
—Han ido a parar a sus manos, y este caudillo me anuncia que pronto se hallarán en las de Cadoudal.
—¿Entonces Roland ha muerto?
—No.
—¿Cómo no?
—Mi agente ha muerto, el jefe de Brigada Saint-Maurice ha muerto; pero vuestro ayudante de campo se encuentra sano y salvo.
—Entonces se ahorcará, dijo Bonaparte.
—¿Y qué iría a ganar? La cuerda se rompería, ya conocéis su buena suerte.
—O su desgracia. Sí, ¿dónde está esta relación?
—¿Querréis decir la carta?
—La carta, la relación, la cosa, en fin, sea cual fuere, en que se os comunican las noticias que me referís.
El prefecto de policía presentó al primer cónsul un papelito doblado con elegancia dentro una cubierta perfumada.
—¿Qué es esto?
—La cosa que pedís.
Bonaparte leyó:
—«Al ciudadano Fouché, prefecto de policía, en su palacio, París».
Bonaparte lo abrió y leyó:
«Ciudadano prefecto: tengo el honor de anunciaros que los cincuenta mil francos destinados a los padres del monte de San Bernardo han pasado a nuestro poder en la noche del 20 de febrero, y que de aquí a ocho días estarán en poder de Cadoudal.
»Todo ha ido a pedir de boca, excepto la muerte de vuestro agente y la del jefe de brigada Saint-Maurice; en cuanto a Mr. Roland, tengo la satisfacción de deciros que no le ha sucedido nada de que pueda quejarse; no olvido que él fue quien me introdujo en el Luxemburgo.
»Os escribo yo, ciudadano prefecto, porque presumo que a estas horas Mr. Roland de Montrevel está demasiado ocupado persiguiéndonos para poder hacerlo por sí mismo.
»Pero al primer momento de reposo que tenga, estoy seguro de que os dirigirá una relación detallada de todos los pormenores, en los cuales yo no puedo entrar por falta de tiempo y de facilidad para escribiros.
»A cambio del servicio que os hago, ciudadano prefecto, os ruego que me hagáis otro, y es el de tranquilizar sin demora a Mme. de Montrevel sobre la vida de su hijo,
MORGAN».
»Desde la Casa Blanca, camino de Macón a Lyon, sábado a las nueve de la noche».
—¡Ah! Pardiez, dijo Bonaparte; eso sí que es un atrevimiento inesperado.
Después, arrojando un suspiro:
—¡Qué capitanes y qué coroneles serían de mi lado todos esos hombres!
—¿Qué ordena el primer cónsul? preguntó el prefecto de policía.
—Nada; eso toca a Roland, su honor está empeñado, y puesto que no ha muerto, tomará su revancha.
—¿Entonces el primer cónsul no se ocupa ya de este asunto?
—De momento no, por lo menos.
Volviéndose después hacia su secretario:
—Otros gatos tenemos que azotar, dijo, ¿no, Bourrienne?
Éste contestó con un signo afirmativo.
—¿Cuándo deseáis volverme a ver?
—Esta noche a las diez, estad aquí; levantaremos la casa dentro de ocho días.
—¿A dónde os mudáis?
—A las Tullerías.
Fouché hizo un gesto de estupefacción.
—Es contra vuestro parecer, ya lo sé, dijo el primer cónsul; pero yo os lo daré todo marcado y no tendréis más que obedecer.
Fouché saludó y se preparó para salir.
—A propósito, dijo Bonaparte. No olvidéis prevenir a Mme. de Montrevel de que su hijo está sano y salvo; es lo menos que podéis hacer para con el ciudadano Morgan en recompensa por el servicio que nos ha prestado.
Y volvió la espalda al prefecto de policía, que se retiró mordiéndose los labios hasta hacerse sangre.