El correo de Chambery
A las cinco de la tarde del siguiente día Antonio, sin duda para no retrasarse, enjaezaba ya en el patio de la casa de postas los tres caballos que se debían llevar la diligencia.
Siguiendo la recomendación que le había hecho Montbar, la silla del conductor estaba guarnecida con pistoleras. De rato en rato, yendo y viniendo, se volvía hacia la ventana de un pequeño aposento que comunicaba con el patio por una escalera de servicio. Esta ventana, cuya cortina estaba ligeramente descorrida, permitía al que, o a la que estuviese dentro, ver a través del crepúsculo de una tarde de invierno lo que pasaba en el patio. Se diría que Antonio daba cuenta de cada una de sus acciones y gestos a algún observador desconocido oculto tras aquella cortina.
A las cinco y treinta minutos se oyeron las ruedas de un carruaje y los chasquidos del látigo del postillón.
Un instante después el coche entraba a galope tendido en la cuadra de la posada y se colocó bajo las ventanas del aposento que tanto había parecido preocupar a Antonio, es decir, a tres pasos del último peldaño de la escalera de servicio.
Si alguno, por poco interés que tuviera en ello, hubiese puesto su atención en tan pequeño detalle, habría podido observar que la cortina de la ventana se separaba de un modo casi imprudente para permitir a la persona que habitaba el aposento ver a los que bajaban de la silla de posta. Tres hombres se apearon con la prisa de los viajeros hambrientos, y se dirigieron hacia el comedor.
Apenas hubieron entrado, se vio bajar por la escalera a un elegante postillón no calzado todavía con sus gruesas botas, sino con unos escarpines, por encima los cuales trataba de pasárselas. Este postillón dejó oír un pequeño silbido, que por suave que fuese bastó para llamar la atención de Antonio, que acudió trayendo sus gruesas botas y su hopalanda.
El elegante postillón se puso la hopalanda y las botas de Antonio, y le deslizó en las manos cinco luises.
Antonio entró con presteza en la cuadra, donde se escondió en el rincón más oscuro.
En cuanto a Lepretre, confiado en el cuello de la hopalanda que le ocultaba la mitad de la cara, fue derecho a los tres caballos ataviados previamente por Antonio, metió un par de pistolas de dos tiros en los arzones, y aprovechándose del aislamiento en que estaba la silla de correo, clavó, con la ayuda de un puntero agudo, en la madera de las portezuelas, cuatro armellas. Acto seguido enganchó los caballos con una destreza que indicaba que estaba familiarizado con todos los detalles del arte, llevado tan lejos en nuestros días por esa honorable especie de sociedad que llamamos los caballeros riders.
Hecho esto, esperó, calmando con palabras y látigo, sabiamente combinados, a los caballos que se impacientaban.
Ya se sabe con qué rapidez se despachaban las comidas de los infelices condenados al régimen de la silla de posta.
No había pasado aún media hora, cuando se oyó la voz del conductor que gritaba:
—Vamos, ciudadanos, al coche.
Lepretre se mantuvo cerca de la portezuela, y reconoció perfectamente a Roland y al jefe del 7.° de cazadores, quienes tomaron asiento en el interior sin poner atención en el postillón.
Cerró las portezuelas, pasó dos cadenas por las armellas, y dio giró la llave.
Después, al dar la vuelta al coche, fingiendo que se le había caído el látigo frente a la otra portezuela, se agachó, pasó el segundo candado por las otras dos armellas y giró la otra llave al levantarse. Seguro de que los dos oficiales estaban bien sujetos, montó en su caballo.
En efecto, el viajante del cupé estaba ya en su asiento cuando el conductor discutía todavía sobre la cuenta con el dueño de la posada.
—¿Partimos esta tarde, esta noche, o mañana por la mañana, padre Francisco? gritó el falso postillón imitando a las mil maravillas la voz del verdadero.
—Bueno, bueno, en seguida, respondió el conductor.
Después, mirando a su alrededor:
—¡Toma!, ¿dónde están los viajeros? preguntó.
—Aquí estamos, dijeron a la vez los dos oficiales desde el interior del coche y el agente desde el cupé.
—¿Esta bien cerrada la portezuela? insistió el padre Francisco.
—¡Oh! yo respondo de ello, dijo Lepretre.
—Pues entonces, en camino, mala tropa, gritó el conductor trepando al estribo.
El postillón no se lo hizo repetir; hundió sus espuelas en el vientre del caballo y la silla de correo partió al galope.
Lepretre conducía el carruaje como si no hubiese hecho otra cosa en su vida; atravesó toda la ciudad haciendo bailar los vidrios y temblar las casas; jamás un verdadero postillón había hecho chasquear un látigo con tanta gracia. A la salida de Macón, vio un pequeño grupo de jinetes: eran los doce cazadores que debían seguir el correo sin parecer escoltarlo. El jefe de brigada pasó la cabeza por la portezuela, e hizo una señal al cuartel-maestre que los mandaba.
Lepretre hizo como que no reparaba nada, pero al cabo de quinientos pasos, haciendo chasquear el látigo, volvió la cabeza y vio que la escolta se había puesto en marcha.
—Esperad, hijos míos, dijo Lepretre; os voy a hacer tragar mucho polvo.
Y redobló los espolazos y latigazos.
Los caballos parecían tener alas; el coche volaba sobre el pavimento.
El conductor se inquietó.
—¡Eh, Antonio! gritó, ¿estás borracho, por casualidad?
Lepretre continuó sin hacer caso.
—Pero, por vida de sanes, gritó Roland asomando la cabeza por la portezuela, a ese paso la escolta no podrá seguirnos.
—¿Oyes lo que te dicen? gritó el conductor.
—No, respondió Lepretre, no oigo.
—Pues bien, te advierten de que si andas a este paso la escolta no podrá seguir.
—¿Escolta tenemos? preguntó Lepretre.
—Sí, hombre; porque llevamos dinero del gobierno.
—Eso es otra cosa; ya podíais decirlo desde el principio.
Y en lugar de contener su carrera, el coche ganó más velocidad.
—Pues bien; si tenemos un accidente, te levanto el cráneo de un pistoletazo.
—¡Bueno! dijo Lepretre, ya las conocemos: no tienen balas.
—Puede, pero las hay en las mías, gritó el agente de policía.
—Eso se verá a su tiempo, respondió Lepretre.
Y continuó su carrera sin hacer caso de las observaciones. Atravesaron como un relámpago la población de Varennes, la de la Creche y el pequeño pueblo de la Capilla de Grinchay.
Apenas faltaba un cuarto de legua para llegar a la Casa Blanca.
Los caballos estaban bañados en sudor y relinchaban de rabia.
Lepretre dirigió la vista tras de sí; a más de mil pasos de la silla de posta brillaban las chispas bajo los cascos de los caballos. Delante de Lepretre había una cuesta, y se lanzó con la celeridad del relámpago.
El conductor dejó de gritar porque advirtió que conducía una mano potente y hábil a la vez. De todos modos, el jefe de escolta miraba de cuando en cuando por la portezuela para ver a qué distancia quedaban sus hombres.
A la mitad de la pendiente Lepretre era dueño de sus caballos sin haber dado indicios ni por un solo momento de que quisiese aflojar su carrera. De repente, Lepretre se puso a cantar en voz alta el Réveil du peuple: ésta era la canción de los realistas, como la Marsellesa lo era de los jacobinos.[4]
—¿Qué hace ese bribón? gritó Roland; decidle que se calle, conductor, o le mando una bala.
Iba tal vez el conductor a repetir al postillón la amenaza de Roland, cuando le pareció ver una línea negra que cortaba el paso del camino.
Al mismo tiempo, una voz atronadora gritó:
—¡Alto ahí, conductor!
—Postillón, pasad por encima de esos bandidos, gritó el agente de policía.
—¿Por qué no vais vos? dijo Lepretre. ¿Tan fácilmente se pasa sobre el vientre de los amigos? ¡Sooo!
El coche se paró como por encanto.
—¡Adelante, adelante! gritaron a la vez Roland y el jefe de la escolta.
—Tú vas a pagar por todos, gritó el agente de policía saltando del cupé y dirigiendo una pistola sobre Lepretre.
Pero no había acabado, cuando Lepretre, previniéndole, hizo fuego y cayó mortalmente herido bajo las ruedas.
—¡Conductor! gritaban los dos oficiales, ¡por todos los truenos del cielo, abrid!
—Señores, dijo Morgan adelantándose, nosotros no os queremos mal; solamente pedimos el dinero del gobierno. Así pues, conductor, los cincuenta mil francos, y pronto.
Dos tiros, salidos del interior, fueron la respuesta de los oficiales, que trataban vanamente de salir por las vidrieras.
Se oyó un grito de rabia, al tiempo que un relámpago iluminaba el camino.
El jefe del 7.° de cazadores lanzó un suspiro y cayó sobre Roland.
Roland hizo fuego con su segunda pistola, pero nadie le respondió.
Encerrado como estaba, no podía servirse de su sable, y aullaba de cólera.
Durante ese tiempo, se forzó al conductor a entregar el dinero.
Lepretre montó un caballo perfectamente ensillado que le traían.
—Recuerdos al primer cónsul, señor de Montrevel, gritó Morgan.
Y volviéndose hacia sus compañeros:
—¡Dispersaos! Ya sabéis cuándo es la cita; hasta mañana por la tarde…
—Sí, sí, respondieron diez o doce voces.
Los jinetes se dispersaron como una bandada de pájaros, desapareciendo en el valle bajo la sombra de los árboles.
En aquel momento se oyó el galope de los caballos, y la escolta, atraída por los disparos, apareció en la cumbre de la cuesta.
Pero llegó demasiado tarde: no encontró más que al conductor sentado a la orilla del camino, los cadáveres del agente de policía y de su jefe, y a Roland prisionero y rugiendo como un león que muerde las barras de su jaula.