Capítulo III

La casa de postas

El mismo día, a eso de las seis de la mañana, es decir, durante el pardusco y frío amanecer de uno de los últimos días de febrero, un jinete, espoleando un corcel de posta y precedido de un postillón encargado de volverse con el caballo, salía de Bourg por el camino de Macón o de Saint-Julien.

Decimos por el camino de Macón o de Saint-Julien porque a una legua de la capital de la Broscia el camino se divide en dos brazos, que conducen uno, el que sigue recto, a Saint-Julien, y otro, que se desvía a la izquierda, a Macón.

Al llegar al cruce de los dos caminos, el jinete iba a tomar el de Macón cuando oyó una voz que salía, al parecer, de debajo de un carro volcado, e imploraba misericordia. El caballero dio orden al postillón para que viese qué pasaba.

Un pobre hortelano estaba atrapado, efectivamente, bajo un carro cargado de legumbres. Probablemente había tratado de sostenerlo en el momento en que la rueda, mordiendo en la zanja, perdía el equilibrio; el carro se le había caído encima, pero con tanta fortuna que esperaba, según decía él, no haberse roto ningún hueso, y sólo pedía que volviesen a levantar el carro sobre sus ruedas, pues él confiaba en levantarse solo sobre sus piernas.

El caballero era compasivo con su prójimo, porque no sólo permitió que el postillón se detuviese para sacar al hortelano de la trampa en que estaba, sino que él mismo echó pie a tierra y, con una fortaleza que se estaba lejos de esperar de un hombre de mediana estatura, como era él, no solamente ayudó al postillón a poner el carro sobre sus ruedas sino también sobre el pavimento del camino.

Después quiso ayudar al hombre a levantarse, pero éste había dicho la verdad: estaba sano y salvo, y si le temblaban algo las piernas era para justificar el refrán: que hay un Dios para los borrachos.

El hortelano se deshizo en muestras de agradecimiento, y agarró su caballo por la brida.

Los dos jinetes volvieron a montar; lanzaron sus caballos al galope, y desaparecieron por el camino de Macón.

Apenas desaparecieron, cuando el hortelano paró el carro, se llevó a la boca una corneta de caza y dio tres toques.

Un hombre a caballo salió del bosque que bordea el camino real.

El hortelano sacó de su carro un traje completo de caza, se despojó rápidamente de sus ropas, se lo endosó, y saltando sobre el caballo con la ligereza de un jinete consumado, le dijo:

—Preséntate esta noche a las siete entre San Justo y Ceyzériat; allí verás a Morgan, y le dices que el que él sabe va a Macón, pero que yo estaré allí antes que él.

Y en efecto, sin preocuparse por el carro de legumbres, que dejaba por otra parte al cargo de su criador el ex-hortelano, que no era otro que nuestro antiguo conocido Montbar, volvió la cabeza de su caballo hacia el bosque de Monnet y lo puso al galope.

No era aquel un mal jaco de posta como el que montaba Roland, sino, al contrario, un excelente caballo de carreras, por lo que entre el bosque de Monnet y Polliat, Montbar alcanzó y aun dejó atrás a los dos caballeros.

El caballo, excepto por un pequeño alto en Saint-Cyr-sur-Menthon, hizo de un solo golpe y en menos de tres horas las nueve o diez leguas que separan Bourg de Macón. Al llegar a Macón, Montbar se apeó en la casa de postas, la única que en aquella época tenía la fama de albergar a todos los viajeros de categoría. Se echaba de ver, por el agasajo con que Montbar fue recibido en la posada, que era un viejo conocido del dueño.

—¡Ah! sois vos, señor de Jayat, dijo el patrón; ayer estábamos hablando de si os habría pasado algo, porque hace más de un mes que no os hemos visto por estas tierras.

—¿Creéis que hace tanto tiempo como decís, amigo mío? dijo el joven afectando la tartamudez de moda; sí, es cierto, he estado con mis amigos, los Treffort, los Hautecourt; ya conocéis de nombre a estos caballeros, ¿no?

—¡Oh! de nombre y personalmente.

—Hemos juntos corrido a caballo; tienen unos coches excelentes: ¿pero se almuerza hoy en esta casa?

—¿Por qué no?

—Pues bien, hacedme traer un pollo, una botella de vino de Burdeos, un par de chuletas, frutas, cualquier cosa.

—Al instante. ¿Queréis se os sirva en vuestro cuarto o en el comedor?

—En el comedor, que es más alegre, sólo que quiero que me sirváis en una mesa exclusiva para mí. ¡Ah! no descuidéis mi caballo, es un animal excelente y lo quiero mucho.

El huésped dio sus órdenes, Montbar se sentó frente la chimenea, se remangó la hopalanda y se calentó las pantorrillas.

—¿Remudan todavía en vuestra casa las diligencias? preguntó al dueño como para no dejar caer la conversación.

—¿Los correos querréis decir?

—Es igual: necesito ir a Chambery uno de estos días, ¿de cuántos asientos disponen?

—Tres; dos en el interior y uno con el correo.

—¿Y es posible que haya para mí un asiento libre?

—Algunas veces se puede arreglar, pero lo mejor es tener siempre una calesa o un cabriolé para uno solo.

—¿Y no se puede pedir plaza con tiempo?

—No, porque ya comprenderéis, señor de Jayat, que si los viajeros los tienen pedidos anticipadamente desde París a Lyon no hay nada que hacer.

—¡Mirad a los aristócratas! contestó riendo. Y a propósito, se acerca uno en caballo de posta al que he adelantado a un cuarto de legua de Polliat; me ha parecido que el animal que montaba era algo asmático.

—¡Ah! dijo el huésped, eso no debe sorprender; mis cofrades están tan mal provistos de caballos…

—Mirad, justamente aquí está nuestro hombre, repuso Montbar; creía haberle tomado más ventaja.

Al poco rato Roland entraba al galope en el patio.

—¿Tomáis el cuarto número 1, señor de Jayat? preguntó el dueño.

—¿A qué viene esta pregunta?

—Porque me parece que es el mejor, y si no lo tomáis se lo daremos al señor que llega, en caso de que quiera quedarse.

—¡Ah! no paséis cuidado por mí; todavía no sé si me marcho o me quedo. Si el recién llegado se queda, como vos decís, dadle el número 1; yo me contentaré con el 2.

—El almuerzo del caballero está servido, dijo el mozo desde la puerta que comunicaba la cocina con el comedor.

Montbar le indicó con la cabeza que lo había entendido y entró en el comedor al mismo tiempo que Roland entraba en la cocina.

La mesa estaba servida, en efecto; Montbar cambió su cubierto de lado, y se colocó volviendo la espalda a la puerta.

La prevención fue inútil; Roland no entró en el comedor.

A los postres, el dueño vino a traerle el café.

Montbar comprendió que el digno patrón tenía ganas de hablar, lo que no podía venirle mejor porque había algo que quería saber.

—¡Hola! preguntó Montbar, ¿qué se ha hecho nuestro hombre? Qué, ¿no hizo más que mudar de caballo?

—No, no, respondió el huésped; es como decíais, un aristócrata; ha pedido que le sirviese el almuerzo en su cuarto.

—¿En su cuarto o en el mío? preguntó Montbar, porque estoy seguro de que le habéis dado el famoso número 1.

—¡Caramba, señor de Jayat! Es culpa vuestra; vos me habéis dicho que podía disponer del cuarto.

—Y vos me habéis tomado la palabra, y habéis hecho bien; me contentaré con el número 2.

—¡Oh! donde estaréis mal, porque el cuarto sólo está separado del número 1 por un tabique y se oye todo lo que se hace y se dice de un cuarto al otro.

—¡Hola, señor huésped! ¿Pensáis acaso que he venido aquí para hacer barbaridades o cantar canciones sediciosas, y tenéis miedo que se oiga lo que diga o lo que haga?

—No es eso.

—¿Qué es pues?

—No me preocupa que vos molestéis a los otros, sino que ellos os molesten a vos.

—¡Bien! No creo que vuestro huésped sea un alborotador.

—No; pero tiene aire de oficial.

—¿Qué os lo hace pensar?

—Su aspecto, en primer lugar, y en segundo que se haya informado sobre el regimiento que está de guarnición en Macón; yo le he dicho que era el 7.° de cazadores de caballería. «Bueno, ha dicho, ya conozco al jefe de brigada; es un amigo mío, ¿puede vuestro mozo llevarle una carta y preguntarle si quiere venir a almorzar conmigo?»

—¡Ah! ¡Ah!

—¡Oficiales! No faltará ruido y camorras. Puede ser que no sólo almuercen, sino que coman y cenen aquí.

—Amigo mío, no tendré el placer de pasar la noche en vuestra casa, probablemente; espero por el correo interior cartas de París que harán decidir si me quedo o no; entre tanto, me haréis subir pluma, papel y tinta al cuarto número 2, haciendo el menor ruido posible para no incomodar a mi vecino.

Las órdenes fueron puntualmente ejecutadas, y él mismo subió tras el mozo de servicio para velar por que Roland no se viese incomodado por sus vecinos.

El cuarto era tal como había dicho el posadero; no se podía hacer un solo movimiento ni pronunciar una sola palabra que no se oyese en el otro. Así fue que Montbar oyó perfectamente cómo el mozo de la posada anunciaba a Roland la llegada del jefe de brigada Saint-Maurice, y en seguida los pasos de éste por el corredor y las exclamaciones que soltaron los dos amigos, contentos de verse.

Por su parte Roland, distraído un momento por el ruido del aposento vecino, lo había olvidado tan pronto cesó y no había ya peligro de que empezara de nuevo.

En cuanto Montbar se vio solo, se sentó a la mesa, sobre la cual habían dejado tinta, pluma y papel, y escuchó sin moverse. Los dos oficiales se habían conocido tiempo atrás en Italia, donde Roland se encontraba a las órdenes de Saint-Maurice, cuando éste era capitán y aquel sólo teniente.

En este momento la graduación de ambos era la misma, pero Roland, como delegado del primer cónsul y del prefecto de policía, ejercía mando sobre los oficiales del mismo grado, y en los límites de su misión aun sobre los de grado más alto.

Morgan no se había equivocado cuando supuso que el hermano de Amelia iba en tras los compañeros de Jehú; aun cuando las pesquisas nocturnas en la Cartuja de Seillon no hubiesen sido suficiente prueba, la conversación del joven oficial con su compañero, suponiendo que fuera escuchada, no dejaría lugar a dudas.

De modo que el primer cónsul enviaba cincuenta mil francos en efectivo a los padres de San Bernardo, a título de regalo; y que estos cincuenta mil francos iban remitidos por correo; pero los tales cincuenta mil francos no eran otra cosa que una especie de lazo, con el cual se esperaba prender a los desvalijadores de diligencias si no hubiesen sido sorprendidos ya en la Cartuja de Seillon o en algún otro escondite.

Pero faltaba saber cómo se les sorprendería. Ésta fue cuestión que debatieron largamente los dos oficiales mientras almorzaban.

A los postres, los dos estaban de acuerdo y el plan determinado.

La misma tarde Morgan recibía una carta, que decía así:

«El viernes próximo, a las cinco de la tarde, el correo partirá de París con cincuenta mil francos, destinados a los padres del Monte de San Bernardo.

»Los tres asientos, el del cupé y los dos del interior, están ya tomados por tres viajeros que subirán el primero en Sens y los otros dos en Tonnerre.

»Los viajeros serán: en el cupé, uno de los agentes más valientes del ciudadano Fouché; y en el interior, Mr. Roland y el coronel del 7.° de cazadores, de guarnición en Macón.

»Irán vestidos de paisano para no inspirar sospechas, pero armados hasta los dientes.

»Doce cazadores escoltarán el coche, pero a distancia.

»El primer disparo será la señal para caer sobre los salteadores.

»Mi opinión es que el ataque se efectúe en la Casa Blanca.

»Si se está conforme, que se me haga saber; yo soy quien conducirá el coche correo, de postillón, desde Macón a Belleville.

»Yo me encargo del jefe de brigada; hágalo uno de vosotros del agente del ciudadano Fouché.

»En cuanto a Mr. Roland, yo me encargo de impedirle bajar de la silla correo.

»La diligencia de Chambery pasará por la Casa Blanca el sábado a las seis de la tarde.

»Una sola palabra por respuesta en estos términos: sábado a las seis de la tarde, y todo seguirá adelante.

MONTBAR».

A medianoche, Montbar, que se había quejado del ruido que hacía su vecino y había sido transferido a un cuarto situado al otro extremo de la fonda, fue despertado por un correo.

Traía una carta para Mr. de Jayat.

Aquella carta contenía lo siguiente:

«Sábado a las seis de la tarde.

MORGAN».

»P. D. No olvidéis que la vida de Mr. Roland es sagrada».

El joven leyó esta respuesta con visible placer; ya no se trataba de un simple asalto a la diligencia: esta vez se trataba de un lance de honor entre hombres de opiniones distintas, de un encuentro entre valientes.

No era solamente oro lo que se iba a derramar sobre el camino real, sino también sangre. No era con las pistolas sin bala del conductor, manejadas por mano de un niño, con las que tendría que habérselas, sino con las armas mortíferas de militares acostumbrados a empuñarlas.

Además, tenían todo el día que iba a amanecer y también el siguiente para tomar sus medidas; Montbar se conformó pues con preguntar al palafrenero quién era el postillón de servicio que debía tomar a las cinco la diligencia en Macón y recorrer la posta o más bien las dos postas que se encuentran entre Macón y Belleville. Le encargó además que comprase cuatro armellas y dos candados que cerrasen con llave.

Sabía de antemano que el coche correo llegaba a las cuatro y media a Macón, que allí se comía y que volvía a partir a las cinco en punto. Todas las medidas de Montbar estarían tomadas, porque, una vez hubo hecho los encargos a su criado, le despidió y se dejó apresar por el sueño atrasado.

Al día siguiente no se despertó, o más bien, no bajó hasta las nueve de la mañana. Preguntó sin afectación noticias al huésped sobre su ruidoso compañero. Éste había salido a las seis de la mañana por la posta de Lyon a París con su amigo, el jefe de brigada de cazadores, y el huésped había creído oír que sólo habían reservado asiento hasta Tonnerre.

Por lo demás, al igual que Mr. de Jayat se interesaba por el joven oficial, éste por su parte lo hacía por él; había preguntado quién era, si acostumbraba a venir a la posada, y si le parecía que querría vender su caballo.

El huésped había contestado que conocía perfectamente a Mr. de Jayat, quien acostumbraba alojarse en su posada siempre que sus asuntos lo llamaban a Macón, y que en cuanto a su caballo, a juzgar por el cariño que el joven le profesaba, no creía que quisiese deshacerse de él a ningún precio, por lo que el viajero se había marchado sin insistir más.

Después del desayuno, Mr. de Jayat, que parecía estar muy desocupado, hizo ensillar su caballo, lo montó y salió de la ciudad por el camino de Lyon. Mientras estuvo dentro, permitió al caballo que marchase al paso que más le conviniese al elegante animal; pero una vez fuera, apretó las rodillas, presionándole los ijares: la señal era clara y el bruto se lanzó al galope.

Montbar cruzó los pueblos de Varennes y de Creches, y la Capilla de Grinchay, sin detenerse hasta la Casa Blanca.

El lugar era tal como había dicho Valensolle, y admirablemente escogido para una emboscada.

La Casa Blanca estaba situada al fondo de un pequeño valle entre una bajada y una subida; por un ángulo del huerto pasaba un arroyuelo sin nombre que iba a desembocar en el Saone, a la altura de Challe. Árboles corpulentos y copudos seguían la corriente del río y envolvían la casa formando un semicírculo. Ésta, después de haber sido en otro tiempo un mesón que fracasó, estaba cerrada desde hacía siete u ocho años y empezaba a arruinarse.

Antes de llegar a ella, viniendo de Macón, el camino formaba un recodo. Montbar lo examinó todo, cual lo haría un ingeniero encargado de escoger el terreno para un campo de batalla; sacó de su bolsillo un lápiz y una cartera y trazó un plano exacto de la posición; después regresó a Macón.

Al cabo de dos horas el palafrenero partía llevando este plano a Morgan y dejando a su amo el nombre del postillón que debía conducir el coche: se llamaba Antonio. Había hecho comprar además las cuatro armellas y los dos candados.

Montbar mandó subir una botella de Borgoña añejo y mandó llamar a Antonio. Diez minutos después Antonio entraba. Era un alto y arrogante mozo de veinticinco a veintiséis años, de la estatura de Montbar poco más o menos, de quien éste, después de examinarle de pies a cabeza, pareció quedar sumamente satisfecho.

El postillón se detuvo en el dintel de la puerta y, llevándose la mano a su sombrero como los militares:

—El ciudadano me ha hecho llamar, dijo.

—¿Sois vos Antonio? preguntó Montbar.

—Para serviros en lo que pueda a vos y a vuestra compañía.

—Sí, amigo mío, puedes servirme; cierra pues la puerta y ven acá.

Antonio cerró la puerta, se acercó hasta una distancia de dos pasos respecto a Montbar y, llevando de nuevo la mano a su sombrero:

—Mandad, mi señor.

—Antes que nada, dijo Montbar, si no encuentras inconveniente, vamos a beber un vaso de vino a la salud de tu querida.

—¡Oh! ¡Oh!, ¿de mi querida? dijo Antonio; ¿creéis que la gente como nosotros tiene queridas? Eso vale para los señores como vos.

—¿Quieres hacerme creer, picarón, que con un garbo como el tuyo has hecho voto de continencia?

—¡Oh! yo no quiero decir que un servidor sea un fraile en cuanto a este punto; uno tiene por aquí y por allá algún amorcillo en el camino real.

—Sí, en cada taberna; por eso un servidor se detiene tan a menudo con los caballos de retorno para echar un trago y encender la pipa.

—¡Diablo! dijo Antonio con un intraducible movimiento de hombros, un hombre tiene que divertirse.

—Vamos, prueba este vino, muchacho, yo respondo de que no será él quien te haga llorar.

Y tomando un vaso lleno, Montbar hizo seña al postillón de que hiciese lo propio con el otro.

—A vuestra salud y a la de vuestra compañía.

Era ésta una locución familiar para el bravo postillón, una especie de extensión de cortesía que no necesitaba venir justificada por una compañía cualquiera.

—¡Ah! sí, dijo después de haber bebido y haciendo chasquear la lengua; esto sí que es vino añejo, y yo que me lo he echado al coleto sin catarlo antes, como si fuese clarete.

—Es una sinrazón, Antonio.

—Ya se ve que lo es.

—Vamos, dijo Montbar llenando un segundo vaso; por suerte todavía hay remedio.

—No más arriba del dedo, paisano, dijo el chistoso postillón alargando el vaso y poniendo el dedo al nivel del borde.

—Esperad, dijo Montbar en el momento en que Antonio iba a llevarse el vaso a la boca.

—Casi ya no llega a tiempo, dijo el postillón; iba a pasar el desgraciado. ¿Qué hay?

—Tú no has querido que yo brinde a la salud de tu querida, pero espero no rehusarás beber a la salud de la mía.

—¡Oh! Eso no se rehúsa nunca; ¡a la salud de vuestra querida y de su compañía! Y se tragó el rojo licor, catándolo esta vez.

—Poco a poco, dijo Montbar, te has apresurado demasiado, amigo mío.

—¡Bah! dijo el postillón.

—Sí; supón que yo tenga muchas queridas: si no mencionamos a la salud de cuál bebemos; ¿cómo quieres que le aproveche?

—Tenéis razón, no me acordaba.

—Eso es muy triste y tenemos que volver a empezar, amigo mío.

—Pues volvamos a empezar. Con un hombre como vos, no es cuestión de hacer mal las cosas; ya que se ha cometido la falta, la falta se compensará.

Y Antonio alargó su vaso, que Montbar llenó hasta el borde.

—Ahora, continuó echando una ojeada a la botella y asegurándose de que estaba vacía, no debemos equivocarnos otra vez. ¿Su nombre?

—¡Por la bella Josefina! dijo Montbar.

—¡Por la bella Josefina! repitió Antonio. Y se tragó el Borgoña con una satisfacción que a todas luces iba en aumento.

Luego, después de haber bebido y de haberse enjugado los labios con la manga, en el momento de dejar el vaso sobre la mesa:

—¡Eh! dijo, un instante, paisano.

—¡Bueno! dijo Montbar, ¿hay algo más que no marche?

—Ya lo creo; hemos cometido un disparate y ya no podemos repararlo.

—¿Cuál?

—La botella está vacía.

—Ésta sí, pero aquélla no.

Montbar alcanzó del ángulo de una chimenea una botella destapada.

—¡Ah! ¡ah! dijo Antonio, cuyo semblante se iluminó con una radiante sonrisa.

—¿Conque hay remedio? preguntó Montbar.

—Sí lo hay, contestó Antonio.

Y alargó su vaso, que Montbar llenó con la misma conciencia que las tres veces anteriores.

—Muy bien, dijo el postillón mirando a la luz el líquido rubí que chispeaba en su vaso; decía pues, que habíamos bebido a la salud de la bella Josefina, pero hay una endemoniada legión de Josefinas en Francia.

—Es muy cierto; ¿y cuántas supones tú que hay, Antonio?

—Yo creo que pasan de cien mil.

—Estoy de acuerdo, ¿y bien, qué?

—Que sobre estas cien mil me parece que no habrá más que una décima parte de hermosas.

—Es demasiado.

—Pongamos una vigésima parte.

—Bueno.

—Hacen cinco mil.

—¿Sabes que estás muy fuerte de aritmética?

—Si soy hijo de un maestro de escuela.

—Bueno, ¿y qué?

—¿A la salud de cuál de estas cinco mil hemos bebido?

—Tienes razón, Antonio; es preciso añadir el apellido al nombre de pila; a la salud de la bella Josefina…

—Aguardad, el vaso está ya empezado y no puede servir: es preciso, para que el brindis aproveche, vaciarlo y volverlo a llenar.

Antonio se llevó el vaso a la boca.

—Ya está vacío, dijo.

—Ya vuelve a estar lleno, dijo Montbar poniéndolo en contacto con la botella.

—Vamos, decid a la salud de la bella Josefina …

—¡A la salud de la bella Josefina… Lollier!

Montbar vacío su vaso.

—¡Cuerpo de Dios! dijo Antonio; Josefina Lollier, la conozco muy bien.

—¿Y quién te dice lo contrario?

—Josefina Lollier es la hija del dueño de postas de Belleville.

—Cabalmente.

—¡Diantre! dijo el postillón, no podéis quejaros, paisano; vaya un pimpollo de niña; ¡a la salud de la bella Josefina Lollier!

Y se bebió el quinto vaso de Borgoña.

—Y ahora, preguntó Montbar, ¿sabes para qué te he hecho subir?

—No, pero sea para lo que sea no me sabe mal.

—Vamos, que ya sé yo que eres una buena pieza.

—¡Oh! sí; soy lo que se llama un buen diablo.

—Pues voy a decírtelo.

—Soy todo oídos.

—¡Aguarda! creo que oirás todavía mejor si tienes el vaso lleno que si lo tienes vacío. —¿Habéis sido médico de sordos? preguntó el postillón tartamudeando.

—No; pero he tenido trato frecuente con borrachos, contestó Montbar llenando de nuevo el vaso de Antonio.

—No porque el vino guste se ha de estar borracho, dijo Antonio.

—Soy de tu parecer, mi valiente amigo, replicó Montbar; no se está borracho sino cuando no se sabe llevar.

—Muy bien dicho, repuso Antonio, que parecía llevarlo a las mil maravillas, ya os escucho.

—Me has dicho que no sabías para qué te había hecho subir.

—Sí, lo he dicho.

—Sin embargo, ya debes pensar que era para algún fin en concreto.

—Todos tenemos uno, bueno o malo, según predica nuestro cura.

—Pues bien, el mío, amigo, es entrar por la noche en el patio de maese Nicolás Dionisio Lollier, dueño de la casa de postas de Belleville.

—De Belleville, repitió Antonio, que seguía las palabras de Montbar con toda la atención de que era capaz; ¿vos queréis entrar sin ser reconocido en el patio de maese Nicolás Dionisio Lollier, dueño de la casa de postas de Belleville, para ver a vuestras anchas a la bella Josefina? ¡Ah! ya sois un buen pájaro.

—Sí, mi querido Antonio. Quiero entrar sin ser reconocido, porque el padre lo ha descubierto todo y ha prohibido a su hija que me reciba.

—Bien, ¿y qué puedo hacer yo?

—Tienes todavía las ideas oscuras, Antonio; bebe este vaso de vino para aclararlas. —Tenéis razón, dijo Antonio.

Y apuró su sexto vaso de vino.

—¿Qué puedes hacer, Antonio?

—Sí, ¿qué puedo hacer yo? Eso es lo que pregunto.

—Tú lo puedes hacer todo, amigo mío.

—¿Yo?

—Tú.

—¡Ah! me gustaría mucho saberlo; iluminadme, iluminadme.

Y alargó su vaso.

—¿No conduces mañana el correo de Chambery?

—Un poco; a las seis.

—Pues bien, supongamos que Antonio sea un buen muchacho.

—Ya está supuesto, porque lo es.

—Pues bien, he aquí lo que hace Antonio.

—Veamos qué es lo que hace.

—En primer lugar apura su vaso.

—Eso no es difícil; ya lo está.

—Después toma estos diez luises.

Montbar alineó diez luises sobre la mesa.

—¡Ah!, ¡ah! dijo Antonio, de los amarillos, de los de verdad; yo creía que estos demonios habían emigrado todos.

—Pues ya ves que todavía quedan.

—¿Y qué ha de hacer Antonio para que pasen a su bolsillo?

—Que Antonio me preste su mejor vestido de postillón.

—¿A vos?

—Y que me ceda su puesto mañana por la tarde.

—¡Ah! sí, para que podáis ver a la bella Josefina sin ser reconocido.

—¡Vamos pues! Yo llego a las ocho a Belleville, entro en la cuadra, digo que los caballos están fatigados y los hago descansar hasta las diez, y de las ocho a las diez… —Ni visto ni conocido, se burló al padre Lollier.

—Pues eso mismo, ¿estamos, Antonio?

—Sí, estamos; cuando uno es joven es del partido de los jóvenes; cuando es muchacho es del partido de los muchachos, y cuando sea viejo y padre será del partido de los padres y los viejos y gritará: ¡vivan las quijadas!

—Así, pues, mi bravo Antonio, tú me prestas tu más hermosa chaqueta y tus mejores calzones.

—Justamente tengo una chaqueta y unos calzones que todavía no he estrenado.

—Y me cedes tu puesto.

—Con mucho gusto.

—Y yo te doy estos cinco luises por adelantado.

—¿Y el resto?

—Mañana al calzarme las botas; pero tendrás una precaución…

—¿Cuál?

—Se habla mucho de unos salteadores que desvalijan las diligencias; te preocuparás de poner pistoleras en la silla del conductor.

—¿Para qué?

—Para meter pistolas.

—¡Vamos! No vayáis a hacer mal a esa buena gente.

—¿Cómo? ¿Buena gente llamas a unos ladrones que desvalijan las diligencias?

—No son ladrones los que roban el oro del gobierno.

—¿Ésa es tu opinión?

—Y la de muchos otros también. En cuanto a mí, si fuera juez, no les impondría ninguna pena.

—¿Y aun beberías a su salud?

—De mil amores, con tal que el vino fuese bueno.

—Pues te desafío, dijo Montbar vertiendo en el vaso de Antonio lo que quedaba de la segunda botella.

—No sabéis el refrán, dijo el postillón.

—¿Cuál?

—No se debe desafiar a un loco a que haga locuras. ¡A la salud de los compañeros de Jehú!

—Así sea, dijo Montbar.

—¿Y los cinco luises? repuso Antonio dejando el vaso sobre la mesa.

—Aquí están.

—Gracias; tendréis pistoleras en vuestra silla, pero creedme, no metáis pistolas dentro, o si las metéis, haced como el padre Gerónimo, el conductor de Génova, no las carguéis con balas.

Y tras esta recomendación filantrópica el postillón se despidió de Montbar y bajó las escaleras cantando unas coplas con voz vinosa.

Montbar siguió concienzudamente al cantor hasta al fin de la segunda copla, pero por mucho interés que tomase en el romance de maese Antonio, como su voz se perdió a lo lejos, tuvo que dar su pésame al resto de la canción.