Matorral hondo
La hija del conserje no se había equivocado: era el propio Roland a quien había visto hablar en la cárcel con el capitán de gendarmes. Por su parte, Amelia tenía razón al temer que su hermano seguía las huellas de Morgan.
Roland no sospechaba el interés que su hermana tenía por el jefe de los compañeros de Jehú y, si no se había presentado en el castillo, era porque desconfiaba de una indiscreción por parte de los criados.
Vio a Carlota, la hija del portero, pero al no haber manifestado ésta ninguna sorpresa, creyó que no le había reconocido; incluso, después de haber intercambiado algunas palabras con el capitán de gendarmes, fue a esperarle en la plaza del Bastión, muy desierta a aquella hora.
Cuando concluyó su registro, el capitán de gendarmes volvió a reunirse con él. Encontró a Roland paseándose de un extremo a otro con impaciencia. En casa del conserje, Roland se había contentado con darse a conocer; allí podía entrar en materia. Informó por consiguiente al capitán de gendarmería del objeto de su viaje.
Del mismo modo que en las sesiones públicas se otorga la palabra a quien la pide tácitamente, aunque se trate de cuestiones personales, Roland había pedido al primer cónsul, también por motivos personales, que se le confiase la persecución de los compañeros de Jehú, y también lo había obtenido sin reservas.
Una orden del ministro de la guerra ponía a su disposición las guarniciones, no solamente de Bourg, sino también de los pueblos limítrofes. Una orden del prefecto de policía autorizaba a todos los oficiales de gendarmería para prestarle mano fuerte.
Había pensado, naturalmente, dirigirse antes que a ningún otro al capitán de gendarmería de Bourg, a quien conocía desde hacía tiempo y que sabía era un hombre de valor e iniciativa. Había encontrado lo que buscaba: el capitán de gendarmería de Bourg tenía la cabeza llena contra los compañeros de Jehú, que detenían las diligencias a un cuarto de legua de la ciudad sin que les echaran nunca el guante. Había leído las comunicaciones remitidas sobre los tres últimos ataques al ministro de policía, y comprendía su mal humor.
Pero Roland acabó de asombrarle al contarle lo que le había pasado en la Cartuja de Seillon la noche que pasó allí, y sobre todo lo que le sucedió en la misma Cartuja a sir John en el transcurso de la siguiente.
Bien supo por qué el forastero que había en casa de Mme. de Montrevel había recibido una puñalada, pero como nadie había ido a quejarse, no se creyó con derecho a traspasar la oscuridad, en la cual le parecía que Roland quería dejar sepultado el asunto.
En aquella época de turbación la fuerza armada tenía una indulgencia que no habría tenido en otros tiempos. En cuanto a Roland, no había dicho nada, queriendo reservarse la satisfacción de perseguir en su debido tiempo y lugar a los compañeros de la Cartuja, fuesen bromistas o asesinos.
Hemos visto cómo le habló de ello a Bonaparte desde el primer día de su llegada a París, cómo otros sucesos le habían obligado a diferir su plan y cómo a la primera ocasión había vuelto a anunciárselo.
Esta vez venía con todos los medios para ponerlo en marcha, y bien resuelto de no volver a presentarse ante el primer cónsul sin haberlo cumplido. Por otra parte, era precisamente el tipo de aventura que buscaba Roland. Era a la vez peligrosa y atrayente.
Era una oportunidad de jugarse la vida contra una gente que, cuidando poco de la suya, menos cuidarían probablemente de la del mismo Roland.
Estaba éste bien lejos de atribuir a su verdadera causa, es decir, a la protección de Morgan, la fortuna con que se había salvado del peligro la noche que veló en la Cartuja y el día que combatió con Cadoudal.
¡Cómo iba suponer que con una simple cruz trazada sobre su nombre, a doscientas cincuenta leguas de distancia, esta señal de redención le había protegido en dos confines de Francia!
Lo primero que había que hacer era ir a ver la Cartuja y escudriñar hasta los rincones más secretos.
Pero la noche ya estaba muy adelantada y se convino en diferir la expedición para la próxima.
Entre tanto, Roland permanecería en el cuartel de gendarmes, oculto en el cuarto del capitán para que nadie en Bourg sospechase su presencia ni el motivo que le traía.
Guiaría la expedición disfrazado de cuartel-maestre, pasando por agregado a la brigada de Lons-le-Santnier, y gracias a este uniforme podría, sin ser reconocido, dirigir al día siguiente la pesquisa decretada dentro la Cartuja.
Todo se cumplió conforme al plan convenido. Hacia la una Roland entró en el cuartel con el capitán, subió al aposento de éste, se arregló una cama de campaña y durmió como quien acaba de pasar dos días y dos noches en una silla de posta. Al día siguiente reunió paciencia, haciendo para instrucción del mariscal un plano de la Cartuja de Seillon, con cuyo auxilio, aun sin el de Roland, habría podido el digno oficial dirigir la expedición sin extraviarse ni un paso.
Como el capitán no tenía más que dieciocho soldados a sus órdenes, que no bastaban para rodear completamente la Cartuja, o más bien, para guardar las dos salidas y registrarla por dentro; como habrían necesitado dos o tres días para completar la brigada, diseminada por los alrededores, y reunir el número de hombres necesario, el capitán, por orden de Roland, fue durante el día a poner al corriente al coronel de dragones, cuyo regimiento se encontraba de guarnición en Bourg, y pedirle doce hombres, que con los dieciocho del capitán formarían un total de treinta.
No sólo concedió el coronel sus doce hombres, sino que también, entendiendo que la expedición iba a ser dirigida por el jefe de brigada Roland de Montrevel, ayuda de campo del primer cónsul, declaró que quería además participar personalmente en la expedición al frente de sus doce hombres.
Roland aceptó su apoyo y quedó convenido que el coronel (nosotros empleamos indiferentemente el título de coronel o el de jefe de brigada, que designaba el mismo grado), y quedó convenido, decimos, que el coronel y doce dragones recogerían, al pasar, a Roland, al capitán y a sus dieciocho gendarmes, puesto que el cuartel de gendarmería se encontraba justamente camino de la Cartuja de Seillon.
La partida se fijó para las once.
A las once en punto el coronel de dragones y sus doce hombres se unían a los gendarmes, y los dos pelotones, reunidos en uno solo, se ponían en marcha. Roland, vestido de cuartel-maestre de gendarmería, se había dado a conocer a su colega el coronel de dragones, pero de cara los dragones y los gendarmes se había acordado que era sólo un cuartel-maestre destacado de la brigada de Lons-le-Santnier.
Como habrían podido extrañarse que se les diese por guía a un cuartel-maestre que no conociese la zona, se les había hecho creer que Roland en su juventud había sido novicio de Seillon, noviciado que le había permitido conocer mejor que nadie los rodeos más misteriosos de la Cartuja.
En un primer momento, aquellos valientes militares se sintieron algo humillados al verse dirigidos por un ex-monje, pero al fin y al cabo, como este ex-monje llevaba su sombrero de tres picos con bastante coquetería, como su porte parecía el de un hombre que al vestir el uniforme había olvidado por completo que en otro tiempo había ceñido el hábito, habían acabado por tomar partido de esta humillación y reservarse el juicio definitivo sobre el cuartel-maestre hasta ver cómo manejaba el mosquete que llevaba bajo el brazo, las pistolas que tenía en la cintura y el sable que pendía de su costado.
Provistos de antorchas, se pusieron en marcha en tres pelotones y en el más profundo silencio; uno de ocho hombres dirigido por el capitán de gendarmes, otro de diez por el coronel, y otro de doce comandado por Roland.
Al salir de la ciudad se separaron.
El capitán de gendarmes, que conocía mejor las localidades que el coronel de dragones, con ocho hombres se encargó de vigilar la ventana de la Corrérie que daba al bosque de Seillon.
El coronel con diez hombres se encargó de guardar la puerta de entrada principal de la Cartuja.
Roland, con doce hombres, se encargó de penetrar en el interior; llevaba con él a cinco gendarmes y siete dragones.
Se dio media hora para que cada cual se situara en su puesto.
Al dar las once y media en la iglesia de Péronnas, Roland y sus hombres debían escalar el muro del huerto. El capitán de gendarmes siguió el camino de Pont-d’Ain hasta la orilla del bosque y, bordeándola, llegó al puesto que se le había indicado. El coronel de dragones tomó el camino travesero que empalma con el camino de Pont-d’Ain y que conduce a la puerta principal de la Cartuja. Finalmente, Roland embistió atravesando terreno y alcanzó el muro del huerto que, como ya sabemos, había escalado en otras dos ocasiones.
Al dar las once y media dio la señal a sus hombres y escaló el muro; gendarmes y dragones le siguieron. Después de saltar al interior de la cerca no podían decir aún que Roland fuese valiente, pero sí sabían que era ligero.
Roland les mostró en la oscuridad la puerta a la que debían dirigirse; era la que comunicaba el huerto con el claustro.
Después se lanzó el primero a través de las altas yerbas, empujó la puerta el primero y el primero se encontró dentro del claustro.
Todo estaba oscuro, mudo, solitario.
Sirviendo siempre de guía a sus hombres, Roland llegó el refectorio. En todas partes reinaban la soledad y el silencio.
Se metió bajo la bóveda y volvió a encontrarse en el huerto, sin haber espantado a más seres vivientes que a las lechuzas y murciélagos.
Quedaba la cisterna, la bóveda y la capilla.
Roland atravesó el espacio que le separaba de la cisterna. Al llegar a los escalones, encendió tres antorchas, se quedó con una, entregó las otras dos a un dragón y a un gendarme, y después levantó la piedra que disimulaba la escalera. Los gendarmes que seguían a Roland empezaban a creer que era tan bravo como listo.
Flanquearon el corredor subterráneo y entraron en la bóveda fúnebre.
Allí se sentía más que la soledad, más que el silencio: era la muerte.
Roland fue de tumba en tumba, rondando, explorando los sepulcros con la culata de una pistola que llevaba en la mano.
Todo quedó mudo.
Atravesaron la cueva fúnebre, encontraron la segunda reja y entraron en la capilla. El mismo silencio, la misma soledad; todo estaba abandonado, y se habría podido creer que desde años atrás. Roland se dirigió directo al coro; vio la sangre en las baldosas, que nadie se había tomado el trabajo de limpiar; lo habían registrado ya todo y no quedaba nada que esperar. Roland, sin embargo, no se quería retirar. Pensó que tal vez no le habían atacado a causa de su numerosa escolta, por lo que dejó a diez hombres y una antorcha en la capilla, les encargó que se pusiesen en contacto, a través de la ruinosa ventana, con el capitán de gendarmes, emboscado en la selva a pocos pasos de ella, y él con dos hombres se volvió por donde había salido.
Esta vez los dos hombres que seguían a Roland le juzgaron más que valiente: temerario. Pero Roland, no cuidando siquiera de si le seguían, volvió sobre sus propias huellas a falta de las de los bandidos. Los dos hombres le siguieron avergonzados.
Decididamente, la Cartuja estaba abandonada.
Al llegar frente de la puerta principal, Roland la abrió y se reunió con el coronel de dragones.
Nada habían visto ni oído.
Entraron todos juntos, cerrando y atrincherando la puerta para cortar la retirada a los bandidos, si tenían la suerte de encontrarlos, y fueron a reunirse con el resto de sus compañeros, que por otra parte se habían reunido con el capitán de gendarmes y sus ocho hombres. Esta fuerza los aguardaba en el coro.
Era preciso decidirse a la retirada: acababan de dar las dos de la madrugada y hacía tres horas que buscaban sin encontrar nada.
Roland, rehabilitado en el ánimo de los gendarmes y de los dragones, que encontraron en el ex-novicio algo distinto a lo que esperaban, dio a su pesar la señal de retirada abriendo la puerta de la capilla que daba al bosque.
Esta vez, como no esperaba ya encontrar a nadie, Roland se contentó con cerrar la puerta tras de sí. Después la pequeña escolta volvió a tomar a paso redoblado el camino de Bourg. El capitán de gendarmes, sus dieciocho hombres y Roland, se volvieron al cuartel después de haberse dado a conocer al centinela. El coronel de dragones y los doce hombres continuaron su camino y regresaron a la ciudad.
Este grito del centinela era el que había llamado la atención de Morgan y Valensolle, a la vuelta de los dieciocho hombres al cuartel, que había interrumpido su comida; y era en fin esta circunstancia imprevista lo que había hecho decir a Morgan:
—¡Atención!
En efecto, en la situación en que se encontraban los dos jóvenes, todo merecía atención. Así fue que la cena fue interrumpida; las mandíbulas dejaron de masticar para dejar a los ojos y a los oídos plena libertad para realizar sus propias funciones al máximo de su capacidad.
Muy pronto se vio que sólo los ojos estarían ocupados. Cada gendarme volvió sin luz a su respectivo aposento. Nada llamó pues la atención de los dos jóvenes en las numerosas ventanas del cuartel, de modo que pudieron concentrarse en un solo punto.
Entre todas aquellas ventanas oscuras, dos se iluminaron; quedaban enfrente de la estancia donde los dos amigos cenaban, pero instalados como estaban sobre las haces de forraje, Morgan y Valensolle quedaban, no sólo al nivel, sino aun por encima de ellos. Estas ventanas eran las del capitán de gendarmes.
Fuera por indolencia del capitán o por penuria del Estado, se habían olvidado guarnecerlas con cortinas, de suerte que, gracias a las dos velas de sebo encendidas por el oficial de gendarmes, podían ver lo que pasaba en aquel cuarto.
De repente Morgan agarró el brazo de su amigo y lo apretó con fuerza.
—¿Qué hay de nuevo? dijo éste.
Roland acababa de tirar su sombrero de tres picos sobre una silla, y Morgan le había reconocido.
—Roland de Montrevel, dijo, Roland disfrazado de cuartel-maestre: esta vez hemos dado con su pista, mientras que él busca todavía la nuestra. Conviene pues, no perderla.
—¿Qué haces? preguntó Valensolle, sintiendo que su amigo se apartaba de su lado.
—Voy a prevenir a nuestros compañeros; tú quédate y no le pierdas de vista; se quita el sable y las pistolas, es probable que va a pasar la noche en el pabellón del capitán: mañana le desafío a coger un camino cualquiera sin que alguno de nosotros le pise los talones.
Y Morgan, deslizándose por el forraje, desapareció a los ojos de su compañero, que, agachado como una esfinge, no perdía de vista a Roland de Montrevel.
Un cuarto de hora más tarde Morgan estaba de vuelta y las ventanas del oficial de gendarmes habían quedado oscuras como todas las demás del cuartel.
—¿Y ahora? preguntó Morgan.
—Ahora, respondió Valensolle, la cosa ha concluido de la forma más prosaica del mundo: se han desnudado, han apagado las velas y se han acostado, el capitán en su cama y Roland sobre un colchón; es probable que a estas horas estén los dos roncando a cuál mejor.
—En este caso, dijo Morgan, buenas noches para ellos y para nosotros también.
Diez minutos después este deseo se veía cumplido y los dos jóvenes dormían como si no tuvieran el peligro por compañero de cama.