La gruta de Ceyzériat
Los dos jóvenes se internaron en la sombra de los frondosos árboles; Morgan guió a su compañero, menos familiarizado que él con los rodeos del parque, y lo condujo directamente al pasaje desde donde acostumbraba a escalar el muro. Ni uno ni otro necesitaron más que un segundo para llevar a cabo esta operación.
Un momento después, Morgan y su compañero estaban en las orillas del Reissousse, que atravesaron en una barca.
Un sendero al otro lado del río conducía a un bosque que se extiende desde Ceyzériat a Etrez, formando la pendiente de la selva de Seillon. Llegados a los márgenes del bosque, se detuvieron; hasta entonces habían andado tan veloces como era posible hacerlo sin correr y sin pronunciar una palabra.
Todo el camino que habían recorrido estaba desierto. Podían respirar.
—¿Dónde están los compañeros? preguntó Morgan.
—En la gruta, respondió Montbar.
—¿Y por qué no vamos allí enseguida?
—Porque al pie de aquella haya encontraremos a uno de los nuestros que nos dirá si hay algún peligro en pasar adelante.
—¿Cuál?
—D’Assas.
Una sombra se destacó del árbol.
—¡Ah!, ¿eres tú? dijeron los dos jóvenes.
—Presente, dijo la sombra.
—¿Qué hay? le preguntó Montbar.
—Nada; os esperan para tomar una resolución.
—En ese caso, vamos pronto.
Prosiguieron los tres jóvenes su rápido camino. Al cabo de trescientos pasos, Montbar se paró de nuevo.
—¡Harmand! dijo a media voz.
A este llamamiento, se oyó un crujir de hojas secas y una cuarta sombra, saliendo de una espesura, se acercó a los tres compañeros.
—¿No hay nada de nuevo? preguntó Montbar.
—Sí, un enviado de Cadoudal.
—¿El que ha venido ya?
—Sí.
—¿Dónde está?
—En la gruta, con los hermanos.
—Vamos.
Montbar se arrojó el primero; la senda llegaba a ser tan angosta que los cuatro jóvenes sólo podían andar uno tras otro.
El camino subía durante unos quinientos pasos por una pendiente muy suave pero tortuosa.
Llegados a un claro, Montbar emitió tres veces el grito del mochuelo, que había indicado su presencia a Morgan.
Un aullido de búho le respondió.
Un hombre se dejó resbalar a tierra de entre las ramas de un roble espeso: era el centinela que velaba en la boca de la gruta y que cambió algunas palabras con él y volvió a subir a su baluarte aéreo.
Montbar entró el primero en la gruta, y de un hoyo sacó un hachón y lo encendió.
El camino formaba profundas espirales subterráneas, como si fuese una antigua cantera; se habría dicho que los jóvenes iban a seguir por debajo de la tierra el mismo camino que habían hecho sobre ella, aunque a la inversa. Era evidente que recorrían las revueltas de una antigua cantera, las mismas quizás de donde salieron, hace mil novecientos años, las tres ciudades romanas que hoy día no son más que unos villorrios y el campo de César que los domina.
De trecho en trecho estaba cortado a lo ancho por un foso que sólo se podía franquear a través de una tabla que de un puntapié se podía echar al fondo de la zanja. Asimismo se veían todavía de trecho en trecho unos espaldones, tras los cuales podía uno atrincherarse y hacer fuego sin enseñar al enemigo una sola parte de su cuerpo.
En fin, a quinientos pasos de la entrada una barricada presentaba un último obstáculo a los que hubiesen querido llegar hasta una especie de rotonda, donde estaban acostados o sentados una docena de hombres, ocupados los unos en leer, los otros en jugar tranquilamente.
Ninguno de los lectores ni de los jugadores hizo caso del ruido de pasos de los que llegaban, ni de la luz que reverberaba en las paredes de la cantera; tan seguros estaban de que sólo podían ser amigos los que llegasen hasta ellos, en tan buen cobijo.
Por lo demás el aspecto que ofrecía este campamento era de los más pintorescos: las bujías, que ardían en profusión, porque los compañeros de Jehú eran demasiado aristócratas para gastar otra luz que la de la bujía, se reflejaban en trofeos de armas de toda especie; entre los cuales las escopetas de dos cañones y las pistolas ocupaban el primer lugar; colgaban en los intervalos floretes y caretas de armas; algunos instrumentos de música estaban colocados aquí y allá; en fin uno o dos espejos con sus marcos dorados indicaban que el tocador no era uno de los pasatiempos menos apreciados de los extraños habitantes de aquella mansión subterránea.
Todos parecían tan tranquilos, como si la noticia que había arrancado a Morgan de los brazos de Amelia les fuese desconocida o considerada como de poca importancia.
Cuando se oyeron estas palabras: «El capitán» se levantaron todos, no con el servilismo de los soldados que ven llegar a su jefe, sino con la deferencia afectuosa de unos hombres inteligentes y fuertes hacia otro más fuerte e inteligente que ellos.
Morgan sacudió entonces la cabeza, alzó la frente y, pasando por delante de Montbar, se internó en el corro que se había formado a su llegada.
—¡Hola, amigos!, ¿parece que hay novedades?
—Sí, capitán, dijo uno voz; aseguran que la policía del primer cónsul nos hace el honor de ocuparse de nosotros.
—¿Dónde está el mensajero? preguntó Morgan.
—Aquí estoy, dijo un joven vestido de correo de gabinete y todo cubierto de polvo y barro.
—¿Traéis despachos?
—Escritos, no; verbales, sí.
—¿De dónde proceden?
—Del gabinete particular del prefecto.
—Entonces se pueden creer.
—Os respondo de ello; es lo más oficial que puede haber.
—Bueno es tener amigos en todas partes, dijo Montbar a manera de paréntesis.
—Y sobre todo cerca de Mr. Fouché, repuso Morgan; veamos las noticias.
—¿Debo referirlas en voz alta o sólo a vos?
—Como presumo que nos interesan a todos, contadlas en voz alta.
—Pues bien; el primer cónsul ha llamado al ciudadano Fouché en el palacio de Luxemburgo, y le ha presentado cargos contra nosotros.
—¡Bien! ¿Después?
—El ciudadano Fouché ha respondido que nosotros somos unos pícaros muy diestros y muy difíciles de alcanzar, y más difíciles aún de cogernos cuando se nos había alcanzado. En una palabra, ha hecho de nosotros el mejor elogio.
—Eso le hace mucho honor. ¿Y después?
—El primer cónsul contestó que eso poco le importaba, que éramos unos salteadores, y que con nuestras fechorías sosteníamos la guerra de la Vendée; y que el día en que no hiciéremos pasar más dinero a Bretaña, no habría más insurgentes.
—Eso me parece admirablemente pensado.
—Que era en el Este y en el Mediodía donde había que herir al Oeste.
—Como a Inglaterra en la India.
—Por consiguiente, que daba carta blanca al ciudadano Fouché; y que aun cuando se gaste un millón y se sacrifiquen quinientos hombres, necesita nuestras cabezas.
—Pues bien, él ya sabe a quien se lo pide, pero le falta saber si nosotros le daremos este gusto.
—Entonces el ciudadano Fouché se puso furioso y declaró que era preciso que dentro de ocho días no existiera ya en Francia ni un solo compañero de Jehú.
—El plazo es corto.
—En el mismo día han partido correos para Lyon, para Macón, para Lons-le-Santnier para Besanzón y para Génova con orden a los jefes de las guarniciones de hacer personalmente todo lo posible para conseguir nuestro completo exterminio, pero con orden a los jefes de las guarniciones de obedecer a Mr. Roland de Montrevel, poniendo a su disposición todas las tropas que pueda necesitar.
—Y yo añadiré, dijo Morgan, que Mr. Roland está ya en campaña; ayer tuvo lugar en la cárcel de Bourg una conferencia con el capitán de gendarmes.
—¿Se sabe con qué objeto? preguntó una voz.
—¡Voto a bríos! dijo otro, para preparar nuestros alojamientos.
—¿Y le protegerás todavía? preguntó d’Assas.
—Más que nunca.
—¡Ah! eso es demasiado, murmuró una voz.
—¿Por qué? replicó Morgan en tono imperioso; ¿no es mi derecho?
—Ciertamente, dijeron otras dos voces.
—Pues bien, yo uso de él, como simple compañero y como capitán vuestro.
—Sin embargo, si en medio de la pelea una bala se extravía… dijo otra voz.
—Ahora no es un derecho el que reclamo, no es una orden la que doy, sino que os hago una súplica. Amigos míos, prometedme que la vida de Roland de Montrevel os será sagrada.
Y con voz unánime todos los que estaban allí respondieron extendiendo la mano:
—Sobre nuestro honor lo juramos.
—Ahora, repuso Morgan, se trata de considerar nuestra posición bajo su verdadero punto de vista, de no hacernos ilusiones; el día en que a una policía bien organizada se le meta en la cabeza perseguirnos y hacernos verdaderamente la guerra, no podremos resistir: nos valdremos de astucias como la zorra y volveremos como el jabalí, pero nuestra resistencia sólo será momentánea. Al menos éste es mi parecer.
Morgan interrogó con los ojos a sus compañeros y la adhesión fue unánime: no obstante reconocían, aun con la sonrisa en los labios, que su derrota era infalible.
Así sucedía en aquella extraña época: los hombres recibían la muerte sin temor, igual que la daban sin emoción.
—¿Y ahora, preguntó Montbar, no tienes nada más que añadir?
—Sí, dijo Morgan; tengo que añadir que no hay cosa más fácil que procurarnos buenos caballos y aun marcharnos a pie: todos somos cazadores y más o menos montañeses, a caballo tenemos bastante con seis horas para salir de Francia; a pie, necesitamos doce; una vez en Niza, nos burlaremos del ciudadano Fouché y su policía.
—Me fastidia tener que abandonar Francia, dijo Adier.
—Pondré ese recurso extremo a votación, después de que hayamos oído al enviado de Cadoudal.
—Es cierto, dijeron dos o tres; ¿dónde está el bretón?
—Duerme aún, dijo Adier, señalando con el dedo a un hombre acostado sobre un lecho de paja, en un hueco de la gruta.
Despertaron al bretón, que se incorporó sobre sus rodillas, restregándose los ojos con una mano y buscando como siempre su carabina con la otra.
—Estáis entre amigos, dijo una voz, no tengáis miedo de nada.
—¡Tener miedo! dijo el bretón; ¿quién supone por ahí abajo que yo puedo tener miedo?
—Alguno que probablemente no sabe qué es, mi querido Rama-de-oro, dijo Morgan (porque reconocía ya en aquel hombre al mensajero de Cadoudal, por ser el mismo que había sido recibido en la Cartuja durante la noche que él había llegado de Aviñón) y en nombre del cual os doy mi disculpa.
Rama-de-oro miró al grupo de jóvenes que tenía delante con un aire que no dejaba duda sobre el reparo con que tomaba cierto tipo de bromas, pero como aquel grupo nada tenía de ofensivo y era evidente que su algazara no era ninguna burla, preguntó con un acento bastante gracioso:
—¿Cuál de vosotros es el jefe? Tengo que entregarle una carta de parte de mi general.
—Soy yo, dijo.
—¿Vuestro nombre?
—Tengo dos.
—¿Vuestro nombre de guerra?
—Morgan.
Morgan dio un paso adelante.
—Sí, sois el mismo que me dijo el general; además, ya os reconozco; vos sois el que en la noche en que fui recibido por unos monjes me entregasteis un saquito de sesenta mil francos: en ese caso tengo una carta para vos.
—Dámela.
El aldeano cogió su sombrero, arrancó el forro, y de entre el forro y el fieltro sacó un pedazo de papel que simulaba un segundo forro y parecía blanco a primera vista; después, haciendo un saludo militar, lo presentó a Morgan.
Éste empezó a volverlo en todos sentidos; pero viendo que no había nada escrito, al menos ostensiblemente:
—Una bujía, dijo.
Acercaron una bujía; Morgan expuso el papel a la llama. Poco a poco el papel se cubrió de caracteres y con el calor apareció el texto.
Esta experiencia parecía familiar a los jóvenes; el bretón, en cambio, la miraba con cierta sorpresa.
Para aquel carácter sencillo podía muy bien haber cierta magia en aquella operación, pero desde el momento en que el diablo servía a la causa realista, no le importaba tener pacto con él.
—Señores, dijo Morgan, ¿queréis saber lo que nos dice el amo?
Todos se inclinaron para escuchar.
El joven leyó en voz alta:
«Mi querido Morgan: si os dicen que he abandonado la causa como los jefes vendeanos, no creáis una palabra; yo soy terco como un verdadero bretón. El primer cónsul me ha enviado a uno de sus ayudantes de campo, ofreciéndome el empleo de coronel y una amnistía para mis hombres: sin consultarlos he rehusado.
»Al presente todo depende de vos; si se nos cierra la caja del gobierno, la oposición realista, cuyo corazón no late más que en Bretaña, acabará por extinguirse enteramente.
»Cuando se extinga, será cuando el mío haya cesado de latir.
»Nuestra misión es peligrosa; es probable que en ella perdamos todos la cabeza; pero ¿no encontráis que será una gloria para nosotros oír decir de cerca, si es que se oye todavía alguna cosa más allá de la tumba: “¡Todos habían desmayado, ellos no desmayaron nunca!”?
»Uno de nosotros dos seguirá al otro, pero para sucumbir a su vez; diga éste al morir: Etiamsi omnes, ego, non.
»Contad conmigo como cuento con vos.
»JORGE CADOUDAL.
»P. D. Ya sabéis que podéis entregar a Rama-de-oro todo el dinero que tengáis para la causa; me ha prometido no dejarse coger y fío en su palabra».
Un murmullo de entusiasmo se levantó entre los jóvenes.
—¿Habéis oído, señores?
—Sí, sí; repitieron todas las voces.
—Entonces, ¿qué suma tenemos para entregar a Rama-de-oro?
—Treinta mil francos del lago de Silans; veintidós mil de las Carrannieres, catorce mil de Meximieux; en todo cuarenta y nueve mil, dijo Adier.
—Ya lo oís, mi querido Rama-de-oro, dijo Morgan.
—Es poca cosa; somos la mitad más pobres que la última vez; pero ya sabéis el refrán: la joven más bella del mundo no puede dar más de lo que tiene.
—El general sabe lo que arriesgáis por conquistar este dinero, y lo recibirá con reconocimiento.
—Tanto más, dijo la voz de un joven que acababa de mezclarse con el grupo, cuanto que el próximo envío será mejor si el sábado queremos decir dos palabras al correo de Chambery.
—¡Ah!, ¿eres tú, Valensolle? dijo Morgan.
—Nada de nombres propios si gustas, barón; hagámonos fusilar, guillotinar, enrodar, descuartizar, pero salvemos el honor de la familia. Yo me llamo Adier y no respondo a otro nombre.
—Perdona, tienes razón; ¿decías pues…?
—Que el correo de París a Chambery pasará el sábado conduciendo cincuenta mil francos del gobierno para los religiosos del monte de San Bernardo, por un lugar llamado la Casa Blanca que me parece perfecto para una emboscada.
—¿Qué decís a eso, señores? preguntó Morgan; ¿hacemos el obsequio al ciudadano Fouché de meternos en su policía? ¿Nos vamos? ¿Abandonamos Francia, o permanecemos fieles compañeros de Jehú?
—Permanezcamos, dijo un solo grito.
—Enhorabuena, dijo Morgan: os reconozco; Cadoudal nos ha trazado el camino en la admirable carta que acabamos de recibir; adoptemos pues su heroica divisa: Etiamsi omnes, ego, non.
Luego, dirigiéndose al aldeano, le dijo:
—Ve y di al general, que a todas partes adonde vaya, y sobre todo al cadalso, tendré el honor de seguirle o de precederle; hasta la vista.
Volviéndose después al joven que con tanto celo había pedido que se respetase su incógnito:
—Mi querido Adier, le dijo como quien recobra la alegría perdida, yo soy quien se encarga de daros cena y cama esta noche, si os dignáis reconocerme como vuestro huésped.
—Con mucho gusto, amigo Morgan, respondió el recién llegado; sólo te prevengo que me contentaré con cualquier cama, puesto que me caigo de cansado, pero no con cualquier cena, porque me muero de hambre.
—Tendrás buena cama y una cena excelente.
—¿Qué se ha de hacer para eso?
—Seguirme.
—Estoy dispuesto.
—Entonces, ven; buenas noches, señores, ¿eres tú quien vela, Montbar?
—Sí.
—En ese caso, podemos dormir tranquilos.
Morgan cogió un hachón que le presentaron, y entró en las profundidades de le gruta, donde vamos a seguirle, si el lector no está ya cansado de esta larga sesión.
Era la primera vez que Valensolle, que era natural, como hemos visto, de las cercanías de Aix, tenía la ocasión de visitar la gruta de Ceyzériat, tan recientemente apropiada por los compañeros de Jehú como lugar de refugio. En las reuniones precedentes sólo había tenido ocasión de enterarse de los intrincados laberintos de la Cartuja de Seillon, que había acabado por conocer con bastante exactitud como para que en la comedia representada delante de Roland se le confiase el papel de fantasma.
Todo era pues curioso y desconocido para él en el nuevo domicilio donde iba a dar su primer sueño y que parecía ser, al menos por unos días, el cuartel general de Morgan.
Como en todas las canteras abandonadas, que parecen al primer golpe de vista una ciudad subterránea, las diferentes calles cavadas por la extracción de la piedra terminaban en el punto de la mina donde el trabajo había sido interrumpido.
Sólo una de estas calles parecía prolongarse indefinidamente. Sin embargo, llegaba un punto donde ella misma había tenido que detenerse un día, pero en el ángulo del callejón había una abertura para dar paso a dos hombres.
Los dos amigos se internaron en ella.
El aire se enrarecía tanto que a cada paso el hachón amenazaba con apagarse.
Valensolle sintió caer gotas de agua helada sobre sus hombros y sus manos.
—¿Llueve? dijo.
—No, respondió Morgan riendo: pasamos bajo el Reissousse.
—¿Vamos a Bourg?
—Más o menos.
—Sea; tú me llevas, tú me prometes cena y cama, nada me preocupa salvo que vamos a quedarnos a oscuras; sin embargo…, añadió el joven siguiendo con los ojos la pálida luz de la antorcha.
—No sería demasiado incómodo, puesto que siempre nos volveríamos a encontrar.
—En fin, dijo Valensolle, y cuando uno piensa que todo es por príncipes que no saben ni aun nuestro nombre, y que si lo supieran un día, lo olvidarían al siguiente en que hubieran sabido que a las tres de la madrugada nos paseamos dentro una caverna, pasamos por debajo de ríos y vamos a acostarnos no sé adónde, con la perspectiva de ser capturados, juzgados y guillotinados en una bella mañana, ¿te das cuenta de lo estúpido que es, Morgan?
—Querido, respondió éste, lo que pasa por estúpido, y que no se comprende por el vulgo en tales casos, tiene muchas probabilidades de ser sublime.
—Veo que pierdes más que yo en el oficio; yo pongo el sacrificio, y tú añades el entusiasmo.
Morgan arrojó un suspiro.
—Hemos llegado, dijo, dejando caer la conversación como una carga que le pesaba.
En efecto; acababa de tropezar con los primeros peldaños de una escalera. A los diez escalones había una reja, que abrieron con una llave, y se encontraron en una bóveda funeraria.
A ambos lados de la bóveda había dos tumbas sostenidas por trípodes de hierro. Aquellas tumbas albergaban a los miembros de la familia de Saboya antes de que se ciñera la corona real.
Al fondo de la cueva había una escalera que conducía a un piso superior.
Valensolle echó una mirada escrutadora a su alrededor, y a la luz vacilante de la antorcha reconoció el fúnebre local en que se encontraba.
—¡Qué diablos! dijo, al parecer somos todo lo contrario que los espartanos.
—¿Porque ellos eran republicanos y nosotros realistas? preguntó Morgan.
—No, porque ellos hacían traer un esqueleto al final de sus comidas, y nosotros al principio.
—¿Estás seguro de que eran los espartanos los que daban esta prueba de filosofía? preguntó Morgan cerrando la puerta.
—Ellos u otros, vale lo mismo, dijo Valensolle; mi cita está dada, y no la vuelvo atrás.
—Está bien, pero otra vez dirás los egipcios.
—Bueno, dijo Valensolle con una indolencia que dejaba traslucir algo de melancolía; yo mismo seré probablemente un esqueleto antes de que llegue el caso de mostrar mi erudición por segunda vez. ¿Pero qué diablos haces?, ¿por qué apagas el hacha? No irás a hacerme cenar y dormir aquí, como sospecho.
En efecto, Morgan acababa de apagar el hacha en la primera grada de la escalera que conducía al piso superior.
—Dame la mano.
Valensolle agarró la mano de su amigo con un apresuramiento que atestiguaba el poco o ningún deseo de demorarse largo espacio, en medio de las tinieblas, en la cueva de los duques de Saboya, por más honroso que fuese a un viviente rozarse con tan ilustres difuntos.
Morgan subió los escalones. Levantó una losa, y se internó en un resplandor crepuscular, mientras un olor aromático sucedía a la atmósfera mefítica de la bóveda.
—¡Por vida mía! ¿Estamos en un hórreo? Esto está mejor.
Morgan no respondió; le ayudó a salir de la bóveda, y dejó caer la losa. Valensolle esparció la vista a su alrededor; se hallaba en el centro de un vasto edificio lleno de heno, en el cual la luz penetraba por unas ventanas tan admirablemente recortadas como pudiesen serlo las de un hórreo.
Durante este examen Morgan arrastraba cinco o seis manojos de forraje sobre la losa para ocultarla a la vista de todos.
—Pero, dijo Valensolle, ¿no estamos en un hórreo?
—Trepa por encima del heno y ve a sentarte cerca de esa ventana, respondió Morgan.
Valensolle obedeció.
Un momento después Morgan depositó entre las piernas de su amigo una servilleta que contenía un pastel, pan, una botella de vino, dos vasos, dos cuchillos y dos tenedores.
—¡Caramba! dijo Valensolle, Lúculo cena en casa de Lúculo.
Sumergiendo después su mirada a través de los vidrios sobre un edificio taladrado por una multitud de ventanas que parecía un ala del mismo en que los dos amigos se encontraban y delante el cual se paseaba un centinela, dijo:
—Decididamente cenaré mal, si no sé dónde estamos: ¿qué edificio es éste? ¿Y por qué se pasea ese centinela delante de la puerta?
—Puesto que quieres saberlo, contestó Morgan, voy a decírtelo: estamos en la iglesia de Brou, que una resolución del consejo municipal ha convertido en almacén de forrajes. Ese edificio, al cual tocamos, es el cuartel de la gendarmería; y ese centinela es el encargado de impedir que nos molesten durante la cena, o que nos sorprendan durante el sueño.
—¡Bravos gendarmes! dijo Guyon volviendo a llenar su vaso; ¡a su salud, Morgan!
—¡Y a la nuestra! dijo el joven riendo; el diablo me ahorque si se les ocurre venir a buscarnos aquí.
Apenas Morgan vació su vaso, cuando, como si el diablo hubiera aceptado el reto, se oyó la voz del centinela que gritaba: ¡Quién vive!
—¡Eh! dijeron los dos jóvenes; ¿qué quiere decir eso?
Un pelotón de unos treinta hombres venía del lado de Pont-d’Ain, y después de haber cambiado el santo con el centinela, se fraccionó: una parte, conducida por dos hombres que parecían oficiales, entró en el cuartel; la otra prosiguió su camino.
—¡Atención! dijo Morgan.
Y los dos, puestos de rodillas, con el oído en acecho y los ojos pegados al vidrio, aguardaron.
Expliquemos al lector qué era lo que interrumpía una comida que, pese a darse a las tres de la madrugada, no era, como se ve, la más tranquila.