Ireneo Paz Flores fue un personaje romántico del siglo XIX. En esa centuria, algunos hombres transformaron la vida nacional y tomaron posiciones de partido en las diversas revoluciones; ello los llevó a concitarse simpatías, odios o la más cruel indiferencia.
A setenta y seis años de la muerte de Ireneo Paz, acaecida en la ciudad de México, su actuación política, militar y literaria no ha sido justamente valorada hasta ahora. Carlos Pellicer expresó: «Fue don Ireneo gran proscrito de nuestras letras, esforzado militante de nuestra Guerra de Reforma y contra el Segundo Imperio, destacada figura de la política y de la cultura durante el régimen porfirista… llegó a alcanzar el grado de General del Ejército Republicano del cual jamás hizo ostentación, imbuido de un profundo sentido civilista».[1]
En efecto, Ireneo Paz fue republicano, liberal y ardiente militante en contra de la Intervención Francesa; ese acontecimiento sirvió de marco a su templanza patriótica. Desde joven, en su natal Guadalajara, Ireneo Paz participó como representante de las ideas más avanzadas, al firmar una protesta en su calidad de síndico del ayuntamiento tapatío. Posteriormente, durante el llamado Segundo Imperio, tomó las armas y combatió al régimen monárquico de Maximiliano, quien cayó finalmente en Querétaro.
La acción histórica elevó a Juárez y al grupo liberal a una dimensión singular. Al retomar el poder, don Benito Juárez gobernó en un país de aparente calma, pero no llegó a contener del todo las posiciones políticas de algunos de sus correligionarios, ni supo satisfacer plenamente las necesidades de un país que entraba de lleno en el desarrollo que el liberalismo económico deseaba,[2] hechos que dieron origen a que una clase terrateniente y burguesa bien fortalecida, presionara para asegurar sus privilegios y afanes de acceso al poder. En efecto, algunos hombres representativos del partido liberal veían en la figura de Porfirio Díaz al caudillo que llevaría al país al «orden y progreso» que tanto necesitaba.
Ireneo Paz formó parte de este grupo y fue leal a la causa porfirista. Se convirtió en un crítico constante de las administraciones de Juárez y Lerdo de Tejada, actitud que lo acompañó durante toda su vida y fue forma consecuente de su personalidad. Cuando el mismo general Díaz, una vez instalado en la silla presidencial no supo gobernar con principios democráticos, Ireneo Paz asumió la misma postura crítica, motivo suficiente para que entre don Porfirio y él se produjera una relación amor-odio; el odio venía desde la época en la que el viejo caudillo se deshizo de sus antiguos compañeros jacobinos que lo llevaron al poder, entre los que se encontraba Paz.
La falta de continuidad ideológica de los sucesivos gobiernos de Díaz produjeron pactos y alianzas de diverso matiz, principalmente el olvido de su antiguo espíritu liberal y democrático. A pesar de ello, Ireneo Paz le profesaba una admiración sin límites, pero a la vez censuraba ciertos actos de su gobierno. Recibió por ello «los últimos zarpazos de la dictadura».[3]
La vida de Ireneo Paz está enmarcada en una serie de vicisitudes; encarcelado en la prisión porfiriana, a pesar de ser antiguo militante y correligionario porfirista, ya que entre otros hechos combatió al lado del héroe oaxaqueño, reformó el plan de Tuxtepec, defendió la candidatura del general Díaz cuantas veces se postuló a la presidencia, y participó como consejero y asesor político en varios de sus gobiernos. En diversos estados de la República Mexicana, su vida estuvo a punto de perecer por sostener la causa; finalmente conoció el amargo sabor del destierro, y tuvo que dejar hogar y familia. El amor filial lo hizo expresar con angustia las preocupaciones por su madre, a la que tantos sinsabores causó su vida azarosa y romántica.
La agitada vida política del país, en esa época, los vaivenes ideológicos de Díaz, así como la pérdida de posiciones y el marginamiento de la cosa pública; ya que una diputación sin gran significatividad no satisfizo plenamente sus afanes y deseos de servir a la administración republicana, hechos que motivaron nuevas búsquedas hacia una realización personal. Una vez alejado de los cargos públicos, se dedicó de lleno a la labor periodística, actividad que más le acomodaba a su vida de liberal. En él se conjugaban virtudes ciudadanas de mérito, en particular su amor a la patria y la familia.
Uno de sus descendientes, el poeta Octavio Paz Lozano, expresó: «La palabra liberal aparece temprano en nuestra literatura. No como una idea o una filosofía sino como un temple y una disposición del ánimo; más que una ideología, era una virtud». Y agrega: «Desde muy joven fue muy vivo en mí el sentimiento de pertenecer a una civilización. Se lo debo a mi abuelo, Ireneo Paz, amante de los libros que logró reunir una pequeña biblioteca en la que abundan los buenos escritores de nuestra lengua».[4]
Cierto; Ireneo Paz fue un estudioso de la historia de México; en su producción desarrolló un tipo de literatura acorde con sus principios. En ella virtió su nacionalismo y republicanismo, y eligió para ello el género de la novela histórica; fecunda fue su producción en este orden. Por eso, Ralph Warner E. señaló lo sobresaliente que fue el grupo de novelistas integrado por Juan A. Mateos, Vicente Riva Palacio, Enrique de Olavarría y Ferrari e Ireneo Paz, cuyas obras «empezaron a aparecer en 1868».[5] Otras virtudes literarias visten a Paz. Fue un poeta apasionado y romántico. Desarrolló también una labor tipográfica de gran mérito; participó en eventos internacionales en los que México mostró adelantos en la materia. Ocupó un lugar destacado como ensayista junto al maestro Ignacio M. Altamirano, personaje de esa época.
Ireneo Paz fue liberal oriundo de una tierra que produjo hombres representativos del más claro liberalismo. En Guadalajara se editó el primer periódico insurgente: El Despertador Americano, que el ilustre tepiquense, doctor Francisco Severo Maldonado, publicó con el fin de apoyar la causa libertaria; originario también de Jalisco fue el egregio campeón de la reforma, don Valentín Gómez Farías; por las aulas de educación superior tapatías, desfilaron diversos personajes a quienes mucho debe la patria; baste citar al padre del federalismo, don Miguel Ramos Arizpe, y a don Juan Antonio de la Fuente, figura sobresaliente en el gabinete juarista. En suma, Jalisco fue semillero de notables personalidades liberales; su suelo, bastión importante en la defensa de la soberanía agredida. En el Estado se respiraba el espíritu de rebeldía; por ello, para Ireneo Paz, ni la cárcel y el cohecho, ni la dádiva espléndida domeñaron su espíritu; las prisiones en Guadalajara y México, luego el destierro y, posteriormente la cárcel porfiriana, no lograron infundirle desánimo puesto que en su espíritu jacobino aún tenía cabida la ironía.
La dictadura porfirista se tambaleaba, ya que una crisis económica asomaba ante el estrechamiento del mercado interno con los ingredientes de crisis bancaria, insolvencia de hacendados, campesinos víctimas de la explotación, lo mismo que la clase laboral representativa del gremio textil. El lema científico, liberal y positivista: Orden, paz y progreso, se venía por tierra acompañado del edificio social de la dictadura; la causa: el terremoto revolucionario.
Ireneo Paz vio la marea revolucionaria de intelectuales ambiciosos, terratenientes, algunos progresistas pero los más, oportunistas; todos ellos tratando de abordar la nave que los conduciría a feliz puerto. El viejo liberal vio llegar sus últimos días en su antigua casona de Mixcoac cuando la lucha de caudillos impuso en la presidencia al general Alvaro Obregón.
Escéptico ante las revoluciones que entronizaron a hombres y no a principios, su actitud pragmática quizá en los últimos instantes de su vida lo llevó a «sonreír a la caída y a repetir en fas desastres al hecho pecho».[6]
En conclusión, Ireneo Paz fue un espíritu crítico dotado de una fuerte personalidad liberal; en este sentido da cátedra a las actuales generaciones sobre el ejercicio irrestricto del derecho a la discrepancia.
La leyenda del bandido Manuel Lozada
Cuando no había concluido la primera mitad del siglo XIX, brotó de tierras nayaritas un hombrecillo que trocó el arado por el arma homicida. En aquellos dominios dejó constancia de su ferocidad, a tal grado que pasó a la historia con el apodo singular de El tigre de Alica. Su verdadero nombre fue Manuel García González, pero cambió su primer apellido por el de Lozada, en agradecimiento a un tío que lo protegió en su infancia; éste fue José María Lozada.
Lozada nació en un pueblo de Nayarit, San Luis, ahora llamado de Lozada. Esta pequeña congregación fue fundada al terminar el siglo XVI por fray Luis Navarro, religioso franciscano y guardián que fuera del convento de San Juan Bautista de Jalisco. Jean Meyer, quien proporcina los datos anteriores, asegura que la fecha exacta del nacimiento de Lozada fue el 22 de septiembre de 1828.
Como ya se dijo, Lozada era un pacífico labriego a quien las circunstancias adversas de la vida hicieron que cambiara su camino, según la anécdota relatada por Ireneo Paz, quien puso en boca del bandido su confesión: «Vivía con mi madre en un jacal, teníamos dos vacas y nuestras gallinas, cuando un vecino llamado Simón Mariles, aprovechando una noche en que habíamos ido a una boda, nos robó las vacas, los becerros, las gallinas y el poco dinerito que teníamos en una olla. Cuando regresamos y pude averiguar quién había sido el ladrón, dije a mi madre: “¡Éste me las pagará!”. Durante dos años no volvió a aparecer Simón, y nosotros vivíamos con mucha miseria; pero al fin, creyendo que se nos había olvidado aquello, volvió; ya era yo un hombre; me armé de un cuchillo, lo estuve espiando, y al fin me lo encontré en un sendero en que lo cosí a puñaladas, creo que le di cincuenta».
Como se ve por el relato de Paz, Lozada, en sus comienzos, era ya un incipiente y sanguinario asesino que se excedía en su venganza.
Para huir de la justicia se escondió en la sierra de Alica y reunió a su alrededor a un grupo de malhechores que bajaban para cometer fechorías en haciendas, caminos y ranchos. Al principio se le adhirieron algunos habitantes de San Luis, Pochotitlán y Zapotlán.
Al final de una serie de robos de baja monta, Lozada se aburrió de operar en pequeña escala, pues como todos los bandidos era ambicioso. De pronto todo cambiaría para él.
La Casa Barrón y Forbes y sus tratos con Lozada
Debido a su cercanía con el puerto de San Blas y a su acelerado desarrollo mercantil, Tepic, la cabecera del séptimo Cantón de Jalisco, fue el poderoso imán que atrajo a esa región a hombres de negocios británicos y estadunidenses. Dos de estos extranjeros obtuvieron de sus respectivos gobiernos permiso para comerciar en este puerto: ellos fueron Guillermo Forbes y Eustaquio Barrón, quienes unieron sus capitales y fundaron un negocio conocido como La Casa Barrón y Forbes.
Debido a los constantes robos que sufrieron en su negocio, los socios decidieron entrar en tratos con el bandolero, y comisionaron a Carlos Rivas, dependiente de la sociedad, para que contratara los servicios de Lozada. Acaso pensaron que lo semejante se cura con lo semejante.
Lozada aceptó y protegió de inmediato los envíos de plata y otros efectos que salían y entraban clandestinamente al nayar por el puerto de San Blas. A cambio de su protección, Lozada recibió buena paga, pistolas y rifles ingleses.
Lozada y el distrito militar de Tepic
Fue durante las administraciones de Juárez y Lerdo de Tejada cuando, a causa de las desavenencias con Lozada, se discutió en el Congreso la posibilidad de convertir el séptimo Cantón de Tepic en Distrito Militar, dependiente del Ministerio de Guerra y Marina. Lozada estaba empeñado en tomar a su cargo la defensa de los pueblos, pero a fines de 1872 la región estaba sometida a las autoridades federales.
Lozada se convirtió en un peligro para la federación cuando invadió los distritos de Mezquitic, Colotlán y Valparaíso, y se erigió en líder agrario al repartir las tierras entre sus seguidores. Las cosas cambiaron cuando el antiguo protector y contratante de Lozada, Carlos Rivas, ya convertido en diputado, se unió a Luis Rivas Góngora y Manuel Payno, colegas suyos en el Congreso, para elaborar un escrito en el que presentaban un panorama sombrío para la entidad. Al documento lo titularon La cuestión de Tepic, y en él se estudiaban el problema y sus alcances políticos y constitucionales. Manuel Payno, bajo su máscara conservadora, veía en Lozada un simple revoltoso al que calificó de «forajido comunista».
Con el tiempo, Tepic fue convertido en territorio con plena independencia de Jalisco, y recién en 1917 pasó a ser el Estado Libre y Soberano de Tepic.
Aquí es necesario detenerse un poco para tratar de analizar la personalidad del bandido. Dice Eric J. Hobsbawm, que el bandolerismo social es un fenómeno de alcance universal. En las sociedades rurales es una protesta endémica del campesino en contra de la opresión y la miseria. Al principio, el bandido carece de ideología, pero a medida que evoluciona cobra conciencia de su papel y entonces elabora un programa. De este modo se convierte en «luchador agrario».
El bandido, convertido en activista, encabeza las rebeliones campesinas y aparece como un reinvindicador de las causas sociales, mostrándose en toda su dimensión. Es un dolor de cabeza para los gobernantes, quienes optan por hacerle la guerra hasta exterminarlo a él y a su grupo.
Otro analista del fenómeno del bandidaje, Paul J. Vandervoood, en su libro Desorden y progreso, bandidos, policías y desarrollo mexicano anotó: «El ministro francés en México, bastante remilgado y harto pomposo viendo las condiciones de la nación mexicana a mediados del siglo pasado, concluía que el bandidaje se había institucionalizado. De hecho, afirmaba Dubois de Saligny: “Es la única institución que puede tomarse en serio”. No exageraba. Los bandidos habían alcanzado un estatus social elevado por ser uno de los grupos de intereses especiales mejor organizados del país. No sólo había que tratar con ellos, sino que eran ellos quienes dictaban los términos del trato».
El ocaso de Lozada
La estrella de Lozada declinaba, sus seguidores incondicionales se comenzaron a apartar de él y la persecución en contra de ellos se hizo patente. El bandido tenía muchas desavenencias por su vida desordenada y lujuriosa: raptaba mujeres en los pueblos que caían a su paso y se convirtió en el terror de los pueblos. Para reforzar su autoridad declinante, expidió un Plan libertador, proclamado en la Sierra de Alica. Su rebelión era contra el gobierno encabezado por Sebastián Lerdo de Tejada, que entraba en su fase final. El bandido decidió jugarse su última carta, misma que perdió frente al ejército encabezado por Ramón Corona, su eterno enemigo, en un punto llamado La Mojonera. Las huestes de Lozada quedaron despedazadas en las proximidades de Guadalajara.
Persecución y muerte del bandido
Fue a finales de enero de 1873, cuando el general Ramón Corona, en constante comunicación con Ignacio Luis Vallarta, gobernador de Jalisco, informó sobre la campaña en contra de Lozada e hizo del dominio público la energía con la que debería actuar para batirlo. Aunque Corona subrayó que los principales jefes lozadistas tenían la intención de negociar su indulto, él mismo participó en la batalla que cosechó el triunfo definitivo sobre Lozada; al general republicarlo lo acompañaba el joven capitán Bernardo Reyes, a quien comisionó para que explorara el campo enemigo, pero antes de la batalla de La Mojonera, Reyes fue rodeado sorpresivamente por algunos soldados lozadistas quienes le mataron el caballo y obligaron al capitán a abrirse paso con la espada; el aguerrido centurión logró llegar ante Corona y darle parte de su misión y los incidentes que tuvo, lo cual le valió el ascenso a comandante de escuadrón.
Sebastián Lerdo de Tejada, después de conocer los partes oficiales de la batalla, brindó calurosamente por el triunfo obtenido por Ramón Corona y José Ceballos, otro destacado militar, que entró en franca persecución cuando el bandido, después de ver derrotadas sus huestes, se ocultó en la sierra.
Por fin, el 19 de julio de 1873, Lozada fue capturado y pasado por las armas en un sitio denominado «Los Metates». El cadáver, antes de ser inhumado, estaba ataviado con un humilde sayal franciscano. Vallarta y Corona fueron informados de estos hechos por el general Ceballos, quien mandaba la columna que concurrió al acto del fusilamiento. El militar, fiel testigo de los últimos instantes que pasara con vida el malhechor, dejó este testimonio: «El feroz bandido murió con entereza y ferocidad, pues ya en momentos de ser ejecutado, dijo que no se arrepentía de lo que había hecho en esíe Distrito y excitaba a todos a que siguieran ejemplo… fue tal su cinismo, que dijo que moría inocente, porque nunca había cometido un crimen, que todo lo que había hecho era por la felicidad de los pueblos, y que algún día conocerían la falta que hacía para el progreso de México».
El jefe de la columna que pasó por las armas al condenado a morir, también asentó que Lozada era un criminal y que tenía «instintos de Tigre». La leyenda recogió este último testimonio y Lozada pasó a la posteridad como El tigre de Alica. Octavio Paz escribió en Ladera Este:
Raza de ojos inmensos pedernal la mirada
Hablan en jerigonza, tienen ritos extraños,
Pero Tipú Sultán, el tigre de Mysore,
bien vale la pena Nayarit y su tigre de Alica.
El escritor frente a la verdad histórica
Para Ireneo Paz, la historia de México fue un rico filón del cual se podía sacar provecho. Como escritor sabía que las masas eran iletradas, que no leían por carecer de enseñanza, y donde la había carecía de lectores. Entonces decidió convocarlos. Paz era buen anunciante y empresario cultural, sus ediciones ganaban prestigio.
Fundador de diversos periódicos de corte satírico desde sus años mozos, ya instalado plenamente en la ciudad de México fundó un rotativo de gran circulación, La Patria, que salió a la luz el 15 de marzo de 1877, cuando el general Porfirio Díaz ascendió al poder. Paz, antiguo seguidor y hombre de confianza de Díaz, apoyó en su periódico la Revolución de Tuxtepec, recién triunfante. Desde sus páginas, un grupo deslumbrante de escritores ganaron un buen prestigio y consolidaron su fama, baste mencionar a Ignacio Manuel Altamirano, Vicente Riva Palacio, José María Vigil y Julio Zarate. Como ilustradores destacaban José María Villasana, Santiago Hernández, y un tercero no menos famoso: José Guadalupe Posada, quien en 1889, en La Patria Ilustrada, dio a conocer su primera calavera catrina, «con el cráneo, enflorado, un resplandor de listones y un cuello de encajería».
Paz había modernizado su imprenta y decidió los amplios tirajes. Para eso comenzó a sacar por entregas novelas de folletín, y posteriormente, en otro tipo de ediciones, dio a conocer al gran público sus novelas históricas en dos series. En la primera se enlistan: El licenciado Verdad; La Corregidora; Hidalgo; Morelos; Mina; y Guerrero; en la segunda: Antonio Rojas, Manuel Lozada (El tigre de Alica); Su Alteza Serenísima, Maximiliano; Juárez (en dos partes); Porfirio Díaz; y Madero.
Estas leyendas fueron editadas en el período que va de 1886 a 1914. Algunas se siguieron reeditando sucesivamente. De la de Lozada se conocen dos ediciones.
La imprenta, litografía y encuadernación de Ireneo Paz dio a conocer multitud de ediciones, entre las que se encontraban revistas de modas, obras de literatura, hojas sociales, tarjetas de presentación, invitaciones, avisos varios, libros científicos, calendarios, tesis, etcétera.
En el semanario La Patria Ilustrada colaboraron: Manuel Caballero, Rafael de Zayas Enríquez, Juan de Dios Peza, José Ferrel, Luis G. Urbina, Manuel de Olaguibel, Luis del Toro, entre otros.
La imprenta ostentó diversos nombres, el primero fue El Padre Cobos, luego La Patria, y finalmente el de «Imprenta y Encuadernación de Ireneo Paz». Los talleres estuvieron ubicados en distintos lugares del México de entonces; a la fecha algunos de los nombres de las calles donde fueron instalados han sido cambiados, tales como Callejón de Santa Clara, hay Tacuba; Calle de Relox, ahora República de Argentina; Calle de San Francisco, hoy Madero; Calle de las Escalerillas, actualmente República de Guatemala; por último, Calle de Venegas, ahora de Jesús María. La imprenta operó desde sus inicios con una vieja impresora marca Chandler, 1842, después con una Liberty 1889, traída de Chicago Illinois, U.S.A.
La literatura bandidesca
Los bandidos en la literatura cobraron forma y acción a través de la novela; sus fechorías bordeaban el terreno de lo fantástico. Se les ubicaba a todo lo largo y ancho del territorio nacional. Pantaleón Tovar, en Ironías de la vida, narra espectacularmente las atrocidades que realizaban; los bandidos cabalgaban en la realidad, pero también, y sobre todo, en la imaginación de los cronistas, los novelistas y los compositores vernáculos que cantaron sus proezas en el alma popular del corrido.
Bandoleros famosos fueron Heraclio Bernal, El Rayo de Sinaloa; Joaquín Murrieta, El Bandido de California, y José Inés Chávez García, El Bandido del Bajío. La literatura decimonónica nacional dio a la luz tres novelas inmortales: Astucia o el Jefe de los hermanos de la Hoja, de Luis Gonzaga Inclán, El Zarco o los plateados, de Ignacio Manuel Altamirano, y, por último, Los bandidos de Río Frío, de Manuel Payno.
La leyenda del bandido Lozada se dio bajo este contexto. Alguna simpatía debió guardar Ireneo Paz por Lozada, pues el escritor no olvidaba que en tierras nayaritas, cuando llegaron de improviso Porfirio Díaz y el grupo de pronunciados en contra de Juárez, fue en casa de Agatón Martínez, un tepiquense, fiel seguidor de Lozada, donde encontraron cobijo. Ecos de Lozada quedaron reflejados en su novela inédita Zapata, donde da el tratamiento de bandido social al jefe suriano (eran ya los tiempos en que su hijo, Octavio Paz Solórzano, se había pronunciado a favor del caudillo de Morelos, de quien llegó a ser representante en Estados Unidos y secretario para cualquier negociación sobre los postulados agraristas).
Al novelar la vida de Lozada, Paz hace un recuento pormenorizado de la evolución de este bandido de la sierra de Alica y de las depredaciones de sus generales. Sigue paso a paso sus campañas militares y da testimonio de hechos, circunstancias y lugares por donde cruzó en su vida el guerrillero, especialmente por Jalisco, Colima y Sinaloa, lugares preferenciales de sus peripecias. Vale la pena citar otra de sus novelas, la que hace referencia al bandido Antonio Rojas. A Lozada lo describe como un bandido camaleónico que unas veces se declaraba imperial y otras veces neutral; y cuando se refiere a sus enfrentamientos con su colega liberal, Antonio Rojas, no duda en calificar a ambos de desalmados, diciendo que «Luego que no encontraban qué robar, prendían fuego a los graneros y a cuanto no podían echarse a las maletas».
Por ser testigo de muchos hechos de armas en el occidente mexicano, la novela sobre Manuel Lozada es quizá la mejor obra salida de la pluma de Ireneo Paz y la que da más fiel testimonio de los bandidos del occidente mexicano, de sus fechorías, sus guaridas y correrías, que tuvieron por escenario a Jalisco, Colima y Nayarit. Un libro tan interesante sólo equiparable a El Zarco de Ignacio Manuel Altamirano, no debe faltar en la bibliografía sobre la novela bandolesca mexicana.
Napoleón Rodríguez