El tigre en la trampa
LOZADA se recostó un poco en su catre de campaña, pero no pudo conciliar el sueño: si algo contribuía al insomnio el estar oyendo de cuando en cuando algunos cañonazos que disparaba el enemigo con sus piezas ligeras, más le preocupaba el haber dejado abandonado su tesoro, que según había dicho a don Plácido, se componía de oro, joyas y vales sobre el Banco de Londres. Pensaba él: si alguno los había seguido y había visto en donde estaba enterrado, si los mismos que lo habían acompañado a pesar de ser de toda su confianza no habían resistido a la curiosidad y se habían vuelto a presenciar la operación, y por último, si los pocos comandantes fieles que le quedaban llegaban a confabularse, ¿no podrían mandarlo asesinar allí mismo sobre su cama, puesto que todo lo consideraban perdido? Así es que no sólo no durmió, sino que cualquier pequeño ruido que oyera le causaba grandes sobresaltos y varias veces se incorporó y echó mano de su pistola.
Luego que amaneció fue a dar un vistazo a las posiciones que ocupaba su gente y encontró que todo se hallaba en el mismo estado. El enemigo se veía en todas las alturas de los cerros inmediatos y los suyos se encontraban en buenas disposiciones para el combate. Les mandó repartir raciones y aguardiente, lo cual era muy raro; les mandó dar cincuenta centavos por plaza, lo cual era más raro todavía; y regresando a Guaynamota, mandó que se plantara su tienda de campaña sobre la falda del cerro que dominaba la población, esto es, en el mismo sitio donde había depositado la noche anterior sus riquezas. Al menos, mientras pudiera sostenerse allí, las estaría él vigilando personalmente.
Don Plácido puso su tienda al lado de la de Lozada y comprendiendo la desconfianza de que éste estaba poseído, trató de tranquilizarlo diciéndole:
—Creo que no podrá entrar aquí el enemigo: he examinado bien nuestras posiciones y me parece que son intomables por la fuerza. Sólo una traición las pondría en poder del enemigo y por fortuna ya no hay aquí traidores; pero si por un caso imprevisto, por una verdadera desgracia llega a arrojamos de aquí el ejército del gobierno, yo le juro, señor general, que siempre guardaré el mayor secreto sobre lo que hemos hecho la noche anterior. Sólo en caso de muerte de usted me consideraré desligado de este juramento.
Lozada sacudió la cabeza y estuvo un momento sin responder, seguramente pensando lo que diría, que fue esto:
—Don Plácido, yo sé bien que usted y Galván son ya mis únicos amigos; y respecto de usted, estoy seguro de que no abusará de ese secreto; pero temo a todos los demás y temo más a los traidores que están ya con el enemigo, porque ellos conocen bien todo esto, conocen a mi gente, y tal vez se están ocupando ya en comprármela y por eso no siguen atacando como en los días anteriores. Mejor quisiera verlos pelear con furor que con esa calma con que están.
—Es porque no pueden avanzar. Necesitarían ser pájaros para salvar los abismos que tienen delante.
Lozada se sonrió y le dijo en tono de consulta:
—¿No le parece que estamos aquí mejor que en ninguna parte? Porque conforme a lo que a mí se me alcanza, si llegaran los que trae Ceballos a flanquear nuestros fuertes o darles un asalto, podremos prestarles auxilio con nuestras reservas y aun en el caso de ser rechazados replegarnos aquí, en donde también el terreno se presta para hacer una buena defensa. Si por el otro lado avanza la columna de Tolentino, venciendo las resistencias que se le presentan, acudiremos igualmente muy pronto a cerrarle el paso, ¿no le parece?
Don Plácido comprendió en el acto el pensamiento de Lozada que era el de no abandonar allí su tesoro y se apresuró a contestarle:
—Siempre he creído, general, que éste es el punto más estratégico que tiene la Sierra.
Así se pasaron cuatro días más sin que hubiera ningún incidente notable.
Al quinto recibieron aviso los jefes de que el enemigo se movía, y en efecto, procuró acercarse practicando algunos reconocimientos. Lozada que acudió a las posiciones vio a Práxedis Núñez a la vanguardia y dijo:
—Ése, ese bribón es el que me ha hecho más mal, porque a su ejemplo se fueron los otros, y si cae en mis manos no podré matarlo.
—¿Por qué?
—Usted sabe, don Plácido, que me dejó escapar cuando ya me tenía cogido, de modo que le debo la vida.
—Sí, pero se quedó con un gran botín.
—Entregándome también hubiera tenido el mismo botín y quién sabe si algún premio que le diera el gobierno.
—Es verdad —contestó don Plácido, y luego agregó sonriendo—, él hará, sin embargo, por no caer en nuestro poder, aunque de antemano cuente con la generosidad de usted.
Siguieron los reconocimientos, se trabaron algunos pequeños combates y al día siguiente apareció muy próxima ya, sobre un picacho que parecía inaccesible, una batería de montaña que dominaba los parapetos principales. Hubo que abandonarlos después de una débil resistencia.
El séptimo día al amanecer observaron los lozadeños que el enemigo, favorecido por la oscuridad de la noche, había venido a levantar parapetos a muy corta distancia de los que ellos tenían y fue tal su desmoralización que empezaron a tirar los fusiles y a desbandarse.
Los que venían por delante eran los mismos indios de Lozada que obedecían ahora a Núñez, a Nava y a Rosales, que conocían el terreno, que estaban acostumbrados a trepar por todas partes y que habían logrado aproximarse, protegidos ahora para el combate con la artillería que también había avanzado. Por eso los defensores de la entrada dificilísima de Guaynamota, habían abandonado sus posiciones viendo que no podrían sostenerlas contra un ataque rápido y simultáneo.
La primera noticia que tuvieron de este fracaso Lozada y Galván, fue llevada por los dispersos.
Dos horas más tarde vieron entrar al enemigo por las callejuelas de Guaynamota y detenerse en la plaza después de haber reconocido la población en todos sentidos. Los que estaban allí de los suyos se habían replegado por sí mismos al cerro, dejando abandonadas las carga del parque, el armamento de reserva, alguna artillería de montaña, y las mulas y los caballos.
Nadie pensaba que el desastre sería tan repentino, y no se había cuidado más que de poner el tesoro en seguridad. Todo lo demás que constituía los grandes depósitos de materiales de guerra de Lozada que antes ocupaban unas piezas subterráneas en San Luis, estaban ya en poder del enemigo.
Apenas se reunió lo que podía llamarse la vanguardia del ejército del gobierno, que venía atacando, compuesta de los cuerpos que mandaban los comandantes que antes habían sido lozadeños y algunos otros piquetes de fuerza federal, siguieron para el cerro por el Arroyo, diciendo entonces Núñez:
—Vengánse por aquí, yo conozco muy bien este mentado cerro de Guaynamota.
Ochocientos hombres desaparecieron detrás de las enormes piedras que cubren el barranco por donde desciende el arroyo de la montaña. Media hora después se vio la misma gente extendida a derecha e izquierda por las lomas.
Allí, junto a las tiendas donde estaba el Cuartel General, apareció Galván con doscientos hombres para disputar el paso a Núñez, que siempre iba a la vanguardia.
—¡Traidor! —le gritó Galván—. Todos moriremos aquí, pero tú por delante.
Y avanzó disparándole a pocos pasos su pistola.
Núñez tuvo tiempo de cubrirse con sus hombres, y a la vez disparó sobre Galván, hiriéndole en el pecho.
En seguida, sin hacer caso de las balas que le llovían, fue al mismo lugar en que estaba caído Galván y le dijo disparándole otro tiro en la frente:
—Al fin me las pagas todas juntas.
El verdadero cerro de Guaynamota queda atrás de las lomas donde se verificaba el combate, y están divididas de aquél por una barranca profunda. Lozada al ocupar las lomas que dominan la población no había pensado en que tendría la necesidad de retirarse, y se encontró de pronto sin salida. La decisión de Galván que contuvo con su gente al enemigo, le dio tiempo para pensar en la manera de escaparse, y la encontró, aunque con peligro de desquebrajarse, dejándose ir a la barranca por la parte menos elevada y menos pendiente. Nadie lo vio irse por allí y se le buscó entre los muertos. El mismo Núñéz saqueó las tiendas de campaña, incendiándolas enseguida.
¿Qué se había hecho entre tanto don Plácido Vega?
Don Plácido Vega que tenía la costumbre de no dormir nunca en el mismo sitio o de levantarse y cambiarlo a media noche, se había bajado a las dos de la mañana a la población, y por presentimiento había mandado ensillar su caballo previniendo a sus ayudantes y cinco mozos armados que le servían de escolta que estuvieran listos. Cuando empezaron a llegar los dispersos y comprendió lo que pasaba, se salió por la parte oriente de la población, conducido por un guía inteligente de que se había provisto con anticipación. Éste lo sacó de aquella sierra y de la de Palomas que cruzó después para no volver a ellas jamás.
Después diremos cómo le costó la vida el conocimiento que tenía de aquel secreto de Lozada respecto del tesoro.
El general Ceballos llegó a Guaynamota, dando ahí por concluida aquella campaña, una vez que Lozada y don Plácido habían desaparecido ya sin llevar un solo soldado y perdiendo todos sus elementos de guerra, y regresó de allí a pocos días con su ejército a Tepic, dejando a los comandantes Núñez, Rosales y Nava para que siguieran buscando a aquellos cabecillas.
Tolentino no estuvo con sus fuerzas a tiempo, o porque no recibió órdenes oportunas, o porque su marcha fue lenta, pero su presencia en el flanco derecho de Lozada sirvió mucho para que éste acabara de desconcertarse.
El célebre bandido, poco antes tan poderoso, se vio pues repentinamente en el fondo de una barranca, aturdido por los golpes de la caída, y sin saber qué partido tomar. Lo primero que había que hacer era ponerse en salvo, y al efecto, abandonó sus ropas que podían denunciarlo, se vistió de calzón blanco y sombrero de petate, como antes, y echó a andar trabajosamente para el jacal más próximo en demanda de abrigo. Estuvo curándose durante ocho días las abolladuras, sin alejarse mucho del lugar en que estaba su tesoro, cuyo pensamiento no le abandonaba, y empezó a hacer excursiones nocturnas, sin ser acompañado de nadie, para trasladarlo a un lugar seguro. No estaba conforme con que otro participara de su secreto, y ya lo conocía muy bien don Plácido Vega y quizá los otros tres que lo habían acompañado por el arroyo de Guaynamota; si no sabían a punto fijo cuál era el lugar en que se había depositado, sí se lo sospechaban, lo podían contar a otros, se supondrían cuando menos que por allí estaban cerca las preciosas cajas, y era preciso quitarlas hasta del alcance de las sospechas. Ya se supondrá de cuánta paciencia necesitó aquel hombre para practicar aquel trabajo con todo género de precauciones, teniendo que hacerlo solo y burlando la persecución de que veía bien era objeto, pues que en ningún día dejó de percibir partidas más o menos numerosas que recorrían los senderos y registraban los cerros y las barrancas y hasta cada una de las peñas de las cercanías.
Los comandantes que estaban ya al servicio del gobierno y que le buscaban con tesón, estaban desesperados de que nadie pudiera darles la menor noticia de Lozada. Era que se pasaba oculto los días en las cuevas o en los jacales abandonados, y que sólo de noche se atrevía a hacer sus correrías, mientras se estuvo ocupando en la traslación de su tesoro.
Después de esto pensó en que podía haber dejado algunas huellas que descubrieran el depósito y fuera por este temor o porque era esencialmente avaro y no quería alejarse de aquello que constituía su mayor pasión, no quiso separarse de los alrededores, y lo que hizo fue empezar a llamar con todo sigilo a las gentes que le eran más afectas, entre las que estaban su querida, su ayudante Margarito López, que también tenía una querida muy inteligente y muy astuta a la cual había comunicado antes lo de los cajones, y otras diez o doce personas más, con las cuales contaba para volver a levantarse.
La querida de Margarito que se llamaba Josefa Flores, dijo un día al primero:
—Me has de llevar al lugar en donde pusieron el tesoro.
—Sólo don Plácido Vega se quedó con don Manuel, así es que son los dos únicos que lo saben.
—Entonces esperaremos a que muera don Manuel para encargarnos de arrancar el secreto a don Plácido, haciéndole una proposición.
—No morirá mi jefe porque yo lo defenderé a todo trance —dijo Margarito a Josefa como resentido de aquella suposición.
—Eso ya lo veremos —contestó ella encogiéndose de hombros.
Y como al día siguiente debían pernoctar en el fondo de una barranca donde estaba una gruta en que cabían hombres y caballos, ella desapareció para ir a dar aviso a la primera fuerza enemiga que encontrara.
Andrés Rosales estaba cerca y recibió el aviso.
Fue entonces a asomarse al borde del barranco y divisó cerca de la cueva unas ropas tendidas.
—Allí es —le dijo Josefa.
—Está bien, no se me escaparán —contestó Rosales.
E inmediatamente bajó, y al oscurecer aprehendió a Lozada, muriendo Margarito en la refriega.