Capítulo XVIII

El tesoro

LLEGARON a San Luis don Plácido Vega, Lozada y Galván con unos doscientos hombres de caballería, y el resto de la fuerza en pelotones entraron por diversos puntos de la Sierra para irse a sus pueblos y casuchas diseminadas en los cerros y en las barrancas, tan desalentados todos, que claramente daban a entender que con dificultad se podría contar con ellos para otra campaña. Habían dejado más de mil compañeros entre muertos y dispersos, muchos de los cuales eran matados por partidas de rancheros que se levantaban por todas partes para hostilizar a los lozadeños, y por lo menos para el rumbo de Guadalajara juraban que no volverían.

Otra parte de las fuerzas que iban mandando Nava, Rosales, Agatón Martínez y demás jefecillos, que parecía tener mejor organización militar, llegó a Tepic en número como de dos mil hombres, en cumplimiento de las órdenes que habían recibido sobre la marcha. Ninguno de estos comandantes estaba subalternado a otro, esto es, cada cual mandaba su fuerza, y se reunieron en el Hotel de la Bola de Oro, para acordar alguna cosa, o mejor dicho, para reflexionar sobre la situación.

Nava era uno de los más formales, y dijo:

—Yo desaprobé esa expedición cuando tuve noticias ciertas de ella en el camino, al descubrirme sus planes don Manuel…

—Que no son más que los planes de don Plácido —interrumpió Rosales.

—Sí, don Plácido es ahora el que lo arregla, o mejor, el que lo desarregla todo. Yo dije a don Manuel: nuestros indios no son para pelear con fuerzas de línea en campo raso. Así como en la Sierra cada uno vale por diez, en campo abierto se necesitan diez indios para cercar a un soldado de línea y todavía éste tiene otros recursos de táctica militar que nosotros no conocemos.

—Lo que habíamos de hacer era librar a don Manuel de este don Plácido, que es su mala sombra.

—Era lo que yo quería proponer a ustedes. Vamos, y le decimos a don Manuel: o sigue usted con nosotros, sus antiguos y leales compañeros de armas, o lo dejamos con don Plácido y nosotros nos vamos adonde Dios nos ayude. No nos ha de faltar un pedazo de tierra donde establecernos en cualquier parte.

—Eso, eso. Usted, don Domingo, va y le dice en nombre de todos nosotros que si ha de seguir con don Plácido, todos nos le vamos.

—Si yo voy a San Luis y le digo esto, me fusila.

—Pues entonces, ¿cómo hacemos?

—Llegamos allí con nuestra gente, aunque no nos haya llamado. Entonces saldrá muy enojado a reclamarnos y allí, en el campo, en cualquier punto que se nos presente, le digo delante de todos nuestra determinación, para que ustedes me sostengan.

Y una vez convenido esto, a los pocos días emprendieron la marcha, sucediendo todo como se lo habían figurado, pudiendo Nava, apenas con medias palabras, decir al general cuáles eran los sentimientos de todos los comandantes.

Lozada se puso lívido de cólera, y grandes esfuerzos hizo para contenerse en aquel momento; pero la mirada que fijó en Nava fue terrible, de modo que éste pudiera comprender la suerte que le deparaba. Luego que transcurrieron algunos momentos, dijo:

—Siempre, cuando se sufren derrotas los jefes están descontentos, lo mismo que cuando se triunfa hay unión y alegría. Si en vez de haber llevado a Guadalajara tantos correlones, hubiéramos ido con los que tan bien se supieron batir en Concordia, no estaríamos todavía ahora acobardados porque mil y pico de hombres, esto es, un puñado de soldados de línea desbarataron todo nuestro ejército, ni echaríamos la culpa a don Plácido Vega de nuestras propias torpezas, cuando él era el que tendría que quejarse de que lo dejamos allá abandonado; a pesar de lo que, vino cubriendo nuestra retarguardia y logrando impedir que la dispersión fuera más grande.

—Señor general —objetó Rosales—, cada uno de nosotros hemos hecho lo que se nos ha mandado.

—Todos hemos cumplido con nuestro deber —agregó Nava, viéndose apoyado.

—Yo no culpo a ninguno, sin embargo de que las desgracias en la guerra no vienen porque sí; yo lo que digo es, que no hay razón para que nos queramos desquitar con don Plácido Vega por la pérdida de una acción que él no ha dirigido.

—Yo creí que acá nos podíamos entender mejor nosotros solos.

—Mientras estuvimos solos nunca pudimos juntar mi dirigir más de quinientos hombres y fue necesario que vinieran a enseñamos el modo de formar tropas don Carlos Rivas y otros amigos a quienes debemos lo que hoy somos. A don Plácido le debemos más aún, porque nos ha traído dinero, armas y buenos oficiales que en poco tiempo dieron a nuestros soldados la instrucción que tienen los de línea. Lo que es a don Plácido lo tengo por amigo fiel y lo sostengo.

—Está bien, señor general, estamos a sus órdenes.

—Por ahora se vuelven a Tepic y se reparten luego en las haciendas inmediatas, mientras llega Corona que ya viene en camino para atacarnos en combinación con tropas de Sinaloa. Sin presentarle acción se retirarán luego que se aviste y antes de entrar a la Sierra recibirán órdenes sobre los puntos que deben ocupar y defender.

—Los soldados vienen cansados y quisiéramos que descansaran dos días en San Luis —le dijo Rosales.

—A San Luis no entrarán —contestó Lozada dirigiéndole una mirada preñada de desconfianzas.

—Entonces, ¿descansarán en el Arroyo?

—En donde quieran. No se olviden de mandar cuidar los caminos y de retirarse luego que se acerquen a Tepic las primeras fuerzas del gobierno.

Después de esta escena en que casi nada faltó para que los comandantes de Lozada se le rebelaran, pues que a poco se arrepintieron de no haberlo hecho, Nava dijo:

—Yo no estoy ya bien con el general.

—Ni yo tampoco —murmuró Rosales.

Los demás comandantes salvaron su opinión porque no sabían que hacer de sí mismos, cuando les faltara el apoyo de Lozada.

Pocos días después empezaron a llegar las tropas federales de la 4a División: Práxedis Núñez venía a la vanguardia mandando un cuerpo de caballería.

El 28 de febrero encontrándose ya Corona en la Sierra con más de tres mil hombres, recibió allí a 25 caciques de diferentes pueblos que acudieron a rendirle pleito homenaje. Se sometían al gobierno en su nombre propio y en el de los pueblos que representaban, jurándole que no obedecerían más a Lozada, sino al gobierno, contando con que éste les impartiría su protección.

La campaña iba haciéndose con lentitud, sin embargo de que Lozada y los suyos presentaban poca resistencia. Era que Práxedis Núñez se había ofrecido a conquistar a todos los comandantes de la Sierra sin necesidad de mucho derramamiento de sangre.

Una vez entabladas las negociaciones, Domingo Nava se pasó a las filas de Corona el 18 de marzo y poco después defeccionó también Andrés Rosales, arrastrando a otros jefecillos de menor importancia.

El imperio de Lozada comenzaba, pues, a desmoronarse.

Práxedis Núñez, que conocía bien todos los vericuetos de la Sierra, que mantenía inteligencias con los indios, y que quería, sobre todo, tomar una venganza sangrienta de Galván, pidió y obtuvo que se le dejara penetrar con mil hombres escogidos hasta Guaynamota si era necesario, lo cual le fue concedido por Corona, teniendo en cuenta que se arriesgaba muy poco en el lance. En esa virtud llevó a su gente por senderos que él sólo conocía y sorprendió a Lozada con muy pocos indios en las Guácimas.

Luego que Lozada se vio completamente cercado y que no le era posible huir, echó mano de su pistola para defenderse.

A la vez y con toda prontitud Núñez se adelantó preguntándole en voz alta:

—¿No está aquí Galván?

—No —contestó Lozada.

—Entonces usted puede escaparse solo, general, por allí donde están los míos quienes tienen orden de no hacerle daño.

A la vez le señaló la hondonada de la izquierda, en donde, en efecto, había sólo unos cuantos soldados.

—Te lo agradezco, Práxedis —le contestó Lozada—, no olvidaré este servicio.

Y sin atender a sus compañeros ni a las cargas que dejaba abandonadas, huyó por el punto que le señaló Práxedis.

La escena la presenciaron las demás tropas desde las alturas que ocupaban, pero sin comprender lo que pasaba por la gran distancia en que relativamente se encontraban. De los cincuenta indios que estaban con Lozada, treinta se escaparon como pudieron y veinte quedaron prisioneros, junto con un gran botín de dinero y varios efectos que tomó Núñez para sí, dejando las armas y lo de menos valor para el Cuartel General, al cual rindió un parte compuesto para el caso.

La campaña tuvo que suspenderse porque Lozada se había retirado a los puntos más inaccesibles de la Sierra en donde no se consideró ya oportuno seguirlo, porque escasearon los víveres y por algunas otras circunstancias, hasta que con nuevos y mejores elementos se hizo cargo de ella el general don José Ceballos. Este jefe era muy poco conocedor del terreno, pero tenía buenas dotes militares, y sobre todo, supo oír con paciencia los consejos y los informes de Núñez, Nava y Rosales, dándoles casi la dirección de las operaciones; así es que éstas pudieron ya desarrollarse en toda regla.

Lozada, por su parte, había tenido un respiro para rehacerse y ayudado eficazmente por Galván y por los pocos comandantes que le permanecían fieles, pudo organizar más de dos mil hombres para disputar al enemigo el terreno palmo a palmo desde la entrada de la Sierra.

Lo primero que hizo fue trasladar sus depósitos a Guaynamota que está completamente en el fondo de la Sierra, a unas cuarenta leguas de Tepic, destruyendo todo lo que no pudo llevarse de San Luis por falta de acémilas. De la misma manera mandó retirar los ganados y las gentes a grandes distancias dejando convertido en un páramo el terreno que había de conquistar el enemigo.

Ceballos, bien provisto de instrumentos de zapa, de puentes, de víveres y de municiones de guerra, emprendió la campaña dividiendo su ejército en dos columnas. Él tomó el mando de la que debía entrar por Puga, fuerte de tres mil hombres, mandando a vanguardia a los comandantes que habían sido de Lozada para que le despejaran el terreno a derecha e izquierda y la otra columna la fue mandando el general Tolentino paralelamente por la izquierda, pero a una gran distancia, señalándose a Guaynamota como punto de reunión.

Los primeros combates fueron simples escaramuzas y aunque no hubo pocas dificultades que vencer, pudieron avanzar ambas columnas hasta diez leguas, trepando por montañas que cada vez parecían crecer y hacerse más escabrosas. De allí para adelante se encontraron ya fortificaciones hechas en forma que no pocas veces tuvieron que tomar calando bayoneta. Cada desfiladero, cada encrucijada, cada cuesta, cada uno de aquellos senderos mal trazados entre las peñas, estaban siempre defendidos por los indios que tras de parapetos hacían un blanco seguro en los asaltantes causándoles pérdidas espantosas. Luego que ya se veían débiles abandonaban aquel punto y se replegaban a otro que siempre estaba más alto, más escabroso y más bien fortificado. Algunas veces se encontraban los de Ceballos una cuchilla fortificada, defendida a lo más por seis hombres, con los que sobraba para hacer una vigorosa resistencia. Esas cuchillas como las llamada Espinazo del Diablo en el camino de Durango a Sinaloa, son, sin embargo, más angostas y menos practicables que aquélla. Aquí los soldados con un abismo a la derecha y otro a la izquierda tenían que avanzar sobre el filo de la montaña, viendo a sus compañeros que iban por delante caer heridos rodando hasta profundidades que parecen no tener fondo.

Cuando se presentaba un obstáculo de éstos, había que sacrificar veinte o treinta hombres o hacer inmensos rodeos, que muchas veces eran más costosos.

De esta manera pudieron llegar ante la formidable posición de Guaynamota adonde nunca habían llegado las fuerzas federales. La entrada del pueblo escabrosísima y rodeada de precipicios, estaba llena de parapetos a una legua de distancia defendidos por más de mil hombres. Otros mil lo menos ocupaban la subida del mismo cerro y otras partidas defendían los desfiladeros del flanco izquierdo enemigo por donde debía aparecer Tolentino.

Don Plácido Vega y Lozada salieron de una gran sala que parecía una troje, en donde habían tomado alojamiento en frente de la plaza, y vinieron a conversar solos en ésta debajo de las frondosas guácimas que la sombreaban.

—Creo —dijo don Plácido a Lozada con el aire de misterio que acostumbraba—, que debemos aprovechar esta noche oscura para esconder aquello.

—¿Cree usted que logrará echarnos también de aquí el enemigo?

—Ahora viene haciendo una campaña en toda forma y creo que apenas tenemos municiones para unos diez días de combates si no son muy reñidos.

—El peligro principal lo veo yo en la columna que viene por la Mesa del Tonati y ésa puede tardar unos tres días.

—Pues yo opino, general, porque aseguremos esas cajas esta misma noche.

Lozada hizo una señal afirmativa, llamó a uno de los suyos, al que dijo unas palabras al oído, y echó a andar acompañado de don Plácido con dirección al arroyo que está al norte de la población. Subieron por un sendero que les era familiar cosa de media legua, seguidos de tres hombres que llevaban unas cajas que parecían bastante pesadas y torciendo a la derecha les dijo Lozada que las dejaran en tierra.

—Llévate a esos —le dijo al hombre a quién había hablado primero.

Luego dirigiéndose a don Plácido, agregó:

—Ahora nosotros haremos el pozo en otro lugar para enterrar eso.

Lozada que llevaba ya dos barretas, dio una a don Plácido y lo encaminó a otro sitio algo distante, en donde cavaron un hoyo como de dos varas. Cuando estuvo concluido llevaron los cajones, los echaron allí y los cubrieron con tierra y piedras encima llevándose lejos el material sobrante.

—¡Son cuatro millones! —dijo Lozada suspirando.

A las dos de la mañana regresaron de aquella expedición al Cuartel General.