El castillo de naipes
TRIUNFÓ la República, y en los meses que siguieron de lucha hasta el fusilamiento de Maximiliano, Lozada permaneció dentro de la neutralidad que se había propuesto, disponiendo a su antojo del Cantón de Tepic, de sus rentas y de sus habitantes, pues aunque puso a otros hombres como autoridades, simulando que él no se metía en nada, todos le obedecían, y él, por su parte, seguía viviendo en San Luis rodeado de su secretario, empleados y Estado Mayor, esto es, seguía allí establecido el Cuartel General, y concurrían con frecuencia sus comandantes a quienes ya había hecho coroneles y hasta generales, a recibir órdenes suyas.
En el momento en que volvemos a presentar a nuestro héroe con los lectores, lo encontraremos en su cama convaleciente ya de las heridas causadas por un cohete de dinamita que le estalló en las manos un día en que pescaba en un estero por medio de ese reprobado sistema, habiendo además perdido el ojo derecho en aquel accidente. El general don Plácido Vega acababa de sentarse en una silla que estaba cerca de la cabecera.
—¿Y cómo ha amanecido usted ahora, general? —le preguntó Vega, sonriéndole muy cariñoso.
—Ahora estoy bien: ya puede, amigo don Plácido, contarme eso.
Don Plácido se acarició su profusa barba, fina como la seda, dio a sus grandes ojos la expresión de bondad que acostumbraba y con voz tan dulce como el murmullo de un arroyuelo —seános permitida esa frase poética en medio de tantas tan descarnadas como hemos dicho, porque en realidad don Plácido sabía hacer su acento más tenue que una música—, comenzó a hablar así:
—General: desde que conocí y traté a usted en Tepic, me formé la idea de que no había otro hombre más apto para las grandes empresas, supuesto que por su solo esfuerzo, desde la más humilde esfera ha llegado a general de División, y guiado por ese juicio tan verdadero, fue como solicité la liga entre nosotros, liga que por circunstancias completamente extraordinarias no ha podido aún dar sus frutos. Vino la guerra extranjera y como usted formó la alianza que creyó conveniente, yo consideré caballeroso separarme de la escena para no tener que combatirlo, hice enojo formal, como usted lo supo, cuando vino Corona a combatirlo sin tener órdenes mías, y permanecí en San Francisco de California tres años, en espera del desenlace de los acontecimientos. Las armas y pertrechos de guerra que desembarqué en Topolobampo eran para nosotros, usted lo comprende bien, porque a no haber sido así, las hubiera traído antes y no cuando el gobierno de Juárez ya no las necesitaba; pero por la más grande de las fatalidades llegué cuando todavía no marchaba Corona para el interior, y cayeron en su poder precisamente en los momentos en que más le aprovecharon, una vez que ya pudo completar con ellas el ejército que llamó de Occidente, y con el que pudo marchar al interior de la República. Para desviar las sospechas que comenzaban a llover sobre mí, tuve que ir a presentarme a Juárez en Chihuahua; mis enemigos habían trabajado en su ánimo; me recibió mal, de lo que yo me alegré, porque eso me dejaba en más libertad para realizar nuestros planes; aproveché en la travesía la oportunidad para desprenderme del gobierno que se iba para San Luis a esperar el resultado del sitio de Querétaro, me vine por la sierra de Durango, de incógnito, y antes de llegar a Sinaloa, quise venir aquí con dos objetos: primero, el de verlo, saludarlo y ponerme a sus órdenes; y segundo, aunque sé que usted no tiene más que una palabra, con el de preguntarle si no ha cambiado de parecer respecto de nuestro compromiso.
Lozada se volvió a verlo con el ojo que no tenía vendado, y le dijo muy despacio, como hombre que tuviera mucho trabajo para hablar, aparentando por supuesto una gran debilidad:
—Don Plácido: con este mal que tengo, que me hace muchas veces renegar de la vida… con todo lo que ha pasado… con ese diablo de guerra tan sin provecho como la que por cuatro veces fui a hacer a Sinaloa ayudando a los franceses, en que perdí tantos oficiales y tantos soldados… con las noticias que han llegado y con las que todavía pueden llegar, no tengo cabeza para nada. Lo único que puedo decirle ahora es, que se quede aquí o en Tepic, donde más le guste, y estará libre de persecuciones, teniendo con nosotros cuanto necesite.
—Gracias, general, no esperaba menos de un amigo tan hombre como usted, y acepto con regocijo la hospitalidad que me ofrece, tanto porque aquí estaré más tranquilo que en ninguna otra parte, como porque podré vigilar que se haga bien su curación, pues en curaciones de heridas y quemaduras entiendo yo mucho; y principalmente, porque para cuando se recobre del todo, será mejor que hablemos de viva voz de nuestros proyectos, y no escribirnos, como tendría que suceder si yo fuera a ocultarme en cualquier rincón de Sinaloa, como pensaba. Además, ahora que Juárez está triunfante, no será difícil que se piense en emprender algo contra usted, y me agradaría ayudarle peleando bajo sus superiores órdenes.
El resto de la conversación fue ya muy cordial, porque don Plácido que era muy perspicaz conocía el terreno que pisaba, adivinó que ya otros habían incrustado ideas desfavorables en la dura cabeza de Lozada y se propuso irlas borrando a fuerza de astucia, a fuerza de palabras melosas y hasta de pequeñas humillaciones. Así fue que oyó con atención los pormenores de la pesca y del cohete de dinamita que había causado a don Manuel la desgracia de perder una mano y un ojo, haciéndole entender que él iba a proponerse suplir aquellas dos terribles pérdidas, con su asiduidad. En caso de una campaña peligrosa allí estaba él para afrontarla con su experiencia de los hombres, de las armas y de la táctica militar.
Lozada acabó por abrir bien el ojo bueno, fijarle una mirada de niño mimado y decirle:
—Bueno, don Plácido, usted y yo juntos valemos mucho pues.
En los días siguientes don Plácido no abandonó ni de día ni de noche la cabecera del enfermo, y cuando éste se levantó lo acompañó a dar pequeños paseos fuera del pueblo, a pie y a caballo, hablándole siempre de sus planes de conquista y de la República de Occidente.
El general Vega era lento, de una lentitud desesperante para todo aquello en que se metía, pero tenaz y machacón, así es que después de algunos meses de paciente trabajo, se hizo el alma de Lozada, más que el alma, su absoluto dominador; así daba allí órdenes a los comandantes, como recibía a personas extrañas que jamás hubieran pensado en atreverse a pisar los dominios de El Tigre de Alica. De esa manera organizó sin que éste lo supiera el año de 70 una expedición pirática al puerto de Guaymas, mandada por uno de sus edecanes, llamado Fortino Vizcaíno, el cual extrajo de allí, cayendo de sorpresa con gente armada, setenta mil pesos, mucho armamento y cargas de efectos que pudieron llegar a San Luis sin el menor entorpecimiento.
Juárez absorto en las revoluciones promovidas por el descontento que sembraron tanto la convocatoria para las elecciones que fue muy impolítica, como la disolución del ejército que fue más impolítica todavía; y absorto principalmente ante las amenazas de los grupos oposicionistas que minaban su poder en la capital, no hizo gran caso de Lozada, contentándose con nombrar, de acuerdo con éste, como jefe político de Tepic, a un señor San Román, que sin duda era muy buena persona, pero que era también más lozadeño que juarista. Así fue como todos los enemigos de Juárez, de todos los matices, tuvieron un refugio seguro durante su administración en el Cantón de Tepic, sin que el jefe político pudiera evitar que se reunieran ni que conspiraran, ni que acumularan elementos allí, bajo la pena de muerte que le habría aplicado sin consideración el señor de aquella tierra. Lo más que se le permitía era que cultivara relaciones oficiales con Juárez y que le dijera algo de lo que pasaba.
Don Plácido Vega, con el golpe dado a Guaymas astuta y sigilosamente, subió muchas toesas de estatura ante Lozada que murmuró al recibir el gran botín de aquel pillaje puesto a sus pies:
—Ninguno de los míos hizo jamás una hazaña semejante.
Juárez murió al año siguiente: la noticia se solemnizó con repiques y cohetes en Tepic, San Luis y todos los pueblos del Cantón por orden de Lozada, no tanto porque éste tuviera nada que sentir de aquel presidente, supuesto que había tolerado tan gran poder en frente del suyo, cuanto porque se creía que era un enemigo personal de don Plácido Vega y se creía también que con el sucesor Lerdo de Tejada podían celebrarse favorables transacciones que permitieran a Vega volver a dominar en Sinaloa y tal vez extenderse a Sonora, cuyos estados necesitaba tener en sus manos para proclamar la soñada República de Occidente que ya estaba seguro de llegar a presidir en días no lejanos.
Una circunstancia que nadie esperaba vino a dar un sesgo completamente distinto a los acontecimientos.
Práxedis Núñez seguía ejerciendo su cargo de comandante militar de Atonalisco, pero como no recibía haberes para su fuerza y como además era bandido hasta la médula de los huesos, hacía frecuentes incursiones en que no sólo robaba sino que cometía terribles asesinatos, escogiendo sus víctimas entre los parientes o allegados de Galván, a quien seguía viendo como su mayor enemigo, hasta que éste puso de acuerdo a Nava y a otros jefes lozadeños para que sin consultar a Lozada reunieran su gente y fueran a atacarlo en sus madrigueras. Se reunieron más de dos mil hombres y rodearon el pueblo, pero Núñez a fuerza de arrojo logró escaparse, abriéndose paso con 150 hombres entre sus enemigos, yendo a presentarse a las autoridades nuevamente puestas a la sazón en Tepic por Corona. Este general reconoció a Núñez como teniente coronel de ejército, ofreciéndole que pronto lo nombraría coronel y comandante militar del Cantón de Tepic.
Estos sucesos despertaron los adormecidos recelos de los jefes de la Sierra del Alica, los cuales así como estuvieron conformes en que la conducta criminal de Núñez era insoportable, también consideraron la actitud de Galván, Nava y demás jefes como una rebelión. El primer impulso que sintió Lozada fue el de llamarlos a todos y mandarlos fusilar. Don Plácido fue el que lo contuvo diciéndole:
—General: lo que ellos han hecho proviene de que están deseosos de combatir, y no teniendo enemigo al frente, se pelean unos con otros.
—Pero mañana se pronunciarán contra mí como se han pronunciado contra Núñez.
—Entonces lo que debemos hacer es ponerlos en movimiento. Tenemos ya como unos veinte mil fusiles, sesenta piezas de artillería y oficialidad suficiente para un ejército de treinta mil hombres. Los pueblos de Sinaloa y Jalisco están avisados de que hemos de ir a salvarlos y nos esperan con ansia para ayudamos. Cuando estemos en Guadalajara, tendremos cien mil hombres y el gobierno mismo vendrá haciéndonos proposiciones para que nos quedemos tranquilos en el Occidente, por tal de no ver invadida toda la República. ¿Qué esperamos, pues?
—¿De modo que ya no hay necesidad de que usted vaya a Sinaloa?
—Ya no hay tiempo más que de armamos y darles un golpe por sorpresa. Si nos esperamos más, ellos nos madrugan.
—Entonces arréglelo todo, don Plácido, pero en secreto.
—Tan en secreto que sólo usted y yo sabremos hasta el momento de ponernos en marcha lo que vamos a hacer.
Los dos meses que siguieron los emplearon don Plácido Vega y Lozada en pasar revista a sus elementos y materiales de guerra, en mandar comisionados de confianza, tanto a los pueblos de la Sierra como a los de fuera de ella, a los primeros para llamarlos a las armas y a los segundos para prevenirles que estuvieran listos con objeto de hacer un levantamiento general cuando se les advirtiera. Preparaba, pues, don Plácido dos golpes a la vez: uno, la proclamación de la República de Occidente; otro, la guerra de castas haciendo levantarse contra los blancos a cinco millones de indios.
De repente, y cuando todos, en efecto, estaban más descuidados, se vieron descender como un alud las hordas feroces de la Sierra de Alica en número de quince a veinte mil hombres que se habían reunido echando mano de todos los recursos y de todas las amenazas.
El grueso principal tomó el camino de Guadalajara al mando de Vega y Lozada y tres o cuatro mil hombres el de Sinaloa y el de Durango, devastando otra vez las sementeras que apenas comenzaban a reponerse después de las recientes luchas.
Ya se comprenderán las angustias de los habitantes de los pueblos ante aquella sorpresa y ya se comprenderán también los destrozos que iban haciendo aquellos bandidos por donde pasaban, dejando sembrados el espanto y la desolación.
La guarnición de Guadalajara apenas se componía de unos 1500 hombres mal municionados, al mando de Corona, y con ellos salió al encuentro de Lozada, dejando una escasa fuerza de seguridad reforzada con algunos centenares de paisanos que ocuparon las alturas. Todas las familias estaban temblando, principalmente cuando se presentó en los suburbios de la ciudad una gran fuerza de caballería con don Plácido Vega a la cabeza, quien hizo la intimidación al gobierno para que se rindiera. Éste se preparaba a defenderse, cuando se tuvo la noticia de que el grueso de las fuerzas de Lozada había sido batido y dispersado a dos leguas de Guadalajara en un punto llamado «La Mojonera», el 28 de enero de 1873.
Con tropas tan escasas no era posible hacer a tan gran ejército de bandidos una persecución en forma, pero en su retirada fueron también hostilizados por los vecinos honrados de los pueblos, de manera que perdieron artillería, pertrechos de guerra, armamento, caballos y mulas en gran cantidad, volviendo a la Sierra muy escarmentados, a la vez que el otro cuerpo de ejército mandado sobre Sinaloa, también recibía una soberana derrota.
Así fue como comenzó a eclipsarse el astro reluciente del Nayarit.