Capítulo XVI

La neutralidad

EN el mes de febrero de 1866, a los nueve meses justos de los grandes descalabros que habían causado los franceses a los republicanos de Sinaloa, con el eficaz auxilio de Lozada, hasta el punto de haber asegurado en documentos oficiales el prefecto de Mazatlán que la pacificación del Estado estaba asegurada, ese mismo puesto se veía otra vez asediado por numerosas partidas que mandaban Ángel Martínez, Adolfo Palacio, Jorge Granados, Guerra, Tolentino, Parra y todos los demás militares y guerrilleros que obedecían al general Corona, formando tales partidas un número como de tres mil hombres muy bien armados y municionados, merced a un buque lleno de pertrechos intervencionistas que había caído en sus manos, por astutas combinaciones, y merced también a las victorias que habían obtenido en otros rumbos, así como a los auxilios que les había mandado el cónsul mexicano Godoy desde San Francisco, pues que don Plácido Vega, encargado por Juárez de la compra del armamento no daba señales de vida por aquel entonces.

Bajo tales circunstancias fue cuando se pensó en darles otra batida más formal y decisiva que la primera, contando con que entraría en las maniobras militares el general Lozada, no obstante que parecía haberse ido muy disgustado la última vez porque no se le había dejado entrar a Mazatlán, ni mandar en jefe las columnas expedicionarias en el interior de Sinaloa.

Con objeto de hacer que Lozada cobrara confianza y concurriera a las operaciones militares, para las cuales no se le suministraban recursos, supuesto que tenía los del Cantón y los del puerto de San Blas, se creó una plaza ad honorem para don Carlos Rivas, la de comandante general del Departamento, en cuya plaza no tenía más quehacer que firmar una que otra comunicación, sin poder salir a campaña ni organizar expedición alguna, grande ni pequeña, una vez que todo lo de la guerra estaba a cargo de los franceses.

Así, pues, don Carlos suplicó a Lozada en lo particular, y le ordenó oficialmente, que se alistara para concurrir a una nueva campaña sobre Sinaloa en combinación con fuerzas francesas expedicionarias.

Lozada contestó a la carta confidencial diciéndole que él era su amigo y podía mandarle cuanto quisiera, que por ser él quien se lo ordenaba concurriría a la combinación y siempre seguiría atendiendo en todo y por todo sus menores indicaciones; pero en la contestación oficial, que fue seca, le dijo que iba a cumplir su orden bajo la inteligencia de que no se subalternaría a ningún extranjero y de que él mandaría siempre su columna lo mismo que a los jefes de menor graduación que combatieran a su lado.

Tal orgullo, y más tratándose de un hombre oscuro, que no sabía leer ni escribir, y que había comenzado su carrera mandando una gavilla de salteadores, no pudo menos que hacer sonreír a los mandarines franceses, reservándose a obrar, por supuesto, como mejor les conviniera en su oportunidad.

Arregladas, pues, las fechas de los movimientos, que era lo principal para abrir la campaña, salió Lozada de Tepic con cerca de cuatro mil hombres, haciendo, como siempre, sus marchas con la mayor reserva, de tal modo, que sorprendió nuevamente al general Perfecto Guzmán en Guajicori el 24 de marzo. Este buen don Perfecto, obrando en contradicción con su nombre, pues que estaba allí para cuidar a los republicanos de la presencia de Lozada, tenía siempre la imperfección de dejarse sorprender estando de avanzada.

Fusiló Lozada a los prisioneros y a los heridos y siguió adelante.

Entró a la ciudad de Rosario el día 29 y no encontrando allí a las tropas francesas, según esperaba, ni instrucciones ningunas sobre la combinación, prosiguió la marcha, y entró en Aguacaliente el 31, en donde ya supo que la columna francotraidora compuesta de setecientos hombres había salido de Mazatlán el día anterior: la mandaba el teniente coronel Roig: éste ordenó a Lozada que se le incorporara en Siqueros, pero don Manuel sin constestarle siquiera, torció para Concordia.

—Yo no necesito de los franceses —dijo a Oceguera—, ni para entrar a Mazatlán, ni para tener donde quiera un encuentro con los juaristas.

Y el caso fue que a poco ya empezó a verse muy apurado porque las fuerzas republicanas mandadas por Corona y que se interpusieron entre ambas columnas para evitar su reunión, se presentaron luego al frente de Concordia en actitud hostil.

He aquí lo que pasó, según los partes rendidos por los jefes, y según lo referido al autor por testigos presenciales.

Los lozadeños estuvieron entrando al pueblo de Concordia en pelotones desde la una de la tarde; pero se esperó a que se reunieran todos y tomaran posiciones para atacarlos. A las cinco de la tarde se presentó Corona en las lomas y allí formó tres columnas de cerca de cuatrocientos hombres cada una y mandadas por los jefes Rubí, Parra y Gutiérrez, quedando Corona con una reserva. Al coronel Crespo lo destinó a vigilar a los franceses en Siqueros y a simularles ataques, pero casi resultó inútil el ardid porque aquéllos no se movieron de sus puntos en auxilio de Lozada y se limitaron a contestar el tiroteo muy flojamente.

La reunión completa de los republicanos que no se pudo hacer frente al enemigo, la organización de las columnas y la distribución del parque, fueron causa de que se perdiera un tiempo precioso, y así fue que el asalto comenzó a las seis de la tarde. Esto es, no se dejó más que un cuarto de hora, media hora a lo más, en perspectiva de luz para el combate. Hasta a los mismos soldados se les oía decir:

—Es seguro que nos vamos a hacer bolas.

Lozada había tenido bastante tiempo para prevenirse, y en tal concepto, ocupó las alturas con infantería y atrincheró las calles, tomando la buena medida de sacar fuera de la población la caballería para cargar con ella por la retaguardia al enemigo cuando fuera oportuno. Él mismo se puso al frente de su fuerza montada por dos razones: primera, para estar más libre de manera de poder escaparse, si era necesario, y segunda, porque cuando estaba lejos de sus terrenos no le gustaba pelear a pie sino a caballo.

Con lo que sí recibieron cierta sorpresa los lozadeños, fue con el ataque que se les dio casi al cerrar la noche, pues los preparativos que hacían era en la creencia de que el combate se verificaría con la primera luz del día siguiente.

Las tres columnas nombradas por Corona se precipitaron sobre la plaza de Concordia, dos de ellas combatiendo con arrojo temerario, aunque la tercera que mandaba el coronel Eulogio Parra se pasó de largo para el punto llamado Jacobo, por una de dos causas: o por haber entendido mal las órdenes o por insubordinación, cosa que era muy frecuente entonces en que se desconocía completamente la disciplina militar. Es más que probable que Parra dijera para su capote:

—Yo no soy tan estúpido de ir a entregar mi gente a estas horas en que la próxima oscuridad hará que nos matemos unos con otros.

Y quiso ante todas las cosas mantener intactas sus fuerzas para hacerse valer.

Las dos columnas que mandaban Gutiérrez y Rubí, que fueron las que se batieron con bizarría, no sólo arrollaron los obstáculos que se les opusieron, sino que llegaron a las dos plazas que tiene en el centro la población; pero allí recibieron un nutrido fuego de las tropas de Rosales y Nava que estaban posesionadas de las alturas, a la vez que Lozada en persona al frente de su caballería y del escuadrón Núñez atacó a las columnas de Corona por la retaguardia.

Lo particular de este caso estuvo en que la columna de caballería de Lozada fue rechazada por los mismos suyos que le hicieron un fuego vivísimo desde las azoteas. Vuelto este jefe a los suburbios, se encontró con Oseguera que era ayudante, secretario y jefe de una batería de cañones, al cual le dijo:

—Pronto vaya usted con un obús y la infantería de Puga hacia el norte para batir al enemigo por el flanco.

—Sí, mi general —gritó Oseguera, y fue a cumplir las órdenes, quedando completamente cortado de los suyos.

Pero esto nadie lo sabía, porque eran ya las nueve de la noche y todos estaban fusilándose unos a otros, sin saber cuáles eran los amigos y cuáles los enemigos. Los únicos que se mantenían firmes eran los de arriba, que hacían fuego para donde quiera que veían hacer disparos.

Lozada tomó otro rumbo, se encontró con una caballería enemiga que huyó espantada creyendo que aquél era un auxilio que les llegaba de Mazatlán a los de la plaza. Entonces el jefe imperialista, ya encontró una calle despejada por donde dirigirse al centro de la población, pero por más esfuerzos que hizo no logró hacer que los suyos lo reconocieran en la oscuridad de la noche.

El asalto se prolongaba sin orden ni concierto, es decir, no era asalto aquello sino una confusión de que nadie podía dar cuenta exacta.

El general Corona se había quedado a poca distancia con la reserva, sin decidirse a avanzar, porque no sabía cuáles eran los puntos que ocupaban los suyos, ni cuáles aquellos en que se sostenía el enemigo, pues observaba que los fuegos eran cruzados por todas partes y que parecía haber pequeños combates, tanto adentro como en las orillas de la población. Mandó dos ayudantes y no volvieron porque cayeron en poder de la caballería lozadeña que rondaba por las afueras sin poder entrar a la plaza.

Si el general Corona estaba probablemente arrepentido de haber ordenado un ataque tan descabellado, Lozada no estaba menos inquieto viéndose cortado y considerando que Oseguera y su artillería habrían caído tal vez en poder del enemigo. Veía que los de las alturas se sostenían, pero temía que se les acabara el parque o que se desmoralizaran viendo que no recibían ningún auxilio. Por otra parte, sabía que Corona estaba allí cerca con 400 hombres de refresco y que con la menor carga decidiría a su favor aquella jornada. Así fue que su plan, por de pronto, fue ordenar la retirada, pero salvando todas sus fuerzas, y se dirigió en seguida al norte en donde estaba Oseguera, teniendo cuidado de mandarle avisar que iba a acercarse para que no le hicieran fuego. Su temor era que hubiera caído aquel jefe en poder de los republicanos, pero sucedió que de milagro se había salvado, no obstante encontrarse en completo aislamiento.

Entonces Oseguera le dijo lleno de alborozo:

—Gracias a Dios, mi general, que llega tan a tiempo: acabo de rechazar una columna enemiga y ha caído muerto el jefe de ella, general Gutiérrez y un coronel que lo acompañaba. Es el momento de cargar.

El coronel muerto era Onofre Campaña.

Lozada, tras esa noticia, ya no tuvo más que hacer un empuje para poner en fuga a los liberales que dejaban escapar la más fácil de las victorias. Allí mismo triunfan de seguro si se han batido también las fuerzas de Parra y Corona, pero con plena seguridad si el asalto se aplaza para la nueva aurora, como estaba indicado, una vez que era del todo irracional un ataque nocturno.

Lozada confesó en su parte que se había visto en grandes aprietos, que había quedado bastante destrozado; pero como también supo al día siguiente que el enemigo iba en total dispersión, agregó sentenciosamente: «Por lo expuesto, comprenderá V. E. que todo el grueso de las fuerzas enemigas que manda Corona, han sido batidas y derrotadas y que sólo resta saber aprovechar el triunfo, persiguiendo tenazmente a los dispersos, para que no se vuelvan a organizar nuevamente».

El hecho, sin embargo, fue que quedaron todavía algunas fuerzas organizadas y que hostilizaron a los franceses que volvieron a entrar a Mazatlán hasta cerca de los muros de la plaza, sin que Lozada pudiera ni siquiera prestarles en su retirada el menor auxilio: antes bien, después de dar algún reposo de pocos días a sus fuerzas, comenzó a retirarse otra vez para sus terrenos, disgustadísimo porque lo habían dejado abandonado a su suerte en Concordia y por haberle querido subalternar a un jefe de inferior graduación. De este último se vengó en sus partes, llamándose a sí mismo general en jefe de la División de operaciones sobre Sinaloa.

Luego que se supo en Mazatlán que Lozada contramarchaba, se le mandaron correos tras correos, diciéndole que se detuviera para continuar la campaña, pero el nuevo general de División contestó enfáticamente. «Se me han agotado las municiones, y sería necesario que me las repusieran, soy general de División reconocido por el Imperio, y sería también necesario que la plaza con su guarnición se pusiera a mis órdenes», y como no se le dio gusto en esto, continuó retirándose, viniendo a suceder que el 18 de junio, dos meses después de su victoriosa expedición, fuera derrotada la guarnición que tenía en Santiago, al mando de sus jefes Agatón Martínez y José Tapia, por el tantas veces derrotado general Perfecto Guzmán.

El día 8 de julio se presentó repentinamente en Tepic el general Carlos Rivas, comandante general del departamento de Sinaloa, que había desembarcado en San Blas y llamó a Lozada que estaba en San Luis para que tuvieran una conferencia importante en Tepic.

—¿Qué hay? —le preguntó Lozada que había acudido luego a la cita.

—Hay lo que menos pudiéramos figuramos: el ejército francés se retira dejando solo al emperador Maximiliano.

Lozada se quedó de una pieza, y por más que fuera su ignorancia sobre las cosas públicas, no pudo menos que exclamar:

—Pero Maximiliano solo no podrá defenderse contra los juaristas.

—Claro que no, y comenzando por Sinaloa que está todo en poder del enemigo, menos Mazatlán, que ocupará también luego que salgan los franceses, se pondrá ya en actitud de invadir Durango y Jalisco.

—¿Y usted don Carlos, que es el comandante general del Departamento…?

—Ya no soy nada: yo había aceptado ese cargo que fue puramente fantástico, como te dije en su oportunidad, para sostener nuestra situación en Tepic; pero ya lo renuncié una vez que no tiene objeto.

—¿Y qué opina usted don Carlos que hagamos ahora?

—Esperar a ver lo qué sucede: no podemos romper nuestros compromisos con el Imperio, porque nos quedamos en el aire; no podemos tampoco exponer nuestros elementos ayudándole, de manera que creo debemos permanecer neutrales.

—¿Y qué es eso?

—Declarar que no nos metemos ni con unos ni con otros hasta poder ver con toda claridad lo que sucede.

—Está bien.

Lozada fue y dijo a Oseguera que le redactara una proclama respecto de aquello que llamaba don Carlos la neutralidad y apareció el documento el 18 de julio de 1866 en que dijo que ya había hecho entrega de todos sus elementos de guerra (que nadie recibió) y que se retiraba a la vida privada para atender a sus negocios: además daba muchos consejos a sus subordinados, entre los que no se omitía el de prevenirles bajo las más severas penas que estuvieran listos para reunirse cuando los llamara, quedando, como siempre sujetos a su obediencia.

La neutralidad de Lozada, por más que no tuviera ninguna significación para los republicanos, aterró a los imperialistas, que perdían, aunque no fuese más que aparentemente, un poderoso aliado.