Capítulo XV

¡Mar de sangre!

UN año largo permaneció Lozada en la más completa inacción, gobernando según su mal saber y entender todo el Cantón de Tepic, del cual sacaba cuanto quería así como de la Aduana de San Blas que estaba a su cargo, teniendo para ello el pretexto de la manutención de sus fuerzas, no obstante que como de costumbre, estaban en su mayor parte disueltas. Era dicho caudillo una carga bien pesada para el Imperio, pero había que contentar sus pretensiones hasta donde fuese posible porque era a la vez un aliado que se consideraba útil tanto para que no dejara extender a los liberales en sus operaciones por aquellos rumbos, como para que pudieran refugiarse allí los imperialistas que fueran derrotados. Hasta ya entrado el mes de marzo de 1865 recibió órdenes apremiantes de los comandantes militares de Mazatlán y Guadalajara para que escogiera tres mil hombres de los más aguerridos y de los mejor armados de infantería y caballería con objeto de dirigirse a Sinaloa para expedicionar en combinación con las columnas francesas que iban ya a moverse contra las fuerzas liberales que habían obtenido varios triunfos y que desplegaban tal audacia que no cesaban de asediar a Mazatlán, no obstante haberse arrasado todos los pueblos de donde recibían provisiones. No se les había dejado más que un páramo en cuarenta leguas a la redonda y en ese páramo sin embargo estaban operando con increíble audacia. Era necesario pues destruirlos echándoles encima siete mil hombres, que eran los que iban a completarse para emprender sobre ellos una campaña decisiva.

Práxedis Núñez seguía siendo el niño mimado de Lozada y a él fue a quien primero hizo que le leyera el secretario Oceguera las comunicaciones.

—¡Hum! —dijo Práxedis—, ¿pues no nos echaron de Sinaloa porque dizque no les servíamos para nada?

—Ahora han visto ya que sin nosotros se los están comiendo vivos —le contestó Lozada.

—Y qué dice de eso mi general, ¿hemos de ir?

—Para eso he dicho a Oceguera que te lea eso, para que tú des tu parecer.

—Por una parte es bueno ir para que les probemos que valemos mucho; pero por otra ¡quién sabe!

—Al cabo nos dan tiempo para pensarlo, porque quieren que salgamos de aquí el día 15 del entrante.

—Pero habrá que decirles si salimos o no.

—Ya he dicho a Oceguera les conteste que estamos listos y que cuando sea tiempo nos repitan las órdenes. De esa manera podremos poco a poco reunir a la gente.

—Está bien, entonces me iré yo a mi comandancia de Atonalisco para llamar a los míos.

—¿Cuántos vas a juntar tú?

—De quinientos a seiscientos, todos de pelea.

—Pues será bueno que los juntes como para el 8 de abril y yo te avisaré cuando han de bajar.

—¿Entonces puedo estarme otros tres días en Tepic?

—Sí.

Práxedis saludó y se fue.

Quedó pues decidido así, entre querer y no querer, que la expedición se organizaría a fin de estar lista para cuando se recibiera el aviso definitivo de los comandantes franceses.

Práxedis Núñez, como todos los bandidos que había evocado la Sierra de Alica, íbamos a decir, el averno, tenía todos los vicios; pero el que lo dominaba más que todos era el de la lujuria.

Tenía una cuñada joven, graciosa, espiritual y honrada, de la cual se había prendado en sus excursiones a Tepic, en donde ella vivía modestamente con su familia.

Vestía con decencia, tenía maneras delicadas y su conversación demostraba que había recibido buena educación. Era el polo opuesto de Práxedis y por consiguiente, aunque le manifestaba cariño por ser de la familia, veía con horror sus indelicadezas y sus crímenes.

—Vamos a entrar otra vez en campaña —le dijo Práxedis sentándose cerca de la ventana donde ella estaba cosiendo.

—¿Tienes que marchar?

—Sí, salgo pasado mañana a organizar las tropas.

—Pues Dios te saque con bien, hermano, yo por tu mujer y por todos nosotros mejor te quisiera ver pacífico trabajando.

—¿Te quieres venir conmigo a Atonalisco?

—No, ¿qué voy a hacer?

—Ya sabes que sin ti no puedo vivir.

—Hombre, por Dios, cállate, ¿qué diría mi hermana si te oyera?

—Ya le he dicho que me equivoqué cuando me casé con ella y que a ti es a la única mujer que quiero.

—Pues yo aunque tú no estuvieras casado no podría quererte.

—¿Por qué?

—Porque ya sabes que estoy comprometida, que tengo novio.

—¿Quién es?, ¿cómo se llama?

—No puedo decírtelo.

—Ya lo conozco, es ese joto de Eustaquio Cárdenas. Puedes creer que has firmado su sentencia de muerte si no me correspondes.

—Práxedis, yo te quiero bien: no me hagas que te aborrezca.

—Ya te lo digo: si mañana no me dices que sí, pasado mañana lo mato.

Ricarda no creyó aquellas amenazas, omitió prevenir a su novio del peligro que corría por delicadeza, se rehusó terminantemente a las pretensiones de Núñez y el joven Eustaquio fue asesinado vilmente en la calle por el bandido quien se fue en el acto para Atonalisco a fin de evitar alguna represión de sus superiores, o tener que dar explicaciones a los jueces lozadeños.

Todavía no se borraba la impresión de aquel horrible suceso, cuando se cometió el rapto de Ricarda Oria por una banda de forajidos acaudillados por Eugenio Vergara que fungía como capitán en las fuerzas de Núñez. La joven opuso una resistencia tenaz, pero sus gritos fueron ahogados, hizo Vergara que la acomodaran en la silla del caballo que montaba, la sujetó fuertemente entre los brazos y echó a correr camino de Atonalisco adonde llegó al día siguiente con su preciosa carga.

—¿No te lo dije que habías de ser mía? —le dijo Núñez luego que le fue entregada.

—¡Infame!, ¡infame! —exclamó la joven.

El bandido mandó que la encerraran en la habitación que tenía dispuesta para satisfacer sus apetitos criminales.

La sociedad de Tepic se estremeció de indignación, todo el mundo decía en voz baja que aquello era terrible y cada cual tembló por la tranquilidad de su hogar y por el honor de su familia, y aunque llegaron las quejas a oídos de Lozada, que hacía alardes de moralidad desde que era aliado de los franceses, se conformó con exclamar:

—¡Ah, qué Práxedis!

Se repitieron las órdenes para que la expedición sobre Sinaloa se efectuara, pero recomendando el mayor sigilo a fin de sorprender y destruir las par tidas de liberales que ocupaban algunos pueblos desde Guajicori: así lo hizo Lozada mandando interceptar los caminos previamente con aquellas partidas para que nadie diera aviso. De esta manera logró caer de súbito sobre el general Perfecto Guzmán que estaba en el mismo Guajicori, al cual le hizo muchos muertos y heridos, fusilando en el acto a los ocho infelices que cayeron prisioneros. El pueblo fue incendiado, así como el rancho del Torete, en donde terminó la refriega.

Al día siguiente cayó Lozada también de improviso sobre el pueblo de Moloya en el cual estaba el hospital militar de los republicanos: murió el capitán Antonio Urbina, se dispersaron los diez soldados del destacamento y fue ocupada la casa en donde estaban treinta y cinco enfermos en sus camas, unos curándose las amputaciones, otros con la fiebre y todos imposibilitados de moverse, una vez que no se encontraban allí más que los moribundos.

—¿Qué hacemos con ésos? —le preguntó Galván.

—Matarlos a todos.

—Son los heridos graves y todos están ya muriéndose.

—De todas maneras, son enemigos y se matan.

¡Y entró la turba y los acuchillaron a todos sin perdonar a los curanderos, ni a un muchacho de trece años que había ido allí a ver a su padre!

Al día siguiente se sorprendió otra pequeña fuerza de los republicanos en las Estancias, que también fue destrozada lo mismo que lo fue la que mandaba Camilo Isiordia en los ranchos del Rincón, haciéndole quince prisioneros, que fueron inmolados sin misericordia.

Llegó Lozada con sus huestes al Rosario, allí supo que el jefe Gutiérrez estaba en Mataton con cien hombres, y le destacó quinientos hombres montados para destrozarlo; pero ya no fue ese republicano sorprendido porque había cundido la alarma y antes bien uniendo sus fuerzas con otra de ciento cincuenta dragones mandados por Ángel Martínez, hicieron frente ya reunidas, a las lozadeñas en Moloya, desde donde las fueron acuchillando hasta el Rosario, poniéndoles fuera de combate más de doscientos indios.

Allí se encontraron con el grueso de las fuerzas de Lozada, y tuvieron que volverse dejándolo dueño del campo.

Pero como los franceses habían salido también de Mazatlán en virtud de la combinación, los combates se multiplicaron, los republicanos se sintieron al fin en gran inferioridad y tuvieron que huir el bulto como pudieron, yéndose para el rumbo de Culiacán, adonde los imperialistas a pesar de contar con un cuerpo de ejército de más de seis mil hombres no se atrevieron a seguirlos.

Así concluyó por de pronto esta campaña.

Como a Lozada no se le dejó entrar en Mazatlán y todos los pueblos y ranchos estaban convertidos ya en cenizas, tuvo por conveniente volverse para sus madrigueras, no sin dejar los puntos que tocaba, como si hubiera pasado por allí la langosta. Ya no había en una extensión de muchas leguas ni casas, ni habitantes, ni ganados, ni siembras, ni nada, más que una prolongada y triste desolación, ni solía verse otra cosa a derecha e izquierda de los caminos que cruces toscas de madera que indicaban los lugares de las hecatombes.

Lozada, sin embargo, al regresar a Tepic quiso llamar la atención del mundo entero, dando engrandecimiento a sus dominios y ofreció toda clase de garantías, principalmente al comercio que quería tomara gran impulso, estando casi nulificados por la guerra los demás puertos del Pacífico. A ese fin hizo saber a los Estados limítrofes que San Blas estaba expedito para que entraran toda clase de mercancías y que existía de ellas un buen depósito en la cabecera del Cantón, adonde podían acudir con toda libertad los comerciantes, seguros de que serían escoltados ellos y sus cargas, a la vez que sus personas e intereses serían bien garantizados por el Cuartel General y las autoridades civiles y militares que de él dependían.

En virtud de ese ofrecimiento y de otras franquicias que estableció para que los caminos se vieran otra vez transitados por las gentes de negocios, empezaron a caer a Tepic uno que otro comerciante de los pueblos de Jalisco, de Zacatecas y Durango, y de la última ciudad de este nombre llegaron cinco a la vez con un atajo de mulas y con ocho o diez mozos bien montados y armados.

Supo Lozada que eran personas de importancia y que podían servir para hacer buena propaganda a su regreso en las poblaciones y los invitó a pasar unos días en San Luis, en donde les regaló el primer día opíparamente, esto es, opíparamente al estilo del país, haciendo que se les sirviera una mesa de platos llenos de carne asada, de gallina y guajolote en mole y en pipián, de chiles rellenos, frijoles, quesos frescos y pescados de los muy buenos que hay por allí, tanto en las corrientes como en los esteros, llevándolos por la tarde a ver los alrededores a caballo. Al siguiente día también se les trató muy bien y por la noche los invitó a jugar albures, dejándose ganar unos doscientos o trescientos pesos, y por fin, al tercer día después de otros agasajos los despidió dándoles una pequeña escolta de tres hombres, pero diciéndoles que con uno bastaba que fuera reconocido para que pudieran ir hasta los límites del Cantón completamente seguros.

Los comerciantes habían adelantado sus cargas, así es que ya no tuvieron que volver a Tepic, sino que fueron a tomar el camino del pie de la sierra con dirección a Durango, pasando por Atonalisco. Allí Práxedis Núñez devolvió la escolta de Lozada y se ofreció a acompañar él mismo a los viajeros con unos 25 hombres.

—Pero, señor coronel —le dijo el que hacía cabeza—, ¿cómo va usted a molestarse? Nosotros no podemos consentir en que usted personalmente nos acompañe.

—No tengo ningún quehacer y me sirve de diversión. Voy de todos modos.

Ya en el camino los cinco comerciantes, que también habían adelantado a los mozos, para que fueran con la carga, se hacían lenguas ponderando el buen trato que les había dado don Manuel, al cual pintaban todos como un monstruo, no siendo en realidad sino un finísimo caballero.

Práxedis ios dejó hablar, aprobando con la cabeza, hasta llegar a un lugar montuoso en que a una señal suya fueron los cinco a la vez heridos por la espalda. Una vez que los acabaron de matar, mandó que fueran echados los cadáveres a un barranco después de despojarlos de cuanto llevaban.

—Ahora si es preciso fusilar a Práxedis —exclamó Lozada cuando se le dio noticia de aquella iniquidad.

Pero casi al mismo tiempo se le presentó Práxedis, quien arrodillándose y besándole las manos le dijo:

—Señor general, eran espías de Corona, se lo dijeron ellos mismos a Braulio Ávila que está allí para testificarlo, al cual quisieron sonsacar con dinero y por eso he mandado que les dieran muerte. Ahora fusíleme Vuestra Excelencia.

Don Manuel abrazó a Núñéz y le mandó regalar el mejor de sus caballos en signo de agradecimiento.