Los aliados
DESPUÉS de haberse festejado en todos los dominios de Lozada la proclamación del imperio y de mandarse a la Regencia las actas que habían de figurar en el expediente de popularidad fraguado en favor del pobre Archiduque, cosas todas que para los indios no tenían la menor significación, pues el mismo cacique que los mandaba no poseía la inteligencia bastante para comprender en qué especie de lío lo habían metido, se procedió a querer dar una organización más militar a las tropas a fin de que estuvieran listas para entrar en campaña.
Rosales y Nava, que eran entre los comandantes de Lozada los menos cerrados de cacumen, en cierta vez en que lo encontraron solo en su alojamiento de Tepic, aprovecharon la ocasión para que el primero pudiera decirle:
—Y oiga, mi general, ¿de qué vamos nosotros a defender a los franceses? ¿Qué nos va ni qué nos viene con que venga a mandar a México ese príncipe don Maximiliano que no conocemos?
—Ya otros me lo han preguntado también y les he contestado lo que me ha dicho don Carlos que les diga: que eso es lo que nos conviene.
—¿Y por qué nos conviene? —preguntó a su vez Nava.
—Pues nos conviene porque del lado de los franceses y de Maximiliano se han ido los señores obispos y todos los padres, así como los generales Márquez y Miramón, que son nuestros amos naturales.
Los dos comandantes se quedaron de pronto meditabundos; pero Rosales dijo a poco:
—De todas maneras, los franceses vienen matando mexicanos, y si nosotros les ayudamos…
—Nosotros no les ayudaremos a matar mexicanos —contestó Lozada—, sino liberales.
—Yo creía que a nosotros nos tocaría defender nuestro terreno y pelear con los que vinieran a buscarnos el bulto, ya de unos o ya de otros; esto es, que a nosotros nos toca estar contra todo gobierno.
—Eso lo veremos después, según nos traten. Por ahora nosotros tenemos que seguir a nuestro partido, formado por todos esos que dicen que se llaman los conservadores.
—¿Y qué es lo que nos han dado los conservadores? Las armas que tenemos nosotros las hemos quitado; el dinero, los caballos y lo demás con que nos hemos mantenido y nos seguiremos manteniendo nos lo dan los pueblos, de modo que ¿qué?…
—Que ellos nos han reconocido nuestros títulos y nos han dado otros, y nos han ofrecido darnos más… Yo le diré a don Carlos que les explique todo y entre tanto acá para nosotros ya sabemos que ni don Carlos ni ninguno nos importa una charamusca y que cuando queramos haremos lo que nos convenga como siempre.
—Yo lo decía porque los indios de la sierra resisten mucho para ir tierra adentro.
—Pos eso es lo que quiero, que se les vaya quitando el temor para cuando tengamos que ir a libertar a los otros indios que dizque están por ahí de esclavos. Díganles eso: que los otros indios nos necesitan.
Se convencerían o no los comandantes, pero como la orden persistió de que alistaran a sus fuerzas para salir en número de tres mil soldados a las órdenes de Rivas, Cadena, Montenegro y García que eran los jefes agregados que estaban en el empeño de que se emprendieran operaciones militares sobre los liberales de Jalisco, no pudieron hacer otra cosa que ir a alistar la gente aunque fuera refunfuñando.
Y por lo que refunfuñaban más, era porque aquellos jefes a pesar de sus ínfulas, siempre eran desgraciados en la guerra, contaban ya un gran número de derrotas y la última había sido nada menos en septiembre del año anterior en la formidable hacienda de San Felipe en donde tenían dos mil hombres, y con ochocientos los desalojó el general don Isidoro Ortiz, haciéndoles cuarenta muertos y doce prisioneros que fueron fusilados.
Estaba pues preparándose una expedición militar que habían de llevar otra vez los generales agregados al bajalato tepiqueño al interior de Jalisco para proteger a don Remigio Tovar y a otros guerrilleros imperialistas que merodeaban con poca fortuna, pues que no les dejaban levantar cabeza a los liberales, cuando llegaron tres correos extraordinarios uno después de otro, con pliegos en que se le decía a Lozada de orden del general en jefe de los franceses que con el mayor número de tropas que pudiera poner sobre las armas, se pusiera inmediatamente en marcha para Sinaloa a fin de proteger el desembarco de las tropas de ocupación en Mazatlán al mando del comandante L. Kengrist, suceso que debía verificarse del 12 al 15 de noviembre del año en curso, que era el de 1864.
Todos los comandantes de Lozada se impusieron de aquella noticia con verdadero entusiasmo, pues así como sentían grandísima repugnancia para internarse en Jalisco, donde siempre habían sufrido tan rudos golpes, principalmente porque aquél era terreno desconocido para ellos, así experimentaban gran placer siempre que las expediciones eran para el Norte, por más que no hubieran llegado todavía a pasar de Escuinapa. Sobre todo, por Sinaloa varios miles de vecinos del Distrito andaban huyendo de sus tropelías, habiéndose armado millares de ellos para combatirlos y nada deseaban tanto como darles una furiosa escarmentada.
Brevemente diremos antes de volver a encontrarnos con los personajes que hemos mencionado, que el general don Plácido Vega dejando aburridísimos de sus despilfarros y de su insolente tiranía a sus gobernados de Sinaloa, en donde usó procedimientos muy semejantes a los de Lozada, quiso ir mandando el contingente del Estado, con el cual desembarcó en Acapulco y pudo llegar por primera vez oportunamente al teatro de la guerra, renunciando a poco el mando de tropas para aceptar el encargo de Juárez de dirigirse con fuertes sumas a San Francisco para comprar armamento que nunca llegó a la República, ni tampoco el general volvió a figurar en la guerra intervencionista.
El general Corona por su parte tampoco pudo volver a Tepic por falta de elementos, sino que salió con la 4a División que mandaba el general Arteaga al evacuarse la plaza de Guadalajara para que entraran los franceses; y después al estallar la traición de Uraga en Zapotlán, se dirigió por la sierra de Durango a Sinaloa, en donde se puso de acuerdo con Rosales para derribar el gobierno que había dejado allí don Plácido Vega, lo cual efectuaron, de manera que ellos eran allí los dueños de la situación en los momentos en que aquel Estado iba a sufrir la invasión de los franceses en combinación con el ejército de Lozada.
Después de dicho esto volveremos otra vez a Lozada que iba ya en marcha con sus huestes, en que bien podían contarse más de cuatro mil hombres de infantería y caballería con veinte cañones de distintos calibres. En esta vez las tropas lozadeñas, aunque siempre podrían llamarse chusmas al lado de cualquier ejército regular, ya se veía que tenían mejor organización y que iban haciendo sus marchas divididas en brigadas escalonadas, sin hacer los destrozos de costumbre en las poblaciones, con el buen propósito de que no los tuvieran los franceses por malos aliados.
El día 13 en el momento en que los franceses estaban bombardeando la plaza de Mazatlán, sin duda por equivocación, pues que Corona y Rosales la habían evacuado, el primero en la noche del día anterior, y el segundo en la madrugada, las tropas lozadeñas se encontraban ya a una legua de distancia del puerto organizando las columnas para entrar en combate. Una comisión se presentó al terrible don Manuel para informarle que el enemigo último salido de la plaza iba por allí cerca con rumbo al Haval.
—¿Quién es el jefe? ¿Qué fuerzas lleva? —preguntó Lozada.
—El jefe es Rosales y va con una fuerza de 300 hombres.
Entonces Lozada desprendió su caballería que constaba de unos 800 hombres al mando de Práxedis Núñez para que les diera alcance. Éste se verificó en el Haval en donde los liberales fueron sorprendidos a balazos de carabina a los gritos de «¡viva Lozada!, ¡viva el Imperio!», viéndoseles de pronto desconcertados.
Pero había allí dos jefes valientes, serenos y audaces, Rosales y Granados, y éstos organizaron unos cien hombres con los cuales se hicieron fuertes en las casas, logrando rechazar al enemigo, que ya les había hecho algunos muertos y prisioneros. La derrota se convirtió en victoria, porque le hicieron al enemigo bastantes muertos y heridos, quitándoles armas y caballos.
La fuerza liberal pudo continuar más tarde su marcha para ir a incorporarse con el grueso de ella, que al mando de Corona esperaba en el Quelite, ignorando tal vez lo que pasaba.
Lozada entró a Mazatlán el día 14, no permitiéndosele que lo acompañaran sino quinientos hombres, sus generales agregados y su Estado Mayor. Por más que se procuró que las gentes de Lozada entraran limpias y en orden, los jefes franceses no dejaron de sorprenderse a la vista de aquellos aliados.
Don Carlos Rivas se encargó de hacer la presentación al comandante de la plaza monsieur Munier.
—El señor general don Manuel Lozada.
—El señor teniente coronel don Miguel Oceguera, su secretario.
—Los señores coroneles Nava y Galván.
Y siguió nombrando coroneles, comandantes e individuos del Estado Mayor, indígenas puros en su mayor parte y nada pulcros en el lenguaje ni correctos en el vestido, contemplándolos el jefe francés estupefacto.
—¿Con que este caballero es el general Lozada? —preguntó después de haber visto a todos, fijándose en la catadura del cabecilla.
—Sí, señor —le contestó don Carlos—, éste es el denodado general Excelentísimo señor don Manuel Lozada.
—¿Y qué idioma habla?
—Habla el español además de su idioma nativo.
—Bueno, pues que tome su alojamiento y espere las órdenes que debe transmitirle el jefe de la escuadra, que es aquí nuestro superior.
Y siguió despachando sus asuntos sin hacer ya el menor caso de aquel enjambre abigarrado de militares.
Esos asuntos fueron los de convocar la Junta de cajón para que se proclamara emperador a Maximiliano, la requisición de caballos y armas, la expedición de decretos sobre estado de sitio y pasaportes, el nombramiento de autoridades y la proclama correspondiente, explicando el cambio político que se estaba verificando. Es oportuno agregar que en esa proclama no se olvidó decir que había ayudado a destruir a los opresores el ejército del señor general Lozada.
Le llamaba general, no obstante haberle hecho saber previamente que quedaba a las órdenes de un comandante.
Muy pronto quedó convencido el jefe de la escuadra de que le servirían de muy poco aquellos auxiliares, cuando eran además multiplicadas las quejas que recibía de su mala conducta, y entonces ordenó a Lozada que le dejara sólo a un tal Tapia, que le pareció un poco más fino, con trescientos infantes y doscientos caballos, los cuales le sobrarían luego que estuvieran mejor organizados para pacificar el Departamento al lado de los franceses. Ya lo llamaría con su ejército en el caso de que más adelante lo necesitara.
Lozada entonces por primera y última vez consintió en embarcarse en un vapor, acompañado de su Estado Mayor para ir a desembarcar en San Blas, disponiendo que las tropas en secciones de poco más de mil hombres contramarcharan para Tepic, escalonadas, a fin de hacerles menos difícil la subsistencia.
La despedida fue naturalmente desabrida y mucho más cuando Lozada con su perspicacia natural había comprendido que no les caía nada bien a los franceses y que lo veían con el desvío con que se ve a un ser inferior.
Cuando iba ya navegando en medio de sus gentes, les dijo:
—Estos franchutes parece que no nos tienen en nada; pero ya verán ustedes como sin nosotros los van a volver bolas los de Corona y Martínez, que saben pelear, porque son tepiqueños.
Y no sabía que a la vez eran destrozados quinientos de los suyos que habían quedado de destacamento en el Rosario, en los cuales el jefe liberal Anacleto Correa hizo una carnicería espantosa.
En cambio, los lozadeños que estaban en Concordia cogieron al paso al jefe político de Rosario, que había salido de Cacalotan en busca de Corona, con unos quince hombres de escolta, a todos los cuales los convirtieron en menudos pedazos junto a las tapias del cementerio. Ese desgraciado jefe político que tuvo tan mala suerte se llamaba don Miguel Figueroa.
Las tropas lozadeñas en su prolongada retirada siguieron sosteniendo frecuentes combates, en que si bien ellos tuvieron la peor parte, no dejaron de hacer muchas bajas en las filas liberales, cebándose con furor en los que por cualquier circunstancia llegaban a caer en sus manos.
Los dos jefes franceses el de la Marina y el de la Plaza se restregaban las manos cada vez que recibían noticias de una matanza, y exclamaban:
—Que se acaben, nada importa, al fin que unos y otros pertenecen al país conquistado.
Lozada fue recibido por los suyos con gran alborozo en San Blas y por todo el camino se le tributaron grandes agasajos hasta llegar a Tepic en donde se le hicieron los honores de triunfador.
Cuando se vio libre de los festejos, se fue a San Luis a visitar su tesoro, por el cual había pasado grandes inquietudes. El sótano estaba intacto. Después de haberse estado seis horas encerrado contemplando su oro, plata y joyas de diversos valores, agregó cincuenta onzas que sacó del bolsillo suspirando.
Aquella campaña tan trabajosa no había sido nada productiva.