Capítulo XIII

Lozada imperialista

PRÁXEDIS Núñez había sido de los primeros en presentarse al Cuartel General con 400 hombres organizados y mantenidos por él, lo mismo que había sido de los primeros en penetrar a las calles de Tepic y en asaltar con denuedo a las descuidadas tropas de Buelna en los cuarteles, dando muerte por su mano a cuantos les vio la cara de enemigos. Quería demostrar a Lozada dos cosas: primero, que tenía tanto o más vigor que antes por más que estuviera en la luna de miel, y segundo, que su agradecimiento para con él era tan grande que quería probárselo con los actos de salvajismo que pudieran serle más agradables como era el de la destrucción del contrario de un modo que se difundiera por todas partes el espanto.

Lo que no sabía ni podía figurarse Práxedis Núñez era que en aquellos momentos Galván que se había quedado organizando las reservas por orden de Lozada, se había dirigido con una escolta de cien hombres sobre Atonalisco para ejercer una de aquellas venganzas que eran tan comunes entre los bandidos.

El feroz Ramón Galván llegó al oscurecer al pueblo, cercó la casa de Práxedis Núñez con toda la fuerza y él penetró en ella acompañado de cuatro hombres por si encontraba adentro alguna resistencia. Lola lo que menos esperaba era aquella irrupción y además no estaba armada como en otras veces, lo que hizo fue luchar, luchar, con todas sus fuerzas hasta agotarlas acabando por caer rendida ante el poder de aquellos cinco salvajes que casi tuvieron que estrangularla para rendirla.

Estuvo allí Galván toda esa noche y todo el día siguiente, saliendo hasta la media noche de Atonalisco dejando que sus soldados trataran al pobre pueblo como país conquistado: no dejó que se tomara sin embargo de la casa de Práxedis para no dar lugar a que éste lo acusara de ladrón con Lozada. Todo lo demás, no habiendo robo ni asesinato de por medio, era considerado como pecado venial en los tribunales del señor general Lozada.

Ya se comprende la justa rabia que debió de apoderarse de Práxedis luego que supo las infames villanías que había cometido Galván en su casa. Fue a quejarse con don Manuel; pero ya Galván había estado con él y le había dicho:

—Le hice una travesurilla al comandante Núñez en desquite de todas las que él me ha hecho.

Le contó cuál había sido y los dos se rieron a carcajadas.

Práxedis pidió permiso para retirarse a su comandancia y Lozada se lo concedió, diciéndole:

—Cuidado con cometer desórdenes, porque todos los comandantes están contra ti y hasta quieren matarte. Yo sólo te defiendo contra todos, no me obligues a negarte mi protección.

—¡Eso nunca! —le dijo Práxedis asiéndole la mano que la mojó con sus lágrimas.

Entonces fue a Atonalisco, entró a su casa, cogió a su mujer de las muñecas de las manos con furor y le dijo:

—¿Por qué no te defendiste?

—Me defendí hasta que ya no tuve fuerzas.

—¡Miserable! ¿Y la pistola?

—Llegaron de repente y me sujetaron entre cuatro hombres que traía el bandido Galván.

Práxedis la soltó, pero le dijo con amargura:

—Tú no puedes ya ser mi mujer, Dolores.

—Pero ¿qué culpa tengo yo, Práxedis?

Tan terrible confesión le exasperó tanto que sacó su pistola y ciego de ira, disparó sobre la infeliz cinco tiros dejándola muerta.

Entonces se volvió a Tepic, a dar cuenta de lo que había hecho.

—Está bien —le dijo Lozada—, si quieres cásate con otra y yo seré otra vez tu padrino.

Práxedis no se hizo el sordo: desde el día siguiente se echó a la calle a buscar una novia y no se pasó mucho tiempo sin que contrajera nuevas nupcias con Juliana Oria.

La pobre Dolores que le había salvado la vida y que tanto le había amado, fue sepultada para siempre en los abismos del olvido.

Pero en cambio, Núñez fascinó de tal modo a Lozada, ora con sus halagos, ora con sus atrevimientos, que llegó a ser el más consentido de sus comandantes, ofreciéndole que en la primera campaña formal que tuvieran lo haría coronel.

Es preciso hacer observar que en aquel ejército los títulos eran puramente honoríficos, ya porque todos los jefes peleaban como soldados cuando se ofrecía, ya porque ellos se pagaban por su propia mano, no habiendo más caja que la del general en jefe, de la cual rarísimas veces salía el dinero una vez entrado.

Más tarde, algunos militares que lograron por cortas temporadas ser admitidos en aquellas filas, introdujeron cierta organización y ya hubo un pagador que cargaba algún dinero bajo la vigilancia de don Manuel que en punco a monedas era más desconfiado que en todo lo restante.

Quedaron, pues, frente a frente, Lozada y Corona, los dos enemigos más irreconciliables y más deseosos de pulverizarse. Hasta entonces Corona no había ido a hacer aquella campaña, sino como subalterno; pero había visto caer a sus amigos y parientes a su lado, había jurado en el seno de las familias agraviadas de Tepic, vengar a las víctimas que había hecho el bandidaje, era además joven y deseaba con ahínco lograr lo que no habían logrado generales de nota, como tantos que se habían estrellado ante aquella clase de enemigos, y se propuso hacer él solo lo que no habían podido hacer los demás.

Don Plácido Vega convino en ministrarle algunos recursos, pero haciéndole entender que su misión quedaba reducida a cuidar el camino para proteger en su oportunidad el paso del contingente que enviaría Sinaloa para la guerra extranjera.

Corona, sin embargo, empleó aquellos recursos y los que pudo proporcionarse en la Aduana de San Blas y en los pueblos, en aumentar su fuerza, y cuando ya pudo contar con dos mil hombres, se dirigió sobre Tepic, ordenando el 19 de octubre un asalto que resultó desgraciadísimo por no haber sabido emplear ninguna táctica militar. Él era bisoño, bisoños eran también los soldados que dieron la carga y aunque los de la plaza eran indios indisciplinados, estaban detrás de las trincheras, tenían artillería y muchas municiones y pudieron hacer destrozos en las columnas que les fueron lanzadas. Es cierto que algunos jefes de los de Corona pudieron llegar hasta la plaza, pero allí perecieron sin ser sostenidos por las demás columnas que fueron fácilmente rechazadas.

Don Plácido Vega en su papel de duplicidad que estaba desempeñando, había escrito a Lozada que nada tenía que temer de Corona, adjuntándole copia de las instrucciones que le había dado para que sólo cuidara el camino, así es que cuando tuvo noticia de aquel desgraciado combate, hizo una gran mohína, reprendió severamente a Corona por haber atacado sin su orden y no pudiendo destituirle del mando, porque pertenecía a Jalisco, le hizo saber que ya no seguiría enviándole recursos.

Esta contrariedad quedó compensada en el mes siguiente en que don Manuel Doblado que había llegado a Guadalajara a hacerse cargo de la situación por orden de Juárez, mandó a Corona algunos elementos y el despacho de general de Brigada.

Corona entonces se rehízo un poco de la terrible derrota que antes había sufrido, pero ya no pudo contar ni con hombres, ni con armas, ni con dinero suficiente para desafiar el inmenso poder de Lozada que podía armar hasta seis mil hombres, y se limitó a la pequeña guerra en que más bien que combates sostuvo escaramuzas con los lozadeños. En una de ellas fue cuando don Ángel Martínez, que siempre anduvo a su lado como uno de sus más adictos compañeros, le salvó la vida en un arroyo cercano al río de Santiago en donde fueron sorprendidos cuando se estaba bañando la tropa.

Martínez se dirigió en esa vez adonde estaba Corona, vacilante sobre el partido que tomaría ante aquel conflicto, y cogiéndolo con ambas manos lo montó en su caballo en la silla y él se subió en las ancas con la cara vuelta hacia atrás y con dos pistolas que llevaba logró contener al enemigo, mientras así montados en el mismo caballo detuvieron a los dispersos fuera del arroyo y rechazaron a más de cien hombres que los perseguían.

En esas escaramuzas en que no tomaba parte Lozada sino sus comandantes, los prisioneros que se hacían se los llevaban a San Luis en donde acostumbraba vivir más que en Tepic, a cuya población le desconfiaba mucho y entonces el Señor de la comarca pasaba a verlos en el corral que les servía de cárcel y los diezmaba, para que los otros tuvieran esperanzas de salvación, después los quintaba y al último seguía con el resto mandando matar de uno en uno o lo hacía él mismo, siendo ésta una de sus diversiones favoritas.

No una sino varias personas que estuvieron en esta época en San Luis acompañando a Lozada, refirieron al autor de esta relación en el año de 1888 en que estuvo recorriendo la Sierra de Alica, que durante las campañas de Corona en el Cantón de Tepic el jefe de los indios ahorcó, fusiló, lanceó o mató a pistoletazos a más de quinientos prisioneros que mandó echar a una barranca cerca de San Luis en donde están las osamentas cubiertas con capas de basura y de tierra con que aquella inmensa sepultura se mandó cegar.

Corona había establecido su Cuartel General en Santiago Ixcuintla, defendido de una sorpresa por el río, cuyas corrientes en algunas épocas del año son impetuosas y en todo tiempo ofrece dificultades para vadearse; pero estaba de continuo espiado por las gentes del comandante Agatón Martínez que era el encargado de hostilizarlo por ser nativo de allí mismo y pudo saber aquel jefe lozadeño con oportunidad que el coronel enemigo había salido con una escolta para la puerta del Palmar, a mediados de febrero, y aprovechó bien esta circunstancia, cayendo sobre la guarnición en la madrugada del 21, causándole bastantes estragos, por más que los defensores lograron rehacerse y verificar una resistencia desesperada. Más de cuarenta prisioneros fueron llevados a San Luis para que Lozada los juzgara, los sentenciara y los ejecutara, según la costumbre.

Corona volvió a Santiago con nuevos recursos y todavía se sostuvo durante todo el mes de marzo y parte de abril haciendo algunas cortas expediciones que no le dieron el menor resultado lisonjero, resolviéndose por último a pasar para Guadalajara, no sin vencer enormes dificultades, con el fin de arreglar cerca del gobierno de Jalisco la manera de hacer una campaña fructuosa sobre los bandidos de la Sierra de Alica, más empeñado que nunca en volver con fuerzas considerables para exterminarlos.

El gobernador Ogazón que había vuelto a tomar las riendas del poder después de la fuga de Doblado, quien se consideró impotente para afrontar aquella situación que era peliagudísima, el gobernador Ogazón, repetimos, apenas podía sostenerse contra las numerosas gavillas de ladrones que acaudillaban Bueyes Pintos, Pajaritos y otros que lo asediaban en las mismas goteras de la capital del Estado: de consiguiente, no pudo impartir ninguna protección a Corona y antes bien lo invitó a que se detuviera para que tomara parte en el contingente que iba a organizarse para concurrir a la defensa del territorio mexicano invadido ya en ese tiempo por el ejército francés.

Esta circunstancia hizo que Lozada se quedara en el Cantón de Tepic como señor absoluto, haciendo que sus comandantes se desbordaran por todas las poblaciones y haciendas para recoger cuanto pudiera servirle para el sostén y aumento de su ejército. Entonces fue cuando se dijo que tenía solamente como armamento sobrante en la Sierra cincuenta piezas de artillería y más de diez mil fusiles.

Los acontecimientos se precipitaron: los franceses entraron a Puebla después de un asedio prolongado en que las tropas mexicanas hicieron prodigios, defendiendo palmo a palmo las trincheras contra un ejército más numeroso, más instruido, y mejor armado y municionado, hasta agotar todas las provisiones de boca y guerra, terminando con romper las armas y disolverse: ocuparon también los invasores la capital que les fue abandonada por el gobierno, y ya en los últimos meses de 1863 que es la época a que nos referimos, se desbordaron para el interior, destacando entre otras una división al mando de general Douay para Guadalajara.

En Tepic, que estaban muy a la mira de estos acontecimientos, sin dejar de mantener una continuada correspondencia con los regentes del Imperio y con los caudillos principales del partido intervencionista, luego que supieron que el ejército francés iba a llegar a Guadalajara mandaron comisionados a Bazaine, los que llevaron una escolta de 600 hombres bien montados, queriendo en este caso entenderse con la cabeza del nuevo gobierno. Fuera por instinto, por los rumores que habían llegado de que Bazaine era el verdadero jefe de todos o porque les conviniera hacer alarde de que la alianza de ellos importaba nada menos que contar con el único núcleo de fuerzas poderoso que había en el país, convinieron en que era el momento oportuno de presentar sus elementos.

Don Carlos Rivas pudo llegar a Guadalajara, no sin sostener terribles luchas con las guerrillas de Rojas y Simón Gutiérrez que le salieron al paso, lo mismo que a la vuelta en que ya llegó a Tepic bastante destrozado.

—¿Qué hubo pues? —le preguntó Lozada.

—Los franceses aceptan nuestro concurso, pero a condición de que las tropas se organicen y no haya desórdenes.

—¡Hum! —murmuró Lozada.

—Pero en cambio, Miramón que ha de venir a ser el principal apoyo del emperador Maximiliano, no sólo nos acepta con entusiasmo, sino que nos ruega que le ayudemos, ofreciendo a Vuestra Excelencia para cuando el gobierno esté establecido la banda de general de División.

Lozada se puso contentísimo, y a poco preguntó:

—Nosostros, ¿de quién hemos de recibir órdenes?

—Nos tenemos que conservar independientes de unos y otros, y sólo en el caso de que nos avisen ayudaremos a hacer la conquista de Sinaloa.

—Bueno, ¿y qué grado tengo con los franceses?

—También el de general, sólo que cuando haya que reunirse con ellos, cualquiera de los comandantes ejercerá el mando.

—Eso ya lo veremos, lo que interesa es que nos reconozcan.

—Pues reconocidos lo estamos por unos y por otros.

—Es decir, que yo, ahora, ¿qué soy?

—Vuestra Excelencia es imperialista, y no sólo esto, sino que el general Miramón apenas llegado a Guadalajara me ofreció que induciría al emperador Maximiliano a hacemos una visita cuando llegue a México.

Lozada se entusiasmó tanto, que salió y gritó ante el puñado de indios que allí había:

—Muchachos: ¡viva el Imperio!, ¡viva Maximiliano I!