Capítulo XII

La política de Lozada

LA casa de don Manuel Lozada en San Luis había sufrido ciertas transformaciones. Al principio no había allí más que mesas de palo blanco, sillas de tule y petates que servían de camas tanto al jefe como a los capitanes. Ahora ya se veía un despacho con cuatro escritorios, una salita de muebles acojinados, tres recámaras con camas de latón, algunos cuadros en que había santos, batallas y mujeres desnudas, todo revuelto, y una pieza con una mesa redonda cubierta con tapete verde destinada al juego de cartas a que el cacique se había hecho muy afecto y sobre la cual se jugaron muchas onzas de oro que acababan siempre por ir a sus bolsillos a la buena o a la mala, pues cuando Lozada perdía se enojaba y recogía todo el dinero. Se dieron entonces varios casos de que mandara llamar a los jugadores que pasaban por Tepic, y que, después que le habían ganado, o los matara allí mismo o los mandara alcanzar en el camino para que se les asesinara y les quitaran el dinero.

Estaba a la vez hablando con su secretario el teniente coronel don Miguel Oceguera, quien tenía al mismo tiempo el mando de un cuerpo de caballería.

—Señor —le dijo Oceguera—, en cumplimiento de lo acordado he despedido a la mayor parte de la gente para que se vaya a sembrar, quedando aquí sólo doscientos hombres conforme al mandato de Su Excelencia.

—Está bien. ¿Y los comandantes?

—Los comandantes se han ido a sus puntos con la orden de estar listos para el momento en que se les llame.

—¿Qué noticias hay de Tepic?

—Las mismas: allí están Buelna y Corona, que no se llevan muy bien, porque cada cual quiere disponer de las contribuciones y de los productos de la Aduana de San Blas.

—Necesitamos poner un comandante en San Blas para que cobre las entradas de la Aduana.

—Eso mismo se me había ocurrido, pero entonces se dirá que faltamos a los convenios.

—Pero los convenios sólo fueron para quitarnos de encima a Ogazón y para dar tiempo a la gente de que fuera a sembrar.

—Lo sé, señor, y por eso mismo se les ha dejado libres San Blas, Tepic y Santiago a los enemigos, porque de otra manera tendrían que empezar luego luego las hostilidades.

—Entonces no hay más sino aguantamos otro poco… ¡Canastos! —exclamó a poco, echando una gorda—, todavía no tengo un mes de este reposo y ya me estoy aburriendo. Buena simpleza hice con firmar ese tratado con Ogazón.

—Él mismo se ha ido con la seguridad de que no puede cumplirse.

—Porque ahora, según dicen los periódicos, va a comenzar la guerra extranjera y nosotros tenemos que ponemos de uno u otro lado.

—Así es, sí, señor.

—¿Y qué dicen los nuestros?

—Dicen lo mismo, que debemos esperar a ver lo que hacen los señores obispos y los generales Márquez y Miramón.

—Yo, la verdad, si no fuera porque don Benito Juárez y todos los suyos son tan enemigos míos, me pondría en contra de los extranjeros.

—Nosotros estamos unidos con el partido conservador y creo que tenemos que seguir su suerte.

—Pero como ahora también estoy unido con don Plácido Vega, que me parece que es más aventajado que los otros, tengo que oír su opinión.

—Quiere decir que de todas maneras tenemos que esperar a que se despeje bien el horizonte para sabernos acomodar.

—Nos conformaremos entonces con hacer el papel de ratas aturdidas.

Vino a interrumpir la conversación un ayudante de calzón blanco, quien dijo que estaba allí el comandante Práxedis Núñez.

—Que entre —contestó Lozada.

Entró Práxedis, se retiró Oceguera al otro extremo de la pieza para ocuparse en sus papeles y Lozada le tendió la mano al recién venido, sin levantarse.

—¿Qué hay por Atonalisco? —le preguntó.

—Una boda —le contestó desde luego Práxedis—, que Su Excelencia tiene que apadrinar, si es de su gusto.

—¡Una boda! ¿Y quién es el que se casa?

—Yo.

—¿Tú te casas al fin con Lola Navarro?

—Sí, señor.

—Como decían que era ya tu querida.

—No señor: ella se ha hecho respetar del mismo Galván que hizo todo lo que pudo para quitármela, y hoy quiere ser mi mujer.

—¿Y cuándo es la boda?

—Estamos hoy a martes: el domingo.

—Al fin nada tengo que hacer, iré a la boda.

Práxedis salió muy contento porque iba a merecer tan grande honor, y Lozada, aunque le repugnaba que sus comandantes tuvieran familia, también se quedó satisfecho con el convite: Práxedis, desde los últimos servicios que le había prestado, era de sus predilectos. En realidad, si no hubiera impedido la llegada de los víveres al ejército, aquél hubiera podido ocupar toda la sierra sin género de duda.

El sábado salió Lozada de San Luis llevando a su secretario y a más de cincuenta personas de acompañamiento y llegó por la noche al pueblecillo de Atonalisco, capital de gran señorío de Práxedis Núñez. Por supuesto que éste había mandado llevar de Tepic una buena música y un cargamento de comestibles y bebestibles. Hasta cajas de champagne se abrieron por primera vez en aquel villorrio, bien que una botella entera se perdía en cada copa, cuya espuma se desbordaba con todo y líquido, porque no sabían aún los indios cómo se había de servir.

La novia se engalanó el domingo muy temprano con un zagalejo y una enagua de raso encarnado, se puso una camisa finísima, toda bordada con seda negra, un rebozo de hilo de bolita y zapatos de raso que le fueron llevados por docenas.

La música acompañó a los novios a la capilla con los padrinos: detrás de ellos iba toda la comitiva, el cura dijo una misa, una plática, echó la bendición a los desposados y volvieron todos a la casa en donde siguió una fiesta continuada de todo el día en que no se quedó uno solo sin emborracharse. Pero como estaba allí Lozada a quien miraban los indios en general, con el más alto respeto, no hubo pleitos, sino abrazos, esto es, todos los concurrentes tomaron del cariñoso.

Se les sirvió comida a unas quinientas personas, esto es, al pueblo entero y a los convidados que asistieron desde muy largas distancias, viéndose allí inditas muy bellas y muy bien vestidas.

Lozada escogió cuatro de ellas para que se fueran a acompañarlo en su soledad de San Luis, y las familias se consideraron muy honradas por aquella gran distinción de que las había hecho objeto el Cacique de la Sierra.

Por la noche hubo un gran mariachi en la placita. Esto es, toda la concurrencia se reunió allí debajo de una amplía enramada en donde se puso una gran tarima hueca para el baile.

Alrededor de la tarima estaban sentados en cuclillas los concurrentes pasándose sin cesar de mano en mano las botellas de vino, alcanzando la preferencia el aguardiente de caña de Puga y cuando tocaba la música se levantaban indistintamente hombres y mujeres, se subían a la tarima hasta llenarla y empezaban a dar talonazos, sin moverse de un lugar, que se oían a una legua de distancia. De cuando en cuando se cantaban algunos versos de pie quebrado hechos en honor de los novios.

Práxedis Núñez no obstante haber bebido con todos mezclando toda clase de aguardientes, logró mantenerse firme para estar atendiendo a su padrino hasta que éste le dijo a eso de las cuatro de la mañana:

—Llévate a tu novia, yo sabré también acomodarme.

Al día siguiente se repitió igualmente la fiesta y la misma continuó tres días más con muy cortas variaciones.

Cuando Lozada se despidió de Lola le dio unas onzas de oro diciéndole:

—Cuida mucho a Práxedis que es el más valiente y el más útil de todos mis comandantes.

A Domingo Navarro le hizo reconocer allí mismo como capitán del ejército de la Sierra.

Ya el que era allí capitán tenía carta blanca para cogerse lo ajeno. Los que no habían llegado a capitanes eran condenados a muerte por el robo más insignificante que se les encontrara dentro del territorio. Fuera de allí el saqueo era siempre libre.

Núñez se quedó en sus glorias disfrutando del amor de Lola que le quería con toda su alma y principalmente satisfecho de llamarse ahijado de Lozada, con cuyo apoyo ya nada tenía que temer del poderoso rival Galván, que contaba a su vez con todos los otros comandantes.

Sucedió que paralizado el trabajo en las haciendas y ranchos por las continuas guerras y desfallecido el comercio por la inseguridad de los caminos, invadió la miseria todo el Distrito y se organizaron una infinidad de gavillas protegidas por los jefes que se decidieron a asolar más toda la comarca. El mismo Lozada se alarmó, reunió en junta a todos sus jefes y oficiales y con acuerdo de ellos promulgó una ley imponiendo la muerte inmediata a todos los ladrones y asesinos, sin consideración de personas.

La sangre corrió a torrentes y sin embargo los crímenes continuaron porque podían más el hambre y la desmoralización.

En esas circunstancias, cuando habían pasado cuatro meses desde el convenio de Ogazón ratificado por Lozada el l.° de febrero de 1862, esto es, a mediados del mes de mayo se presentó en San Luis un llamado general don Miguel García Vargas acompañado de don Carlos Rivas y que decía llevar una comisión de don Leonardo Márquez y del directorio intervencionista.

Las circunstancias no podían ser más favorables para los comisionados, porque Lozada mismo no se creía seguro en medio del desorden que reinaba en la Sierra, él no era hombre para sacar un real de su tesoro con que socorrer a la gente y lo que más deseaba era recibir algunas instrucciones de sus correligionarios.

El comisionado le dijo que en aquel momento estaba ya invadido todo el país por tropas extranjeras que venían a fundar un imperio mexicano sostenido por el clero y el partido conservador, que tenían que presentarse unidos para que las potencias aliadas no fueran a creer que se les había engañado; que en ese concepto todos esperaban y especialmente el general Márquez, que Lozada no permanecería impasible ante el sacrificio que reclamaba la patria y que antes bien se apresuraría a tomar una actitud resuelta en favor del imperio.

Lozada les contestó que no podía celebrar desde luego ningún compromiso, que iba a convocar una reunión de jefes, porque siempre obraba de acuerdo con ellos y que a los ocho días les mandaría una resolución que podían los comisionados ir a esperar en la hacienda de Puga.

Lo que hacía vacilar a Lozada no eran sus comandantes que ya sabía habían de seguirle por donde él fuera, sino don Plácido Vega de quien recibía cartas con muy buena letra, en que le decía que tal vez ya se iba a presentar la oportunidad de poner a la obra sus planes de engrandecimiento y que a la vez se ocupaba en organizar y armar unos ocho mil hombres, seguro de que Lozada podría presentar otros tantos con los cuales se independizarían de toda tutela.

—¿Qué hacemos, pues? —preguntó a su secretario.

—No me gusta ni lo de don Plácido ni lo del imperio —le contestó don Miguel—; lo de don Plácido no me gusta porque no se pueden poner ustedes solos, aunque levanten veinte mil hombres, contra los liberales, contra los conservadores y contra los extranjeros. Lo de ligamos a éstos tampoco me gusta porque han de querer conquistarnos y hacernos esclavos. Con los indios menos que con nadie se aliarán de buena fe los extranjeros.

—En cuanto a buena fe yo tampoco la tendré nunca para servirles a ellos; por lo que hemos de ver es qué cosa nos conviene más, don Plácido o los conservadores con su imperio.

—Yo creo que ni el uno ni los otros por ahora.

—Entonces…

—Entonces lo más sencillo es pronunciarse aquí sin dar ningún color y cuando más contra las autoridades de Tepic.

Esta proposición fue del gusto de Lozada y la aprobó, mandando decir en consecuencia a los comisionados de Márquez que el día 1.° de junio haría su movimiento.

De la misma manera escribió a don Plácido diciéndole que ya iba a moverse para tener lista la gente que se necesitaba según sus cartas.

Mandó a sus comandantes que estuvieran con toda su gente para el 31 de mayo en San Luis reuniéndola con todo sigilo, y el día 1.° de junio, por primera vez formuló un acta de pronunciamiento que no necesitaba, diciendo en ella que declaraba nulo el convenio ajustado con Ogazón y que no reconocería más autoridades en el Cantón de Tepic que las que él nombrara.

Una vez pronunciado marchó sobre Tepic con tres mil trescientos hombres.

Sorprendió a la guarnición que apenas pudo presentarle una floja resistencia, fusiló a todas las autoridades que pudo haber a las manos y permitió a sus soldados que se proveyeran de cuanto necesitaran en donde quisieran, con cuyo permiso, durante aquella noche, se bebieron cuanto vino encontraron en las casas de comercio, entregándose después a los excesos de costumbre.

—¿En dónde está Corona? —preguntó Lozada a los prisioneros.

Todos le contestaron que andaba fuera con su escolta.

—Es lástima —les contestó—, porque si lo hubiera cogido a él no me ocuparía de fusilar a ustedes.

Corona estaba en Jacocoltan con cien hombres; reunió trescientos dispersos y doscientos nacionales de Santiago; con todos los que pudo presentarse el día 7 frente a Tepic. Salió a batirlo el general Fernando García de la Cadena con cuatrocientos indios, pero fue éste derrotado, retirándose aquél poco después para organizarse porque tenía pocas municiones.

—Bueno —dijo Lozada que entendía a su modo los compromisos—, Corona es subalterno de don Plácido, de modo que lo que quieren es que me haga intervencionista. ¡Ya les pesará!