Pacto falso y pacto verdadero
TODO Jalisco se estremeció de indignación cuando supo que Lozada después de haber faltado la cuarta o quinta vez a sus compromisos, había destruido de aquel modo salvaje a casi la mitad de la columna de Rojas. Y lo peor era que no había perecido éste ni ninguno de sus galeanos, sino los pobres soldados de los cuerpos de línea, que eran en su mayor parte los que habían quedado en la sierra envueltos por las llamas. Aquello no podía quedar así. Era necesario castigar severamente el bandidaje de la Sierra de Alica. ¡Pues qué!, ¿un simple ladrón de camino real había de ser más poderoso que todo el gobierno de Jalisco que podía poner ocho mil hombres sobre las armas y pedir además el auxilio de fuerza federal? La opinión pública se impuso de tal manera, que el gobernador Ogazón se consideró obligado a emprender una formal campaña contra Lozada y empezó desde luego a hacer sus preparativos, no siéndole posible por las mil dificultades que se opusieron, salir tan pronto como todos querían, sino hasta cinco meses después del fracaso sufrido por Rojas. Éste, por otra parte, quedó bien disculpado, pues demasiado hizo con entrar al frente de mil hombres adonde había más de cuatro mil indios parapetados tras de las peñas, en un terreno en que nada les faltaba a ellos y en que no dejaban ni un grano de maíz para el enemigo.
En esa fecha ya se iban convenciendo todos de que no había campaña más difícil que la de la Sierra de Alica, en donde no se tenía que conquistar más que inmensas serranías desnudas y en que se debía luchar con un enemigo que ya observaba la táctica de hacerse invisible y de multiplicarse a la hora conveniente. Por todas esas circunstancias el general don Pedro Ogazón, que ya conocía bien la clase de gente con que tenía que habérselas y el terreno ingrato en que iba a meter sus tropas, creyó prepararse bien para la campaña llevando cerca de 5000 hombres bien equipados y las acémilas suficientes para los víveres y las pasturas que era necesario llevar cargando, una vez que los indios incendiaban los pastos y cada cerro que abandonaban estaba todavía más desnudo y más triste y más peñascoso que los anteriores.
Con esos elementos que a todos parecieron suficientes, emprendió Ogazón aquella memorable campaña, llegando a Tepic a fines de noviembre, en donde fue saludado con ruidoso júbilo, teniéndose ya, como se tenía, una fe inmensa en que el poder del terrible cacique de la Sierra de Alica iba a quedar aplastado para siempre.
En las lomas de la Cruz que se divisan desde Tepic, cuya ciudad está recostada al pie, se pasó una lucida revista al ejército, compuesto, como hemos dicho, de cinco mil hombres de las tres armas, sin estar incluida la sección que al mando del coronel Corona se encontraba desde antes haciendo maniobras militares por el rumbo de Santiago sin ningún objeto.
Ogazón que era un gran carácter, pero que con todo y eso nunca fue un gran militar, dividió el ejército en dos columnas, una confiada a Rojas que debía penetrar en la sierra por el itinerario conocido de Tepetates, Aguacapan y las Golondrinas y la segunda al mando de Corona que por el flanco izquierdo y tomando por Santiago, debía de entrar también a la sierra por Aguacaliente para reunirse en el paso de Golondrinas con la primera, lo mismo que si ambas columnas hubieran hecho juntas el trayecto menos escabroso de la sierra. Como se ve, el movimiento no era nada militar, puesto que un enemigo hábil podía cargar toda la gente sobre una de las dos columnas, que llegaron a estar divididas por inmensas montañas en que era de todo punto imposible que pudieran protegerse; pero no fue esto lo peor como podrá irse viendo más adelante.
Lozada, según la táctica que le había dado mejores resultados, se mantuvo a la defensiva, colocando en cada encrucijada, en cada subida pedregosa, en cada cerro que tenía que encumbrarse, algunas partidas que entretuvieran a las columnas expedicionarias y que hicieran embarazosa su marcha, haciéndoles consumir las municiones y los víveres. Sólo defendió con algún vigor el paso de los Otates y la subida del cerro llamado Toro Macho en que rodando nada más enormes peñascos, hicieron los indios terribles destrozos en la columna que mandaba Corona, el cual en vano se empeñó en dar un asalto imposible, sin sujetar sus operaciones a ninguna regla de combate. Entonces los mismos soldados, viéndose acribillados a balazos, con grandes peñas por delante que les era imposible franquear porque no había escalas ni existía el menor sendero por donde pudieran subir, tomaron el partido de desbordarse por las laderas, precipitándose no pocos a las barrancas en donde se estrellaron contra las rocas. Aquél fue un desastre de los más completos.
Los que quedaron de la averiada columna se replegaron como pudieron a otro cerro, en donde los conocedores de la posición que ocupaba el enemigo, aconsejaron que en vez de atacarla de frente se salvara rodeándola, como se practicó en la noche siguiente con la mayor facilidad, cosa que hacía que los oficiales se dijeran unos a otros:
—Y bien, ¿por qué no se practicó esta operación desde un principio?
Era que por lo general los jefes expedicionarios hacían alarde de despreciar a los indios, sin quererse convencer nunca de que detrás de sus peñas y en sus puntos dominantes se convertían en un enemigo invencible.
Era una gran temeridad, inaudita torpeza, querer irles quitando una a una sus posiciones, sin intentar voltearlas dejando incomunicadas entre sí a las partidas más numerosas.
La campaña continuó trabajosísima, resultando que después de quince días de avance, de combates y de privaciones, la columna que mandaba Corona estaba apenas a siete leguas de Tepic y tres a lo sumo dentro de la sierra, incomunicada con el resto de las fuerzas, porque los indios habían sabido hacer lo que no se les había ocurrido a los jefes civilizados que mandaban las tropas de línea.
Era el 26 de diciembre y acababan las tropas que llevaba Corona de hacer heroicos esfuerzos para conquistar la formidable posición de Toro Macho, cuando resonó en el campamento este grito fatídico que allí tenía un distintivo doblemente aterrorizador:
—¡No hay que comer! ¡Se acabaron las provisiones!
—¡Cómo! —exclamaban los oficiales en todos los tonos—, ¿es posible que sabiéndose que veníamos no por semanas, sino por meses a luchar con un enemigo porfiado que destruye todos los elementos y nos abandona los montes quemados, se haya penetrado aquí con provisiones sólo para quince días?
Pero la realidad, la horrible realidad que se había escapado antes al jefe de la columna, estaba allí descarnada y triste: ¡no había provisiones!
Pero en cambio, Rojas debía tenerlas, no había más que incorporarse con él una vez que allí estaba detrás de aquellos dos cerros, a unas tres leguas cuando más y una vez que llegaran allí les sobraría a todos que comer y que beber; no había que hacer otra cosa sino desalojar de aquellas alturas al enemigo y luego llegar adonde estaba el banquete.
Pero el hambre no aguarda y todos los soldados empezaron a murmurar primero y después a gritar que ellos no pelearían si no se les daba de comer.
Entonces el jefe mandó hacer grandes lumbradas y que en ellas fuesen asados los caballos y las mulas que pudieran considerarse como sobrantes.
¡Comer carne de mula! Esto era algo fuerte, pero más fuerte era la necesidad, y los sodados comieron en esa tarde carne de mula, ¿qué comerían al día siguiente?
Sin embargo, pudieron aún sostenerse cuatro días luchando con los tenaces indios que los hostilizaban a todas horas; y batiéndose y subiendo cuestas y escalando peñascones y comiendo carne de mula, pudieron llegar al Paso de las Golondrinas, lugar de la cita, pero todavía ni allí encontraron los alimentos ni el descanso, porque no había nadie y tuvieron que andar aún dos leguas de pesadísimo camino para verificar la incorporación prevista en Aguacapan, aldehuela destruida ya y del todo insignificante.
Era el día 30 de diciembre, por la tarde llegó el general Ogazón con la reserva y todos esperaban que lo acompañara un gran cargamento de vituallas; pero ¡oh desengaño terrible!, apenas contaba con unas cuantas raciones que mal alimentarían al ejército durante una semana.
Ogazón tranquilizó a los que le hicieron observar que aquello era insuficiente, diciéndoles:
—He dejado escoltas en Tepic y en todo el camino encargadas de traemos los víveres suficientes.
Entonces fue cuando Práxedis Núñez vio llegada su hora de hacerse el más interesante a Lozada por sus servicios. Viéndose libre de toda persecución y de todo cuidado, se declaró dueño de los ranchos de Santa Rosa, de Palomas, Zoyacoautla, Higueras, Peñasquillo y la Silla, se apoderó de los caballos y armas que allí había, aumentó su gavilla a más de doscientos hombres y fue a emboscarse en la Laguna de los Chiles, donde estuvo asaltando no solamente los convoyes de víveres, sino asesinando a los vivanderos, correos y caravanas poco numerosas que por allí transitaban, en la creencia de que estaría bien custodiado el camino con destacamentos. Al efecto, se valió de una estratagema que le dio buenos resultados: vistió a unos doce exploradores con blusas y pantalones encamados, y éstos hacían que los convoyes cayeran en las emboscadas. Cuando terminó esta horrible faena que se impuso en servicio de Lozada, pudieron cerciorarse los emisarios de éste de que más de doscientas víctimas estaban colgadas en los árboles entre los Chiles y el río de Alica.
¡Horrible hecatombe que le valió el nombramiento de comandante militar de Atonalisco que era el sueño dorado de Práxedis!
Ogazón, tranquilo con las disposiciones que había tomado anticipadamente de situar escoltas en Puga, Pochotitan, Aguacaliente y otros puntos para el seguro tránsito de los víveres, esperaba todos los días que éstos llegaran y prosiguió internándose en la Sierra, observando, sin embargo, con cierta preocupación que se le presentara tan poca resistencia, pues apenas le disputaban algunos pasos escabrosos por pelotones de indios, hasta que supo de un modo que no le dejó lugar a dudas que todos los convoyes habían sido capturados, y entonces, retrocediendo al punto de partida, que había sido Golondrinas, ordenó, con profundo desagrado de todos por el deplorable éxito de aquella campaña, la vuelta a Tepic, que se empezó a operar en medio de la rechifla de los indios lozadeños que no cesaban de salir a tirotearlo.
Aquello no podía quedar así, era fuerza escarmentarlos, tal cosa se decidió, cuando en la contramarcha encontraron en la Laguna de Pochotitan un buen acopio de provisiones que acababa de llegar de Puga, y Rojas fue el encargado de dar una carga que puso a muchos enemigos fuera de combate; pero entonces Lozada aconsejado por ios suyos, pidió celebrar las paces. Nada deseaba más Ogazón, supuesto que era llamado con urgencia porque ya se anunciaba la guerra de intervención francesa, y en la misma Laguna de Pochotitan se firmó un convenio en 24 de enero de 1862. Aquello no era nada, no era más que una salida de pie de banco, un pretexto con apariencias de arreglos para salir lo menos mal posible de una situación comprometida.
En esos momentos llegó don Plácido Vega a Tepic con tropas de refresco; pero aquello no tenía remedio, los convenios estaban firmados y Ogazón tenía absoluta necesidad de volverse a Guadalajara.
Entonces Vega y Ogazón celebraron un segundo convenio. Ogazón se llevaría a su costa para el interior los mil hombres de contingente que daba Sinaloa para la guerra extranjera y Vega se comprometía a mantener la guarnición de Tepic que quedaba a las órdenes de Corona y dejar también allí mismo un batallón de Sinaloa que mandaba don Ramón Félix Buelna. Esas dos fuerzas bastarían para sostener a las autoridades del Cantón, dado el supuesto de que Lozada respetara las paces que se habían firmado.
El gobernador de Jalisco se marchó con sus tropas, cuyos claros habían venido a llenar un poco los mil hombres de Sinaloa y el gobernador de este último estado, don Plácido Vega, se quedó en Tepic haciendo política.
Vio en Lozada un instrumento aprovechable para sus miras ulteriores y trabajó asiduamente en captarse su amistad y su confianza. Al efecto, se valió de las personas que tuvieran mayor influencia cerca de El Tigre de Alica para que lo comprometieran a aceptar una recepción que estaba organizándole.
Lozada, después de muchas negativas, se prestó a ir, pero bajo dos condiciones, que serían: poder llevar consigo algunas fuerzas y que no estuviera Corona en la población.
Don Plácido le contestó que todo era aceptado, que lo que quería era darle testimonios personales del alto concepto en que lo tenía, de las simpatías que le profesaba y de que por su parte estaba resuelto a celebrar con él eterna alianza de amistad.
Lozada no tuvo ya que hacer otra cosa sino designar el día de su entrada triunfal en Tepic.
A todos pareció como un sueño aquello.
Vega mandó levantar arcos de flores, regar las calles, poner colgaduras en las casas, formar valla a los soldados y disparar 21 cañonazos. ¡Honores de Presidente de la República a un bandido!
Entonces los habitantes de Tepic, aquellos oprimidos que dos meses antes habían cantado un ¡Hossana! a Ogazón creyendo que iba a libertarlos del monstruo, temblaron delante del presente y del porvenir.
Después de los banquetes y las fiestas en que Lozada se presentó con chaqueta, calzoneras y banda de general, a la hora de la despedida y estando enteramente solos Lozada y Vega, le dijo éste al primero:
—Este abrazo es de alianza verdadera: si usted y yo nos entendemos y reunimos nuestros elementos, podemos, el día que queramos o hacernos de toda la República o proclamar la República de Occidente.
Lozada abrió desmesuradamente los ojos, sintió despertar en el fondo de su alma una ambición envuelta en densos nubarrones que no logró despejar de pronto su obtusa inteligencia, y contestó:
—Usted me manda cuanto quiera: yo lo sigo.
—¿De veras?
—Se lo ofrezco bajo juramento.
Así quedó sellado entre aquellos dos hombres el pacto del porvenir.