La chamusquina
FUERON infinitas las precauciones que se tomaron tanto en Tepic como en la Sierra para que no llegara a saberse que Lozada había sido herido de gravedad en el combate de Barranca Blanca.
Como lo dijimos en otra parte, lo sacaron arrastrando los indios adictos del lugar del combate, mientras que otros dando tregua al miedo hacían frente al enemigo para proteger la retirada de los que se remudaban en la tarea de estirarlo: así, con grandes apuros y trabajos, lograron llegar al monte: después ya se le pudo formar una camilla al herido y en ella llegó hasta San Luis, haciéndosele en el camino las curaciones que pudieron hacérsele, dada la gran repugnancia que aquel caudillo tenía a los médicos, figurándose que ésos eran los que algún día tendrían que matarlo por encargo de sus enemigos.
Se tuvo mucho cuidado para que no entraran a Tepic ninguno de los soldados que habían visto herido a Lozada, los cuales fueron llevados a San Luis y acuartelados en los corrales, en donde se les rodeó de centinelas para que ninguno saliera a contar lo que pasaba. Y con el fin además de que no se advirtiera la falta del jefe, se ordenaron varias expediciones militares sin objeto, y así fue como el mismo Rojas, hasta dos meses después, vino a saber por simples rumores que entre aquellos a quienes había herido personalmente con su lanza, se encontraba nada menos que El Tigre de Alica, que anduvo peleando pie a tierra con su fusil como cualquier soldado, cuya noticia le produjo una muy natural satisfacción.
Después de la derrota y muerte de Calatayud y del paso de las fuerzas liberales por el Cantón de Tepic, que fueron muy flojamente hostilizadas, se entró en un gran período de inacción, en cuanto a las armas, aunque no en cuanto al cobro de los derechos aduanales de San Blas y de las contribuciones que tanto a los comerciantes como a los hacendados se les cobraba por conducto de los agentes de Lozada que a nadie le perdonaban el tributo con pretexto de estar sosteniendo la tranquilidad del Cantón. Este período de descanso para Tepic, en que tan ocupados andaban los liberales con sus operaciones de la guerra en otros lugares del interior, vino como de molde a Lozada que pudo curarse de su grave herida sin ningún género de inquietudes.
Durante su enfermedad sólo estuvo acompañado de su secretario el señor Oceguera que le daba cuenta de los negocios en las pocas horas en que no estaba colérico, y entonces en lo general los resolvía en el sentido más extravagante. Por fortuna el secretario tenía buen sentido, y como era el único conducto por donde a la vez se abría paso la voluntad del tirano, aquél mitigaba los acuerdos o retardaba su cumplimiento evitando bajo su responsabilidad muchas injusticias y crueldades. Cuando Lozada sentía los dolores de la herida, que tenían que tocarle con pinzas para que no diera un balazo al mismo curandero, se desquitaba mandando fusilar a los mismos suyos de quienes recibía cualquier queja. En estos ratos de curación en que tantos dolores sufría, preguntaba:
—¿No se ha cogido ningún correo, no ha habido prisioneros, no hay ninguno por allí a quien mandar matar?
Y tenían por fuerza que contestarle que había alguno, porque si no, declaraba víctima al primero que se le ponía en la cabeza y en este punto sí no había medio de que se le engañara porque exigía que se llevara una parte que él designaba del cadáver, la cual debía estar aún caliente.
Así se pasaron los siete meses restantes del año de 1860, sin que los aliados de la reacción en Tepic sirvieran a ésta de nada, una vez que la habían visto sucumbir en Guadalajara y en la capital de la República, sin ayudarle ni con un buen deseo. Lo que les importaba era estar mandando allí y allí mandaron durante todo este tiempo como señores absolutos.
Al triunfo de la causa constitucional en la República, don Pedro Ogazón gobernador de Jalisco, mandó algunas fuerzas que establecieran las autoridades de Tepic. Los lozadeños se retiraron a la sierra sin combatir y así estuvieron hasta enero de 61 en que se presentó el mismo Ogazón con objeto de tomar algunas medidas para reducir a los rebeldes a la obediencia. Lozada estaba ya completamente restablecido y a la vez algo medroso, así por lo que le había pasado, como porque ahora veía que si presentaba formal resistencia, con facilidad podían concertarse los Estados limítrofes para atacarlo por todos lados y aun destacarle el gobierno general un ejército considerable una vez que se veía libre ya de Miramón y de los principales reaccionarios, así es que desde luego manifestó a los jefes que le rodeaban, que él estaba dispuesto a someterse al gobierno si éste le otorgaba suficientes garantías. Los jefes no estuvieron conformes en esta resolución, pero entonces los consejeros de Lozada que lo conocían mucho y sabían a qué atenerse, hicieron presente a dichos jefes que lo dejaran obrar como quisiera, seguros de que no había de poder cumplir después ningún compromiso. Por otra parte, el mismo Lozada siempre que se formaba el intento de vivir en paz después de visitar sus tesoros, encontraba que podía aun aumentarlos con poco trabajo, se decía en su interior que era mejor mandar que ser mandado, y le entraba la sospecha de que una vez sin armas y sin soldados fácilmente se le podía coger más tarde o más temprano por las autoridades y hacérselas pagar todas juntas, y entonces su resolución no vacilaba sino que era firmísima respecto a no cumplir nada de cuanto ofreciera en el sentido de someterse a algún gobierno.
De todas maneras, lo primero que había que hacer de pronto era entenderse de algún modo con Ogazón siquiera para dar largas al asunto: a la primera indicación que aquél mandó hacerle, convino en entrar en pláticas por medio de comisionados.
Lozada propuso retener sus armas y una fuerza del número que él juzgara conveniente para conservar el orden en la sierra, de la cual él seguiría siendo el comandante militar, se le reconocería con su carácter de general, cuyo grado había recibido del gobierno de Miramón, se le pagaría su sueldo y se le ministraría una cantidad para el sostenimiento de sus soldados.
Ogazón dijo a los comisionados de Lozada que lo único que podría hacer era olvidar los crímenes que había cometido, otorgándole amplias garantías, siempre que reconociera lisa y llanamente al gobierno y se comprometiera a respetar a las autoridades que se restablecieran en Tepic.
Lozada siguió imponiendo condiciones, sin que Ogazón aceptara ninguna, aunque al fin tuvo éste que conformarse con una promesa de sumisión al gobierno y de retraimiento militar por parte del señor de Alica, promesa que ambos estaban seguros de que no había de cumplirse.
En ese concepto, Ogazón que no tenía fuerzas suficientes para hacerse respetar, ni elementos para abrir una campaña en regla, tuvo que conformarse con esos mentidos ofrecimientos, dejando algunas autoridades y varias fuerzas que pocos días después tuvieron que seguirlo, porque no sólo no se encontraron seguras en Tepic sino que a cada momento temían ser asesinadas. En efecto, Lozada que no quería vecinos molestos, les significó con sus hostilidades que perecerían si no se retiraban, y naturalmente, no esperaron la segunda intimidación.
Entonces el gobernador de Jalisco, que no podía conformarse con que hubiera otro gobierno dentro del suyo, ni que se le pudiera echar en cara que tuviera aquella berruga en Tepic, cuando contaba con elementos para quitársela, comisionó a Rojas para que fuera a abrir otra campaña; primero, porque no podía seguir solapando más las grandes fechorías de este guerrillero inquieto, y segundo, porque él era quien conocía mejor las montañas de Nayarit y la clase de guerra que allí podía hacerse, abrigando con seguridad dicho gobernador el pensamiento íntimo de que cualquiera de los dos bandoleros que concluyera en aquella lucha, era una ganancia para el Estado.
En esta virtud, hizo sus aprestos el coronel Antonio Rojas, seguro de que iba a ganar el generalato en aquella difícil campaña, y se movió con algo más de mil hombres de Guadalajara, infantería, caballería y cuatro piezas de montaña, llegando a Tepic el 4 de marzo de 1861. Descansó allí dos días produciendo el terror consiguiente en los habitantes de Tepic, que siempre estaban entre Scila y Caribdis, se proveyó de cuanto creía necesitar para emprender aquella terrible guerra de encrucijadas, y el día 6 se puso en marcha, comenzando a batirse desde el 7 en que empezó a encontrarse con las primeras partidas del enemigo.
Lozada estaba que no cabía en sí de gozo; él mismo había ido a pie a inspeccionar el campamento enemigo y había quedado complacidísimo de dos cosas: una, de que fuera Rojas, su más mortal enemigo el que tuviera el mando de aquella columna, que no volvería, en su concepto a salir de la sierra; otra, de que podía verse muy claro que aquellas eran poquísimas tropas para que pudieran decidirse a flanquear sus posiciones, las cuales nunca tomarían, por floja que fuera la resistencia que se les hiciera. Ya conocía Lozada algo la guerra, y más la guerra entre aquellos vericuetos. Desde luego concibió el plan de irse retirando poco a poco para hacer creer a Rojas que iba adquiriendo ventajas, hasta los puntos que señaló de antemano para que allí se le rodeara por todas partes, de modo que ninguno de los enemigos lograra escaparse. Su gran expectativa, su gran deseo, su gran alboroto, no consistía esencialmente en matar a Rojas vengándose de la lanceada que le había dado, sino en matarlos a todos, a todos absolutamente, de manera que no escapara ninguno. En esto hacía consistir su suprema felicidad. ¡Aquél iba a ser el gran golpe!
Rojas por su parte vio bien que Lozada no le oponía grandes masas y empezó a desconfiar, pero su desconfianza no fue tan lejos que no siguiera adelante fusilando a cuantos prisioneros caían en sus manos todos los días en los frecuentes combates que se libraban. Así logró llegar hasta el escarpado cerro de las Cuchillas en donde encontró una resistencia más formal después de haber recorrido catorce leguas de montaña por intrincados laberintos. Tras cinco días de asaltos sangrientos, derrotó a triple número de combatientes, esparciendo entre ellos el terror, no sólo por los estragos que les hizo, sino por las matanzas que verificó en los prisioneros, siguiendo después al enemigo desorganizado hasta detenerse en las profundidades del río Alica para dar descanso a la tropa, reconocer el terreno y combinar sus operaciones.
—¡Ya están cogidos! —dijo Lozada a los suyos, lleno de alborozo—. Esta noche, cuando yo lance un cohete desde aquel cerro, todos hacen a la vez lo que les tengo dicho.
El plan de Lozada no podía ser más infernal como luego veremos.
Creyendo Rojas que el enemigo positivamente se había desbandado y que ya no volvería a la carga en tres o cuatro días, según las noticias que le trajeron sus exploradores, se confirmó en su determinación de permitir el descanso a sus soldados, dejando sólo las guardias, avanzadas y centinelas que eran precisas en campaña.
A eso de las doce de la noche se elevó un cohete, se percibió luego un rumor y se vieron a poco algunas hogueras lejanas. Los que observaron esto, en el campo de Rojas, no le dieron gran importancia, puesto que los lozadeños nunca peleaban de noche, y dejaron transcurrir las horas que faltaban mientras que amanecía para ir a reconocer aquellos rumbos.
Mucho antes de que brillara en el zenit el lucero del alba, las hogueras aquellas que habían aparecido tan pequeñas al principio, se habían agrandado extraordinariamente e iluminaban con luz rojiza todo el horizonte.
El oficial de vigilancia se decidió por fin a despertar a Rojas que estaba profundamente dormido y lo hizo partícipe de sus temores.
—¿Qué es eso? —preguntó Rojas, restregándose los ojos, porque tanta luz empezó a deslumbrarle.
—Señor —le contestó el oficial—, al principio me pareció que el enemigo ponía fogatas para engañarnos y podemos desvelar; pero ahora creo que ha incendiado los pastos.
Rojas comprendió al punto lo horrible de la situación y gritó con fuerza:
—¡Arriba todo el mundo!
La tropa se despertó azorada y todos pudieron ver al punto que estaban completamente cercados por el fuego.
—Nada de atropellamientos —exclamó Rojas dirigiéndose a los oficiales—, la caballería abre paso a la infantería y el que se salvó, se salvó.
En unos cuantos minutos estuvieron todos listos para precipitarse a luchar con las llamas. Todos preferían perecer allí a caer en poder de los lozadeños. Ninguno vaciló en esa resolución.
Hacía poco viento por fortuna y las llamas eran débiles. Se escogió el tramo que parecía tener menor extensión y por allí se precipitaron los mil hombres de que se componía la brigada. Más de cien quedaron allí tendidos quemados por el pasto o por las explosiones de la pólvora. Al salir a terreno escampado fueron perseguidos a balazos que les disparaban a quemarropa los lozadeños, que más bien parecían fieras que hombres; pero al fin Rojas pudo llegar a Tepic con 500 hombres muy destrozados.