Capítulo IX

Combates

HABÍA acontecido según antes hemos reseñado, que el general Ogazón tomó la plaza de Colima derrotando a las fuerzas reaccionarias, y destacó desde allí al coronel Rojas, que era uno de sus jefes predilectos, para que con una fuerte sección de caballería tratara de impedir que el general Calatayud con los restos salvados de la ciudad ocupada entrara a Guadalajara, operación que practicó aquél haciendo que el grupo conservador fuera a buscar un refugio en Tepic. Como Rojas en los asuntos de la guerra hacía de ordinario más bien lo que quería que lo que se le mandaba y como tenía cuentas pendientes con Lozada y demás cabecillas de la Sierra de Alica con quienes había medido muchas veces sus armas, prefirió pasarse de largo con pretexto de la persecución de Calatayud, a quedarse en los puntos que se le habían designado para desarrollar maniobras militares, por lo que en Tepic se difundió la alarma consiguiente, creyéndose que era un ejército el que se aproximaba procedente de Colima, y no unos 600 hombres de caballería que eran los que aquel guerrillero llevaba, aunque eso sí, bien armados y municionados.

Lozada, que tuvo oportunamente aviso de que se aproximaba aquel, que entre todos sus enemigos era el que más deseaba aniquilar, salió inmediatamente de sus madrigueras y con su natural perspicacia arregló un plan de combate que, según creía, iba a asegurarle el éxito más completo sobre Rojas. Por supuesto que pronto se supo que no era un ejército temible el que se aproximaba, sino una simple partida más o menos numerosa de pura caballería, mandada por Rojas, a la cual se consideraba lo más fácil vencer una vez que habían sentido antes el empuje de las armas lozadeñas jefes de tanto mérito y prestigio como Valenzuela y Coronado, así como habían tomado la huida ante ellas Rosales y Corona. ¿Qué valía ahora el guerrillero Rojas ante las fogueadas y victoriosas huestes de la Sierra de Alica, que contaban ya con doce tenientes coroneles, cincuenta capitanes y una infinidad de oficiales y sargentos, con diez y seis piezas de artillería, cuatro mil fusiles y pertrechos bastantes para estar combatiendo seis meses seguidos? En dos veces anteriores, seguramente, ese mismo Rojas había penetrado a la sierra con sus guerrillas, había obligado a huir a los lozadeños, había hecho rehusar a Lozada en persona un combate singular o una batalla a campo raso en el punto que él eligiera; pero también seguramente en esta ocasión aquellos seiscientos guerrilleros iban a ser envueltos y destrozados, sin que quedara uno solo que pudiera llevar la noticia de la feroz derrota que se les esperaba, por lo mismo que habían cambiado las circunstancias.

Esto había manifestado don Manuel muy gozoso a sus capitanes, y el mismo día que salió con mil quinientos hombres a poner la emboscada, dijo a sus oficiales delante de la tropa, para que lo fueran repitiendo a cada soldado:

—Mi propósito ahora es acabar con Rojas y con todos los suyos, vengando la sangre de los nuestros que ha derramado. Espero que todos obedezcan mis órdenes ciegamente y aquel que no lo haga o que retroceda delante del enemigo será en el acto castigado con la pena de muerte, y si no se pudiera ejecutar desde luego, se le tendrá presente para formarle consejo de guerra y fusilarlo después. Los que trae Rojas son pocos y muy inferiores soldados a los de Coronado y Valenzuela que supimos vencer en igual combate. Ahora nosotros somos tres por cada uno de los que vienen con Rojas que no son más que quinientos o seiscientos, con los caballos cansados y sin artillería, de manera que espero que los acabemos a todos, sin darle cuartel a nadie: quiero que ni a uno sólo se le perdone la vida y antes bien que todo aquel que encuentre un herido lo acabe de rematar de mi orden. Al que mate a Rojas le doy de premio cien pesos y mi pistola con guarniciones de plata.

Por supuesto que Lozada no necesitaba hacer a su gente esa clase de recomendaciones, sabiendo todos que con los vencidos no se usaba nunca la misericordia.

Después de tomar las precauciones de mandar gente que cuidara los caminos para que no dejaran pasar a nadie que pudiera avisar de su movimiento, marchó con su gente a situarse en un punto ventajoso llamado la Cumbre, en el camino que traía Rojas y por donde indispensablemente tenía que pasar. No había que hacer otra cosa sino dejarle subir la cuesta, vencida la cual tenía que llegar la caballada destroncada, y una vez en el terreno escabroso donde le sería imposible maniobrar, se precipitarían las columnas atacándolo por los flancos y por la retaguardia, empujándolo para las barrancas en donde estaba la principal emboscada con los cañones. De allí ya no saldría ninguno. El plan era tan sencillo como inevitable.

Lozada no contaba sin embargo con la huéspeda, esto es, no contaba con que tenía que habérselas con un hombre infinitamente perspicaz y que venía marchando con toda clase de precauciones desde que sabía que pisaba un terreno en donde hormigueaban los enemigos arteros, cobardes y por lo mismo muy hechos a aprevecharse de las ventajas del número y de terreno y que no se mostraban, sino en el caso de considerarse con gran superioridad. Así es que aunque hiciera sus marchas más lentas, no daba un paso sin que sus exploradores fueran haciendo minuciosos reconocimientos. Antes de subir las cuestas daba reposo a los caballos y luego hacía que los soldados los llevaran de la brida para contar con ellos en cualquier momento. En los lugares montuosos cincuenta hombres de a pie de descubierta iban registrando todos los escondrijos, y tales exploradores iban dirigidos por gente lista y conocedora del terreno. Por lo que, como buenos sabuesos, antes de que ellos mismos fueran advertidos por los lozadeños, pudieron dar aviso oportuno de que el enemigo estaba posesionado de la Cumbre. Sus ojos, su oído, su olfato, todos sus sentidos sabían ponerlos en juego para descubrir el peligro y nunca ni en esta vez se habían equivocado.

Hizo alto Rojas resguardándose tras los recodos del camino, mandando que por secciones se diera un pienso a los caballos y que la descubierta se quedara pecho a tierra sobre el mismo camino, con orden de dejar acercar al enemigo, si avanzaba, hasta poderle hacer una descarga a quemarropa. Él estaría vigilante para acudir en el momento preciso.

Sucedió lo que Rojas había previsto: que ya habían descubierto la llegada de su columna desde algún punto dominante, que habían extrañado su tardanza, que se les creyera descuidados y que quisieran aprovechar el momento de atacarlos allí mismo dándoles una sorpresa.

Lozada, impaciente y deseoso de ver él mismo la posición que ocupaba Rojas, se adelantó con la vanguardia, ésta recibió la descarga a quemarropa, casi al mismo tiempo apareció Rojas con sus galeanos, y los lozadeños se pusieron en fuga, habiendo sido los sorprendidos, no tanto por la descarga y la súbita aparición del enemigo, como porque vieron caer a Lozada y a otros jefes que le acompañaban, también montados, a los cuales les mataron los caballos.

En grandes apuros se vio don Manuel y a no ser porque sabía andar mejor a pie que a caballo y a que conocía el terreno como a sus manos, pudo escapar de que lo lancearan, salvándose con mejor suerte que otros muchos que fueron alcanzados, probando con las espaldas el hierro de sus vencedores.

Lozada no pudo reunir, sino hasta en Tepic sus dispersos, y como prontamente volvió a completar allí dos mil hombres, dijo a sus capitanes lleno de la mayor confianza:

—Vamos dejando entrar a Rojas a Tepic, y aquí lo acabaremos.

Pero Rojas, viendo que se le dejaba la plaza sola se pasó de largo, diciendo a la vez a los suyos:

—Lozada quiere que nos encerremos en Tepic, pero ya ocuparemos esta plaza cuando lleguen las tropas que deben venir de Sinaloa. Me ha escrito don Plácido Vega que vienen en marcha dos mil hombres.

Y entonces continuó adelante posesionándose de un punto ventajoso llamado Barranca Blanca luego que advirtió que era seguido por el enemigo. Esto pasaba el 15 de abril de 1860. Al día siguiente se presentaron las turbas de Lozada y en esta vez se les vio llegar dando gritos amenazadores y como resueltos a morir o a vencer.

Estaban pues frente a frente los dos bandidos más famosos y los enemigos más terribles y más dispuestos a hacerse añicos. Lozada contaba indudablemente con más número de fuerzas y con mejores elementos de guerra, pero los soldados de Rojas habían probado su valor en cien combates y a más de ser aguerridos les unía el peligro común sabiendo que pisaban un terreno lleno de enemigos en donde el menor desbandamiento costaría la vida a todos, y estaban por lo mismo compactos y resueltos.

Las instrucciones de Rojas por consiguiente se limitaron a recomendarles que no dispararan sino cuando los tuvieran muy cerca, seguro de que una vez conteniendo a los lozadeños en su primer impulso, que siempre era terrible, la derrota se seguiría inmediatamente.

Rojas mandó que cuatrocientos hombres echaran pie a tierra y se parapetaran en las peñas; los cuatrocientos caballos fueron encadenados y echados a la retaguardia, cubiertos con los paredones. Doscientos hombres quedaron montados para flanquear al enemigo en el momento oportuno.

Los lozadeños, dando aullidos feroces, se precipitaron en masa sobre las posiciones de Rojas, haciendo un estrépito infernal con sus armas y con su vocería. Los rojeños los dejaron aproximarse y cuando estuvieron a cincuenta varas les hicieron un fuego escalonado y sostenido, que les hizo muchísimas bajas, pero eran muchos y casi no las advirtieron, hasta encontrarse más cerca y verse acribillados por todos lados a la vez que los doscientos galeanos, mandados por el mismo Rojas, salieron por la derecha y empezaron a hacerles por su flanco izquierdo una carnicería espantosa. Lozada peleaba a pie en calzón blanco, se encontró con Rojas, y éste sin conocerlo le dio una lanzada que le echó a tierra, costando muchos trabajos a los suyos llevárselo en brazos.

Esto bastó para que se pusieran en fuga con todo y sus capitanes, dándoseles todavía un alcance de más de dos leguas. Ni Rojas, ni los suyos supieron, sino mucho después, que Lozada había sido herido.

Con semejante escarmiento, Lozada tuvo que volverse a sus madrigueras para curarse, y Rojas pudo continuar su marcha más tranquilo, seguro de que lo dejarían en paz por algunas semanas mientras llegaban las fuerzas de Sinaloa para continuar la campaña en toda forma sobre la Sierra de Alica.

Aquí debemos hacer notar que si Rojas cometió la temeridad de meterse con seiscientos hombres entre un enemigo ocho veces superior, fue porque contaba seguramente con tropas de Sinaloa que había ofrecido enviar don Plácido Vega, y las cuales en dos buques estuvieron en San Blas sin que llegaran a desembarcar, mientras Rojas estuvo a punto de ser despedazado.

Rojas ignorando que Lozada hubiera sido herido en algunos de los reñidos combates que a tarde y mañana se libraron en Barranca Blanca, temió que con nuevas tropas volviera a la carga, y en la imposibilidad de incorporarse a las tropas de Jalisco con el reducido número de caballería con que contaba, siguió para Santiago Ixcuintla, y despachó como tres correos, urgiendo a don Plácido Vega para que mandase las fuerzas que había ofrecido para el sitio de Guadalajara.

El caudillo de Sinaloa, siempre lento en sus movimientos, contestó que iban en marcha ya, pero no se movieron de Mazatlán sino hasta el 21 de abril, seis días después de aquel en que Rojas tanto las había necesitado.

En principios de junio supo Rojas que se estaba organizando una nueva expedición en Tepic para atacarlo con tres mil hombres de infantería, caballería y artillería, pero supo a la vez que Márquez de León avanzaba también por el Rosario con la vanguardia del ejército de Sinaloa que se había de componer de unos cuatro mil hombres. Entonces vio el cielo abierto, pues que solo o acompañado ya podía batirse teniendo una retirada segura.

El que se presentó a la vista el 9 de mayo fue el general Calatayud con sus restos de Colima y con más de mil hombres que le había mandado facilitar Lozada guiados por sus mejores jefes. Rojas lo esperó a pie firme en Santiago, dando frecuentes avisos a Márquez de León para que apresurara sus marchas. Éste ya venía cerca y se presentó en acción cuando Rojas había rechazado dos veces a Calatayud con todos sus lozadeños que habían atacado denodadamente, con ansias de vengar la derrota anterior en que se había derramado la sangre de su mismo jefe, que estaba, a la sazón, curándose de una lanzada según dijimos, en su casa de San Luis.

Con el auxilio de las tropas de Sinaloa, Rojas que se encontraba ya a punto de retirarse, porque los ataques se volvían más porfiados a cada momento, obtuvo una victoria fácil lanceando a más de doscientos hombres del enemigo que quedaron en el campo entre los cuales se contaron sesenta jefes y oficiales. Se dijo entonces que el mismo Calatayud se había volado la tapa de los sesos por no caer en poder del enemigo.

Rojas volvió a Tepic y desde la hacienda de Tetitlan, cerca de Ahuacatlán, avisó al general en jefe que ya iba en camino con su sección y que le seguían las tropas de Sinaloa.

Los lozadeños habían quedado escarmentados y vengada un poco la generosa sangre de Coronado y Valenzuela.