Capítulo VII

Los triunfos de Lozada

HEMOS dejado a Práxedis Núñez despidiéndose de su Lola en los momentos de salir milagrosamente de la cárcel en donde estaba encapillado para morir al siguiente día. A esa joven debió la vida, y reconociéndolo así él, hubiera querido llevársela consigo, pero ella le dijo:

—Vete pronto, pronto: después me buscarás o yo te buscaré.

Práxedis montó en uno de los caballos que se le tenían dispuestos, en otro montó Lucifer, el soldado; Navarro ya estaba montado lo mismo que el mozo que había tenido los caballos de la brida. Navarro dijo luego:

—No hay que paramos, o nos hacen una descarga.

—No hay quién —replicó Lucifer—, todos están durmiendo.

No obstante esa seguridad, Práxedis se puso al frente de la pequeña caravana, y salieron los cuatro de Tepic sin que nadie los molestara.

Por la mañana no se hablaba de otra cosa en la población sino de la atrevida fuga del bandido, que de seguro iba a seguir cometiendo sus travesuras de costumbre.

La autoridad, que fue la última que supo lo que había pasado, mandó que se le siguiera a eso de las ocho de la mañana, cuando el prófugo estaba a diez leguas de distancia.

De la misma manera, la noticia de la milagrosa fuga de Práxedis Núñez se difundió por toda la Sierra sorprendiendo más que a nadie a Galván que ya contaba con tener aquel enemigo menos, que no era nada despreciable. Sin embargo, estaba al lado de Lozada, contaba con su apoyo, aun le había hecho compadre suyo y de pronto nada podía temer de aquel que debía sentirse contra él sediento de venganza.

El primer pensamiento de Práxedis tan pronto como estuvo en la Sierra fuera de toda persecución que le pudieran hacer las autoridades de Tepic, fue dirigirse a San Luis, en donde estaba a la sazón Lozada, pero luego que estuvo cerca adquirió la noticia de que se encontraba allí también Ramón Galván con mando de fuerza, y entonces desistió de tal pensamiento, enviando a Navarro para que participara en su nombre a don Manuel que se encontraba libre y que estaba a sus órdenes.

Navarro pasó muchos trabajos para poderse acercar a don Manuel, que ya entonces comenzaba a hacerse algo invisible, aun para los mismos suyos, lleno de desconfianzas, como vivía perpetuamente, cuyas desconfianzas se traducían por miedo a los envidiosos, a los que apetecieran apoderarse de su fortuna y a sus enemigos; pero al fin logró ser recibido y le dijo:

—Vengo de parte de Práxedis.

—¿De manera que es cierto que se escapó de la cárcel?

—Sí, mi coronel, en la noche víspera del día en que iba a ser fusilado.

—¿Y cómo estuvo eso?

Navarro le contó algunos pormenores.

—Me alegro, hombre, dile que me alegro mucho. Y ¿ahora qué piensa hacer?

—Quería venir a prestar sus servicios con su mercé, pero supo que aquí estaba Galván y pensó que no podían parar en bien.

—¿De modo que siguen siendo enemigos?

—Ahora más que nunca, porque además de que Galván intentó robarle a su novia, fue quien lo denunció para que lo cogieran.

—Galván dice que no es cierto.

—A Práxedis se lo dijo luego luego el oficial que lo aprehendió y lo mismo se lo volvieron a repetir los jueces.

—Yo tengo que componer eso —murmuró Lozada—, porque no me gusta que haya pleitos entre los amigos.

Después de reflexionar un poco, agregó:

—Dile a Práxedis que está bien; que no se quede por ahora ni en Atonalisco, ni por aquí cerca, hasta que lo llame.

—Está bien, mi coronel. ¿Y puedo asegurarle también que su mercé sigue siendo su amigo y que cuenta con su protección?

—Sí, sí, me gusta mucho Práxedis, y siento que esté enemistado con Galván, pero ya acabará eso. Dile que queda libre para sostenerse como pueda mientras viene al servicio de las armas.

Navarro se fue, encontró a Núñez en el fondo de una barranca por donde corre el río de Alica en aquel lugar, y le dijo el resultado de su misión. Práxedis lo oyó cabizbajo, y sólo dijo:

—Galván ha de conseguir hacerle mala sangre contra mí. Vámonos, pues, adonde podamos estar con seguridad.

Y se fue hasta la sierra de las Palomas, distante doce leguas de San Luis; allí organizó una gavilla de quince hombres de a pie, con la cual hizo correrías hasta cerca de Bolaños, dominando todos los caminos que están bajo la parte oriental de las cordilleras, en los cuales desvalijó a los pasajeros, cayendo de cuando en cuando a los ranchos, hasta reponer en más del triple su deteriorada fortuna, en dos años de campaña vandálica.

Dejemos ahora al buen bandido Núñez en su lucrativo ejercicio, que no hubiera sido tan malo, si no lo hubiera acompañado con la sangre de cincuenta víctimas inocentes que sacrificó en esos dos años, según sus biógrafos, y volvamos a Lozada, que después de su permanencia en Tepic, en donde recibió las calurosas felicitaciones que desde Guadalajara le envió Márquez por su victoria, recomendándole que atendiera a la mejor organización de sus fuerzas para que pudiera acudir con ellas a llenarlas de laureles en el interior y otras cosas que el caudillo de Alica no comprendió muy bien, salió con tres mil hombres mal vestidos pero bien armados, llevando artillería y abundancia de pertrechos de guerra.

¿Adónde iba el coronel-bandido con aquellos grandes trenes, que sin haberlo pensado jamás se le habían venido a las manos? Pues iba nada menos que a conquistar Sinaloa, para cuya gran hazaña le habían estado animando vivamente, tanto Márquez que todavía no era arrebatado por Miramón de Guadalajara, como sus parciales, o más bien puede decirse sus subalternos Rivas y Cadena, que estaban a su lado viendo seguramente el provecho que podía quedarles con aquel formidable apoyo.

Lozada era sin duda el jefe de todas las hordas salvajes, pero aquellos, como más civilizados le servían de consejeros, y siempre que se ofrecía tomaban parte en los combates aunque figurando en escala secundaria, pues el que estaba gozando de nombre y de prestigio en el partido clerical, era El Tigre de Alica, como lo llamaban ya en esas fechas los boletines de los revolucionarios.

Emprendió la marcha aquel abigarrado ejército en los primeros días del año de 60 y se detuvo unos días en Santiago Ixcuintla, proveyéndose de víveres y haciendo otros preparativos.

Lozada, con sus instintos naturales de bandido, mostraba grandes recelos al separarse de sus madrigueras, que por primera vez abandonaba para recorrer una gran distancia, y en cada legua que hacía de camino oponía alguna resistencia.

—Mejor es esperarlos acá —decía a Rivas y Cadena—, ellos vendrán y los batiremos en terreno conocido.

—No, no —insistía Cadena, secundado por Rivas—, son los momentos de aprovechar los triunfos que hemos obtenido. Es necesario que no les demos reposo como ellos hacen cuando triunfan.

Y siguieron su marcha, aunque muy lentamente, de tal modo que se les pasó el resto de enero antes de llegar a Acaponeta, faltándoles sólo tres leguas para estar en el límite del Cantón.

Lozada comprendió que el menor revés haría que todos sus indios se volvieran desbandados para la sierra y se rehusaba a seguir adelante, cuando una circunstancia vino a decidirlo en pro del proyecto de invadir Sinaloa.

Había retrocedido Lozada dos leguas de Acaponeta al saber que los constitucionalistas avanzaban, cuando uno de sus exploradores vino a decirle que había entrado allí un fuerza de poco más de doscientos hombres y que todavía el resto de la columna al mando de Corona y Rosales venía demasiado lejos, por lo que convino y con razón, en que se le ofrecía oportunidad de adquirir un fácil triunfo y de batir al enemigo en detalle.

Entonces ya no vaciló y mandó que mil hombres rodearan la posición yendo a cortar la retirada más adelante al enemigo, saliendo él con los dos mil hombres restantes a las dos de la mañana.

Cuando amaneció ya estaba encima del capitán Guerrero que con algo más de doscientos hombres ocupaba descuidadamente la población.

El capitán Guerrero era valiente e hizo una vigorosa resistencia, pero en dos horas de un porfiado ataque tuvo que ceder al número quedando destruido completamente. Los pocos que pudieron escapar de la plaza cayeron en poder de la fuerza que había ido a cortar la retirada pereciendo todos acuchillados por los lozadeños.

Entonces don Manuel ya no vaciló más y dio la orden de que se prosiguiera la marcha precipitadamente para ir a sorprender a Ramón Corona y Antonio Rosales que venían por el mismo camino con una fuerza reducida, a lo más de unos 600 hombres.

Corona, luego que supo que tenían encima al enemigo en número cinco veces superior al de los soldados que ellos contaban, propuso la retirada, que tal vez habría sido más conveniente; pero Rosales que era poseedor de un valor temerario, dijo con tono resuelto que si Corona lo abandonaba él esperaría a las chusmas de Lozada, con sus 300 hombres, tomando desde luego sus medidas para defenderse en Escuinapa, población perteneciente ya al Estado de Sinaloa que era el punto en que ambos coroneles se encontraban y entonces Corona tuvo que ceder ante aquel empeño, pero con repugnancia.

La actitud resuelta de aquel puñado de hombres, sobre todo por encontrarse en terreno que absolutamente no conocía, impuso un poco a Lozada y dijo a Rivas y a Cadena:

—Cuando estos quieren resistir aquí, es porque cuentan con que les puede venir algún auxilio.

—No les puede venir ninguno —exclamó Rivas—, desde aquí a Mazatlán, yo lo sé bien, no hay ninguna fuerza de liberales.

—¡Están perdidos! —dijo por su parte Cadena—, y en todo caso podemos mandar nuestra caballería a inspeccionar el terreno mientras atacamos y siempre tendremos tiempo para retirarnos.

Entonces Lozada dio sus órdenes para que se emprendiera el ataque. Esto pasaba el día 7 de febrero de 1860.

Pero los de Escuinapa juzgaron más conveniente salirse de la población, tanto por no exponer ésta al saqueo, como para estar más expeditos en sus movimientos, sobre todo, sabiendo que una fuerza de caballería se había desprendido para ir a cortarles la comunicación con el Rosario, y entonces escogieron para librar el combate la llanura que tenían a su derecha, desde donde podrían en caso necesario, emprender ordenadamente la retirada.

Era la primera batalla campal que se le ofrecía a Lozada y no dejó de considerarse atrojado, por lo que ocurrió al general Cadena diciéndole:

—Y ahora, ¿qué hacemos?

—Pues ahora los atacamos —le contestó el consejero.

Y como ni él ni Rivas tenían los suficientes conocimientos militares para ordenar una batalla, ni menos con aquella clase de gente, convinieron en dividirla en tres trozos, de manera que Lozada atacara por el centro con el mayor número y ellos por los flancos, formando una especie de media luna con los pelotones para envolver al enemigo.

Los lozadeños, contra lo que sus jefes se esperaban, supieron pelear con arrojo en campo raso, lanzándose con ímpetu sobre el poco bulto que presentaban los constitucionalistas. Éstos, sin amedrentarse, viéndose rodeados por tres mil hombres que les despachaban una granizada de balas, resistieron el empuje a pie firme, primero contestando el fuego que se les hacía en línea, y después cuando ya estaban más acosados, en cuadro impenetrable, recibiendo a los asaltantes con la bayoneta calada.

Los lozadeños se vieron precisados a retroceder sufriendo un fuego graneado por la espalda. Lozada, lo mismo que todos sus oficiales a porfía, evitaron con grandes esfuerzos que se desbandaran, pero mientras los organizaban como podían par dar una segunda carga, Rosales y Corona empezaron a retirarse con toda calma rechazando con vigor todos los ataques que se les libraron mientras duró la luz del día.

Sufrieron la pérdida de la avanzada que mandaba el capitán Guerrero y ellos en su pequeña tropa tuvieron algunas bajas de oficiales y tropa, pero no fueron derrotados, que, al serlo, no hubiera quedado uno solo para referirlo. De todas maneras, Lozada ya aleccionado tan bien en la materia, dio un parte diciendo que había alcanzado un triunfo espléndido sobre los bandidos liberales acaudillados por los fascinerosos cabecillas Corona y Rosales.