Arroyos de sangre
LOZADA se llenó de soberbia con aquel rápido encumbramiento que le había proporcionado su generoso compañero, de quien recibía y a quien le daba ese título y el de amigo en la correspondencia que continuaron cultivando, y de tal modo tomó a lo serio su nueva investidura nuestro terrible personaje, que obligaba a los correos que le llegaban a que le hablaran de rodillas, a sus soldados que le besaran la mano y a sus capitanes a que le dieran tratamiento de señoría y aun de excelencia.
En esos momentos en que tan orgulloso estaba, esto es, el 6 de septiembre de 1859, cuando don Leonardo Márquez aún permanecía en Guadalajara apoderándose de unos seiscientos mil pesos que le causaron muchos dolores de cabeza, sucedió que el abogado y general don Esteban Coronado, procedente de Sinaloa, se apoderó a su vez a viva fuerza de Tepic con mil doscientas blusas coloradas, derrotando igual número de soldados pertenecientes a tropas de línea y lozadeñas que mandaban jefes tan bizarros de la reacción como el general Moreno y el coronel don Juan de Argüelles, quienes apenas lograron escaparse para la sierra dejando más de trescientos prisioneros y entre ellos dos jefes de graduación que fueron fusilados, según la costumbre.
Lozada creyó que era llegado el momento de corresponder a las distinciones que se le habían hecho, y lo primero que hizo, después de recoger los dispersos de la tropa con que había reforzado antes a la guarnición de Tepic, fue mandar que se interceptara tanto el camino de Sinaloa como el de Guadalajara para aislar al enemigo, apostándose él mismo en Sanguangüey a retaguardia de otras partidas que había situado en San Cayetano en actitud completamente hostil para la plaza.
Coronado, que por su parte era tan altivo como valiente, y que además estaba engreído con su reciente victoria, juzgó que aquellos movimientos de las chusmas lozadeñas eran temerarios, puesto que nunca podían contener el menor ímpetu de sus fuerzas aguerridas y disciplinadas, y para tener despejado el terreno por de pronto, se conformó con mandar a uno de sus jefes de batallón más distinguidos, al coronel Ignacio Martínez Valenzuela, que además de ser un cumplido militar, fino y agradable en su trato, era un guapo mozo, con mucho partido entre el bello sexo, y un alegre y espiritual camarada: un patriota en suma, que por todas sus brillantes cualidades parecía predestinado a hacer una gran figura en el porvenir. Llevaba este jefe de segundo al entonces teniente coronel don Ramón Corona como conocedor del terreno e iban mandando entre los dos unos quinientos hombres, infantería y caballería y tres obuses de montaña.
El general Coronado dijo a Valenzuela:
—Coronel: Los indios de Lozada les tiemblan a las blusas encarnadas. Con esa fuerza que usted lleva basta y sobra para ahuyentar al enemigo aunque cuente con dos mil o más hombres. El objeto que usted lleva es tener expedita la comunicación con nuestros amigos de Jalisco, que usted sabe nos esperan con ansia. Ese objeto ha traído Rojas, proteger nuestro paso y llevarnos para concurrir el asedio de Guadalajara; pero nosotros no podremos arrancarnos de aquí mientras no nos organicemos mejor y mientras sobre todo, no veamos despejar la incógnita de Sinaloa. Aquí necesitamos sostenernos un poco de tiempo todavía para acudir adonde sea más necesaria nuestra presencia. Estoy cierto de que los indios se dispersarán luego que usted salga al camino y entonces se situará en San Leonel ejerciendo la mayor vigilancia en ambos caminos y sin cesar de ponerme diariamente al corriente de sus operaciones. En cualquier caso imprevisto se aconsejará de Corona que conoce a palmo el terreno y la guerra de estos indios.
—Descuide usted, mi general —contestó el intrépido Valenzuela—, todo se hará a la medida de sus deseos.
Coronado se quedó naturalmente muy tranquilo, con la plena confianza de que el arrogante Valenzuela cumpliría con aquella misión que le parecía tan sencilla. ¿Qué esfuerzo había de costarle dispersar a aquellas chusmas indisciplinadas y semi-salvajes?
Según la táctica de los lozadeños, luego que observaron aquella salida de tropas se hicieron a un lado del camino cargándose hacia las alturas de la sierra, lo cual hizo entender al jefe de la expedición que huían para no volver más y así lo participó a Coronado, quien le repitió la orden de que se situara en San Leonel; pero Lozada no se dormía, había hecho que fueran contados los hombres y elementos del enemigo, reunió a dos mil de los suyos que hizo aproximar con toda cautela, y cuando juzgó el momento propicio destacó partidas con el objeto aparente de recoger ganado, ocultando el grueso de sus fuerzas en el rancho de la Labor. El ardid dio el resultado que se había propuesto. El enemigo se lanzó en persecución de las partidas para ir a caer exactamente en la emboscada, siendo Corona el único que se libró de ella por haberse pasado de largo hasta Tepic con parte de las fuerzas.
Valenzuela era brioso y no le faltaba sangre fría, organizó sus mermadas tropas del mejor modo que le fue posible y aun logró romper el cerco de hierro que se le puso por aquellos enemigos que no volvían nunca la cara cuando reconocían su superioridad; pero no se le dejó ni un momento de reposo en la retirada: perdió primero sus tres cañones, luego vio caer uno tras otro sus oficiales, disminuir hasta una quinta parte sus hombres, y por fin se encontró de tal modo rodeado que quiso, como último recurso, atrevesarse con su misma espada el corazón en el momento en que fue hecho prisionero. Le vio un solo momento la faz a Lozada, cuando éste se acercó y dijo a los suyos:
—Fusílenlo luego.
—¡Bandido! —pudo apenas murmurar Valenzuela cuando cayó atravesado de varios tiros, siendo en seguida despedazado por un centenar de lozadeños que fueron a mojar sus armas en la generosa sangre del vencido.
Cuando el combate cesó, el Sol estaba cayendo ya a plomo y hacía reverberar las armas, los charcos de sangre y las blusas rojas regadas en una legua de terreno.
La persecución siguió contra los que se habían ocultado entre las peñas, entre los arbustos o en los jacales, los cuales eran sacados arrastrando y en seguida despedazados.
Coronado se estremeció de horror al tener noticia del desgraciado fin que había tenido el intrépido, el generoso, el noble Valenzuela, lo mismo que los oficiales que lo acompañaban, algunos de los cuales fueron fusilados y colgados.
Rojas, comprendiendo bien las consecuencias que podía tener aquel desastre, fue luego a ver a Coronado y le dijo:
—General, vámonos saliendo de aquí.
—¡Cómo! ¿Usted me propone que abandone esta plaza teniendo elementos para defenderla?
—Yo sé lo que le digo: esos indios se alzan mucho cuando obtienen un triunfo. Si a Valenzuela lo derrotaron dos mil, sobre Tepic vendrán cuatro o cinco mil que nos atacarán como demonios. ¡Vámonos!
—Yo aquí los espero.
—Entonces… como yo vine solo a llevármelo y usted no se va…
—¿Qué?
—Tendré que irme yo.
—Obre usted como le parezca.
Rojas tomó estas expresiones al pie de la letra, alistó su brigada, se proveyó a la fuerza de lo que necesitaba y salió aquella misma tarde para el sur de Jalisco evitando un mal encuentro con Lozada.
Según lo había previsto Rojas, El Tigre de Alica envalentonado por el fácil triunfo que le había hecho dueño de tres piezas de artillería, de cuatrocientos fusiles y muchas cargas de parque, al día siguiente se puso en marcha sobre la plaza de Tepic con setecientos indios más que bajaron de la sierra al olor del pillaje, dando orden a otros ochocientos que había diseminados en los caminos para que se reconcentraran, presentándose el 31 con todas sus chusmas a la vista de la población.
Coronado tenía setecientos hombres escasos: el pueblo tepiqueño, o porque estuviera dominado por las influencias conservadoras que eran las ideas que se atribuían a Lozada, o más bien por el terror que inspiraba ese monstruo, del cual no había que esperar más que represalias espantosas si llegaba a entrar en la plaza, se mostró indiferente para con el jefe liberal que se preparaba a defender los intereses comunes y éste tuvo que atenerse a sus propios elementos confiando en que podría oponer con ventaja a las chusmas su táctica militar.
El l.° de noviembre dando aullidos salvajes atacaron los lozadeños divididos en grandes trozos, la plaza de Tepic, con un arrojo extraordinario, pero la metralla de seis piezas de artillería los hizo pedazos y esto los aplacó un poco sin que cesaran los tiroteos. Entonces el intrépido Coronado se desprendió del Cuartel General para practicar un reconocimiento con objeto de organizar una salida acompañado sólo de su Estado Mayor y cayó en una emboscada que le pusieron los indios en las últimas casas, en cuya escaramuza perdió dos caballos, quedando herido gravemente en una pierna. A pesar de la herida siguió batiéndose solo con sus oficiales, abriéndose paso por entre el enemigo que lo tuvo cercado por todas partes. Cuando llegó a su casa perdió el conocimiento.
Fue atendido por el doctor Cuesta, el cual declaró que si se le amputaba la pierna podría quedar bueno en un mes, y que si se curaba la herida no podría levantarse antes de seis meses. Coronado dijo entonces:
—Que se haga la amputación. Esa pierna le hará falta al general, pero su tiempo es de la Patria.
La operación no dio el resultado que se esperaba. El valiente general pereció después de haberla sufrido con tanta resignación como heroicidad.
Su cadáver fue depositado con la pompa posible en la capilla de los Dolores.
La plaza no sólo continuaba asediada, sino que era atacada a todas horas por las turbas furiosas que llegaban hasta los débiles parapetos que se habían improvisado, y desde donde eran rechazadas a fuerza de metralla, y en medio de los fuegos tomó el mando de la guarnición el coronel Fernando Cordero, jefe del Batallón de Chihuahua, que no era ni con mucho del temple de Coronado.
Este jefe vio sombría la situación y pensó en un medio, que era ya imposible: en el de abrirse paso por entre las chusmas lozadeñas para regresar a Sinaloa.
Sus subalternos todos le expusieron que serían rodeados y despedazados por el enemigo en el largo trayecto que tenían que recorrer y que muy felices se considerarían con poder llegar al río de Santiago en donde infaliblemente serían acabados. La opinión que prevaleció fue la de que debían continuar el plan del general Coronado que había consistido en sostenerse mientras llegaban los refuerzos de Sinaloa o Jalisco que se habían pedido.
¡Vana esperanza! Ni uno ni otro Estado mandaría el menor auxilio en aquellas circunstancias. De don Plácido Vega no había que esperar nada, porque además de ser lento para todas sus disposiciones, nada deseaba tanto como el mal éxito de Coronado, porque lo había temido como rival peligroso. De los jefes liberales de Jalisco, mucho menos, porque a más de que bastante que hacer tenían con las huestes conservadoras que habían adquirido en todo el país grandes ventajas en aquellos días, debían estar disgustados con las fuerzas de Coronado que no habían continuado la marcha que estaba convenida, no obstante haberles mandado para expeditarla a la brigada Rojas.
La situación por lo mismo siguió siendo muy comprometida.
Lozada supo que había muerto Coronado; reunió luego a los comandantes y les dijo lleno de feroz alegría:
—Ahora es tiempo de almorzárnoslos.
—¿Hemos de atacar todos a un tiempo? —le preguntó Rosales.
—Todos a un tiempo.
—Mi coronel —le dijo Nava—, dejaremos una reserva.
—¿Y para qué es la reserva?
—Para proteger la retirada.
—Nosotros no vamos a retirarnos, sino a entrar.
—Pues entonces haga su mercé lo que guste.
Y su mercé mandó que cada comandante se pusiera a la cabeza de trescientos o cuatrocientos hombres y que todos a la vez se metieran por las calles que más les gustaran.
El ataque del día 4 por lo mismo fue brutal pero desordenado, y ese desorden salvó a los de la plaza que pudieron hacer un blanco seguro en los pelotones que desembocaron por las calles a pecho descubierto.
Éstas quedaron sembradas de cadáveres.
Un jefe inteligente hubiera hecho una salida sobre aquellas masas que se retiraban atropelladamente como habían entrado, pero Cordero no tenía tamaños de primer jefe, estaba acobardado y lo único que estudiaba era la forma de salvar el pellejo. Ésta se le presentó proponiendo por sí y ante sí una capitulación que Lozada aceptó gustoso porque ya estaba su gente volviéndose en grandes grupos a la sierra; pero aprovechándose de las circunstancias dictó sus condiciones.
Se permitiría a Cordero llevar sólo una escolta de cincuenta hombres. Todos los demás quedarían como prisioneros de guerra, esto es, como víctimas para el matadero.
En cambio, podían seguir al jefe capitulado las familias que quisieran, y muchas fueron las que lo siguieron.
Las armas, pertrechos y bagajes serían recibidos por una comisión que bajaría del cerro del San Juan.
Todo fue aceptado por Cordero, que lo que quería era salir cuanto antes de aquella ratonera, y después de la entrega acordada hizo su salida en medio de la gritería de los indios que hacían su entrada tirando los sombreros al aire y regocijándose ya con el atracón de sangre y de saqueo que iban a darse.
Cordero, que lo que quería era salvar la vida, ni esto consiguió, porque llegando a Sinaloa, lo mandó fusilar don Plácido Vega en castigo de su desgraciada capitulación, en tanto que los lozadeños se entregaban en Tepic al pillaje, que era de rigor, sacando de las casas, después de ser robadas, a los que en ellas se habían escondido huyendo de la muerte.
Lozada, por su parte, después de haber escogido para sí los mejores caballos, las mejores armas, los equipajes, las alhajas y el dinero, escogió también doscientos y tantos prisioneros que mandó bien escoltados para San Luis, que era en donde celebraba sus pacíficas carnicerías.
Dejó a sus amigos Cadena y Rivas la encomienda de establecer las autoridades, y él se fue al día siguiente a presenciar las atrocidades que debían cometerse con sus víctimas. Para economizar pólvora, mandó degollarlas, y sus miembros fueron arrojados a la gran fosa que había mandado hacer para reunir en ella a sus enemigos.