El Cuartel General
HEMOS dicho que lo primero que hizo Lozada luego que se vio libre de las tropas organizadas y adquirió la certidumbre de que en Tepic no había ni doscientos hombres que pudieran destacársele, fue faltar a su palabra respecto a la sumisión convenida, pero no realizada. Si bien permaneció unas semanas en aparente inacción pensando en lo ventajoso que era la disciplina y lo bien que con ella podrían defenderse aquellas inaccesibles montañas, ni disolvió toda su gente, ni llegó a formarse la resolución de deponer las armas. Lejos de eso, comisionó a Pascual Topete para que fuera a decir a sus amigos de Tepic que tenía necesidad de una persona que supiera algo de milicia, y llamó a su lado a todos aquellos indios de la sierra que tenían reputación de ágiles, de astutos y de valientes, haciendo nombramientos y dándoles sueldos militares.
Uno de los que se le presentaron entonces, fue Andrés Rosales, que había sido soldado y que medio sabía leer y escribir.
—¿Qué graduación militar voy a tener aquí? —le preguntó.
—Pues te haré capitán —le contestó Lozada.
—¿Y usted, qué cosa es?
—Yo… soy el jefe.
—Bueno: todos los jefes son generales, coroneles, o comandantes…
—Pues seré comandante.
—¿Y por quién ha sido hecho el nombramiento?
—Por nadie todavía, pero estoy aguardando que me lo mande el gobierno.
—Bueno. Para cuando se pueda es necesario también pedir los demás despachos de los que manden la tropa, porque sólo valen cuando los da el gobierno.
Lozada entonces se conformó con la necesidad que había tanto de tener él un nombramiento reconocido, como de arreglar su gente militarmente.
Como resultado de sus gestiones, se le presentaron allí don Carlos Rivas y don Fernando García de la Cadena, que se llamaba general, los cuales extendieron a don Manuel Lozada (que desde aquel día comenzó a ser Don) un nombramiento provisional de teniente coronel. En cambio de ese servicio prestó al primero unos cuatrocientos indios, una verdadera chusma, pero bien armada y municionada, con la cual marchó a sofocar un pronunciamiento que en favor de la libertad habían verificado varios vecinos de Ixtlan. Don Carlos Rivas atacó a los pronunciados (que se hicieron fuertes en el pueblo más por miedo a los lozadeños que porque tuvieran elementos para combatir) el día 26 de octubre de 1858 y fue rechazado; pero al día siguiente recibió refuerzos y continuó el ataque con más vigor, hasta que los sitiados enarbolaron bandera blanca, saliendo una comisión a pedir garantías. Estos comisionados fueron aprehendidos y fusilados, lo cual obligó a los de la plaza a seguir defendiéndose hasta el día 27 a las doce del día en que se rindieron, siendo fusilados sin ninguna formalidad los señores Pedro Martínez, José M. Magaña, Agustín Bonilla, Ignacio Zamorano, Francisco Robles y don Práxedis Arcadio. Mediante un rescate de dos mil pesos cada uno, se salvaron don Juan Francisco Azcárate y don Vicente Sancho Venegas. El pueblo fue entregado al saqueo, y cuando los indios de Lozada se embriagaron, no habiendo quien pusiera coto a sus desmanes, se entregaron a excesos de barbarie que recordaban después de muchos años con terror los que sobrevivieron al desastre. Baste decir que todo lo dejaron convertido en ruinas, y principalmente a las mujeres.
Ya en el año de 59, que fue cuando se escapó Práxedis Núñez de la cárcel de Tepic, Lozada tenía unos mil quinientos fusiles, dos cañones y no menos de ochocientos hombres que vivían del botín que cogían en los pueblos y haciendas donde se presentaban, ya fuera de paz o ya fuera de guerra, pues tenían la creencia de que todo lo ajeno les pertenecía.
En ese tiempo le había mandado Miramón desde Guadalajara su despacho de coronel y comandante general de la Sierra de Alica, de manera que ya sus robos y asesinatos estaban legalizados por el jefe de un partido político militante. Por otra parte, sus relaciones estrechas con personas ilustradas como don Carlos Rivas y don Fernando G. de la Cadena, le habían hecho limarse un poco en los asuntos públicos que se debatían entre los conservadores y los liberales, así como también adquirir ligeras nociones de militarismo para dar aunque fuera una mediana organización a sus tropas, contando a la vez con una docena de capitanes, antes de gavillas de ladrones, y ahora de compañías de soldados armados de fusil, que con su sombrero de petate y con su calzón recogido hasta las ingles, sabían marchar por donde se les ordenaba haciendo buena cara al peligro.
Así fue como en junio de 1859 ya pudo atreverse a bajar Lozada de la sierra con su gente y hostilizar a los liberales que ocupaban la plaza de Tepic sosteniendo frecuentes y reñidas escaramuzas. Los liberales que la ocupaban eran don Antonio Rosales y don Ramón Corona pertenecientes a la Brigada de don Plácido Vega y el comandante militar del Distrito era don Santiago Aguilar, quien comunicó el 23 de junio que Lozada había sido derrotado, retirándose con las chusmas que le quedaban a la hacienda de San Cayetano. Pero los liberales tuvieron que evacuar la plaza el 28, retirándose rumbo al Rosario, porque el general reaccionario don Leonardo Márquez estaba ya muy cerca con doble número de tropas. Este jefe ocupó a Tepic el 29 de junio por la tarde, y lo primero que hizo fue enviar una comisión a Lozada previniéndole que se presentara en el Cuartel General a recibir órdenes.
Aquí fueron los apuros de El Tigre de Alica.
—Vaya usted, don Manuel —le decían sus capitanes—, ¿qué dirá el señor general Márquez si no lo obedece?
—Que diga lo que quiera —contestó Lozada con firmeza—, yo no sé ni hablar, ni sé como he de presentármele. Y luego…
En su interior, eran sus crímenes los que le llenaban de desconfianza contra todo lo que oliera a autoridad, y se preguntaba a sí mismo si una vez estando en poder de Márquez, ¿no le vendrían a éste tentaciones de fusilarlo para dar gusto a tantas gentes como de seguro se le quejarían de sus muchos crímenes?
Así fue que contestó al general Márquez que las órdenes que tuviera que comunicarle se las mandara por conducto de don Carlos Rivas que era persona de toda su confianza.
Márquez, sin embargo, tenía vivísimos deseos de conocer a aquel hombre feroz, que le ganaba en malos instintos y en hechos perversos, lo cual era mucho decir, y le propuso tener con él una entrevista fuera de la población.
Lozada tampoco accedió.
Entonces Cadena le dijo a Márquez:
—Lozada es un indillo de los más insignificantes: no tiene ni buena constitución, ni buena figura, ni fisonomía inteligente, ni siquiera alza la vista para hablar con las personas que no son de su raza; además, no ha querido hasta ahora vestirse porque la ropa le estorba y usa sólo calzón blanco, con la camisa de fuera.
Márquez se quedó estupefacto.
—¿Y ese hombre es coronel y ha sido nombrado comandante militar de la Sierra de Alica? —preguntó.
—Tiene el arte de dominar a los suyos, goza de gran prestigio como astuto, tiene el valor resignado y pasivo de todos los indígenas, es sobrio y resiste las mayores fatigas sin comer ni dormir, pareciendo positivamente una fiera de las montañas.
Márquez se conformó con estos informes y mandó regalar a Lozada un caballo, una pistola, algunas otras armas y unas cargas de parque, recomendándole que atacara con brío y destruyera a cuentas fuerzas liberales se le presentaran, debiendo tener en perspectiva por el buen cumplimiento de aquellas instrucciones los honores militares que fueran compatibles con sus méritos, con el agregado de los beneficios espirituales que le acordaran los pastores de la Iglesia.
Márquez regresó a Guadalajara en donde era urgente su presencia, y Lozada quedó como señor y dueño del Cantón de Tepic con facultades amplias para dirigir allí la guerra y la política.
Esta nueva posición lo embarazó de pronto y aun estuvo a punto de cederla a los personajes de Tepic, que se habían puesto a sus órdenes; pero Rosales, Galván, Nava, Topete y demás capitanes que estaban a su lado le hicieron presente que era necesario conservarla, dándole como razón toral que si la autoridad era la que había de perseguirlos y juzgarlos por sus hechos anteriores, ejerciendo ellos la autoridad no habría en lo sucesivo quién pudiera perseguirlos en todo el Cantón.
—¡Es verdad! —exclamó Lozada convencido—; pero entonces necesitamos establecer un Cuartel General y traemos algunos plumarios para que contesten las cartas y hagan el demás trabajo que se necesite, porque lo que es en Tepic yo no he de encerrarme.
Naturalmente suspicaz y desconfiado como todos los indios, creía que estableciéndose en Tepic, cualquier día se vería atacado por fuerzas regulares que le obligarían a huir, lo cual sería de mal efecto y además quién sabe si a alguno se le antojara darle un veneno o meterle un puñal… En fin, que no podía vivir tranquilo y feliz sino en sus madrigueras.
Entonces se acordó establecer el Cuartel General en el pueblecillo de San Luis, de cuyos suburbios era él originario, lugar un poco estratégico, siendo como el principio de la Sierra y desde donde podía dominarse la llanura. Allí había organizado sus principales expediciones y sin ser sentido lo mismo había caído a los caminos y haciendas de Ahuacatlan, que a los de Santiago y Compostela, extendiéndose sus correrías hasta más allá de Navarrete, cuando se había tratado de algún contrabando importante.
Además, Lozada tenía ya caudales cuyo monto no conocía, que enterraba hoy aquí y más allá otras veces con muchos trabajos y precauciones, que necesitaba ya poner en un lugar seguro, lo mismo que las armas y municiones sobrantes. Se resolvió, pues, que su estancia sería San Luis, que más tarde se llamó San Luis de Lozada, escogiendo un gran terreno en el cual bajo su dirección se levantó una casa de adobe con dos pisos para ocupar él el superior y dejar el de abajo para las oficinas y habitaciones de sus gentes de confianza, cuya casa quedó terminada en pocas semanas, una vez que contaba con el trabajo gratuito de sus soldados.
Hasta entonces esos soldados no habían tenido paga, como no la tuvieron tampoco en lo sucesivo, manteniéndose a sus expensas de un modo frugalísimo. Cuando fueron sólo ladrones, sin tomar parte en la política, cada cual era dueño de lo que se cogía, a no ser una alhaja valiosa, un caballo bueno o algún objeto que llamara la atención, en cuyo caso se los recogía Lozada; ahora que ya eran soldados se les daba rancho compuesto de las reses y de los granos que se quitaban a las haciendas, a las cuales se les impuso la obligación de contribuir proporcionalmente al sostenimiento de las tropas. Cada soldado tenía, sin embargo, la orden de llevar siempre consigo un saco de totopo o maíz molido para el caso en que tuviera que hacerse una marcha imprevista.
Lozada luego que se afirmó en la necesidad que existía de cargar y ejercer aquella comandancia con que se le había brindado, tuvo la precaución de mandar emisarios a todos los pueblos de la Sierra para que dijeran de viva voz a sus habitantes que estaban obligados, bajo pena de muerte, a presentarse en el Cuartel General al primer llamamiento que se les hiciera, llevando sus armas los que las tuvieran y cada uno su bastimento para la campaña. De esta manera se proponía levantar un ejército a la hora que se ofreciera: hasta después fue dando a cada pueblo su organización militar.
Una vez hechos los aprestos aconsejados por su instinto natural para dar brillo a su comandancia y cuando observó que ya tenía un buen número de papeles que se le dirigían de todas partes, sin encontrar que hacer con ellos, mandó que le remitieran de Tepic los empleados correspondientes para manejar las oficinas del Cuartel General, llegándole a consecuencia del pedido al día siguiente un secretario, dos escribientes y un curandero.
El secretario era don Miguel de Oseguera, persona de unos treinta años, de mediana instrucción, pero muy sagaz y muy conocedor de todos los recursos del Cantón, así como de sus habitantes, por la práctica que había tenido en las oficinas.
—A mí me envían como su secretario —dijo a Lozada.
Lozada se quedó viéndolo por debajo del sombrero de palma que tenía encasquetado, con su desconfianza de costumbre, y le preguntó:
—¿Y qué tiene que hacer conmigo el dichoso secretario?
—Tiene que acordar con usted los negocios que se ofrezcan, guardando sobre todos ellos el secreto indispensable. Señor don Manuel —agregó luego con despejo—, confíe en mí como en su padre mismo y no le pesará.
Inútil es decir que poco tiempo le bastó a Oseguera para hacerse de las confianzas de Lozada, dando un impulso tal a todos los ramos y principalmente a la organización hacendaría y militar del Cantón, que quedó encantado el caudillo con tanta sabiduría.
¿Qué más? Oceguera fue el primero que consiguió que Lozada se pusiera chaqueta y pantalones, que se enseñara a escribir algunas letras del alfabeto, que se acostara en cama y que comiera con tenedor.