Capítulo IV

Una mujer varonil

PRÁXEDIS Núñez comprendió con ojo perspicaz que no era de las autoridades de Tepic, que ya no tenían predominio alguno en el interior de la sierra del Nayarit, de quienes tenía que cuidarse principalmente, sino de Manuel Lozada, que según los vuelos que iba tomando, protegido como estaba por una casa poderosa, lo cual no era ya para nadie un misterio, por ella predestinado o extender su poder, él era ya el amo, y por eso había acudido a rendirle pleito homenaje. Habiéndole tendido aquel la mano, sin gozar por eso de privilegio para que no lo asesinara cuando le conviniera, al menos podía servirse de él como un aliado y tal vez las circunstancias se encargarían de llegar a ponerles en el caso de auxiliarse mutuamente. Así es que llegó muy satisfecho al lugar en que lo esperaba Domingo Navarro con su gente que se componía de cuarenta hombres, todos de a pie pero armados con buenos fusiles.

—Vamos a Atonalisco por unos días solamente —le dijo a su segundo que era muy joven y a quien distinguía porque era hermano de su novia Dolores Navarro.

—¿Arreglaste alguna cosa? —le preguntó su presunto cuñado.

—Estuve con Lozada y me ofreció su protección, pero a condición de que no escandalicemos mucho para no llamar la atención de las fuerzas del gobierno.

—¿Y él?

—Lozada está protegido por gente rica y ya no se ocupa mucho de los negocios pequeños.

—Nada menos que hace ocho días una partida suya asaltó a unos arrieros que pasaron por San Lionel quitándoles cuanto llevaban.

—De todas maneras, es necesario darle gusto, ya que nada nos cuesta irnos a descansar unos días en Atonalisco.

—Pues vamos adonde dispongas —le contestó Navarro con tono zumbón.

Y como no tenían nada que arreglar para moverse, se pusieron desde luego en marcha para el pueblecillo, adonde llegaron al día siguiente.

Dolores Navarro era una indita primorosa: sus facciones eran todas correctas, que no obstante su color moreno, resaltaba por encima de él su gran belleza. Tenía ojos muy grandes, muy negros y muy expresivos; boca pequeña y graciosa con labios finos y encendidos, que al abrirse enseñaban una dentadura soberbia; el óvalo de su cara era insinuante y atractivo y a todo se agregaba una abundante cabellera que le bañaba las espaldas, viéndose fresca, rozagante, limpia, como si a todas horas acabara de salir del baño. Vestía generalmente unas enaguas encamadas y una camisa siempre muy blanca, rodeándole el seno con sus negros bordados, los cuales aparecían medio cubiertos con su rebozo de algodón.

No obstante vivir rodeada de bandidos, todos la habían respetado hasta entonces, y la costumbre por su parte había hecho que no les tuviera repugnancia, considerando como cosa muy natural que casi todos los del pueblo fueran ladrones. Así fue que cuando Práxedis llegó a la humilde casita en que vivía Dolores con su madre y otro hermano pequeño, ella salió a recibirle, tendiéndole los brazos y agasajándole como si llegara de una campaña gloriosa.

—¡Qué sorpresa nos das, hombre! No te esperábamos.

—Ya sabes que no me puedo pasar muchos días sin verte —le contestó el bandido, cogiéndole brutalmente las mejillas y besándoselas.

—¿Has tenido muchos peligros, no te ha pasado nada desagradable?

—Ya te contaré, ya te contaré, ahora vamos entrando para saludar a tu madre.

—¡Qué gusto va a recibir, porque te quiere mucho!

Y cogidos de la mano entraron a la cocinita con techo de zacate, que estaba en el rincón del corral, en donde la vieja, que no lo era mucho todavía, preparaba un sencillo almuerzo.

—Aquí está Práxedis —le gritó la muchacha.

—Que entre, que entre, aunque sea aquí, porque tengo ganas de verlo.

Práxedis entró teniendo que agacharse, porque apenas cabía por la puertecilla, y después de haber abrazado a la madre de Lola, se sentó casi en cuclillas sobre una gruesa batea que puso boca abajo. La muchacha se sentó en el suelo poniéndole un codo sobre las piernas, y sin dejar de verlo.

—¿No te parece, madre, que viene más fornido y más buen mozo?

—Buen mozo siempre lo ha sido, pero en efecto, me parece más grande y más gordo.

Práxedis se sonrió y les dijo:

—No he de haber cambiado mucho en dos meses que hace que no nos vemos.

—¿Y has hecho dinero? —le preguntó la madre al tiempo que echaba los frijoles en la cazuela.

—Apenas el necesario para mantener a mi gente. Lo que tengo ya, es una gran cantidad de animales que no podré vender sino cuando venga alguna tropa a Tepic, y eso por segundas manos, porque tengo allí muchos enemigos.

—Y a propósito de enemigos, ¿no sabes que Galván ha jurado tu muerte?

—Como yo he jurado la suya: estamos pagados.

—Y figúrate —agregó la muchacha—, dizque ya supo que somos novios y dizque ha ofrecido venir a robarme.

Práxedis cambió de color, instintivamente llevó la mano a la pistola, y dijo con tono colérico:

—En eso he pensado muchas veces… es lo que siempre me tiene inquieto… ¡Oh!, si ese tal se atreviera a hacerme una jugada…

—¿Pero crees que nosotras nos dejaríamos?

—¿Y qué pueden ustedes solas contra la fuerza…? Yo creo que deben irse muy pronto de aquí.

—Después hablaremos de eso, ahora sosiégate y toma un taco con nosotras.

Práxedis comió, pero estuvo sombrío. Salió después a ver a su gente y a decir que le ensillaran su caballo y lo llevaran al oscurecer a la casita de las Navarro.

Tenía presentimientos, pero además de los presentimientos, al llegar al pueblo le habían dicho que Galván se había dejado ver el día anterior a cosa de cinco leguas con una fuerza considerable.

Apenas hacía media hora que le habían traído el caballo y lo había atado él mismo en una tranca del corral, cuando percibió con el oído fino del bandolero, un rumor lejano. En esos momentos estaba con Dolores sentado en el batiente de la puerta de la casita, le tenía cogida una mano y se la soltó levantándose como movido por un resorte.

—¿Qué tienes? —le preguntó ella tranquila.

—¿No has oído, Lola?

—¿Qué?

—Pisadas de muchos caballos.

—Aprensiones tuyas; han de ser las vacas que vuelven al corral.

Apenas acababa de decir esto Dolores, cuando se oyeron muy cerca tiros de mosquete.

—¡Es Galván! —gritó Práxedis, corriendo adonde estaba su caballo.

Cuando salió a la puerta, Navarro ya estaba allí con diez hombres, a los cuales efectivamente había hecho retroceder el mayor número de la fuerza que traía Galván.

—Ustedes sálganse por el corral brincando la cerca —dijo Práxedis apresuradamente a las mujeres—, nos veremos dentro de un rato por el arroyo, pero caminen hasta lo más lejos que puedan ir. Nosotros los entretendremos aquí un tiempo.

Y luego con la sangre fría que tuvo siempre a la hora del peligro, dijo a los suyos:

—Un tiro solamente y luego a hacemos de la esquina. Síganme.

En efecto, cada uno de los suyos disparó su arma contra el grupo que se les echaba encima y se ampararon luego de un paredón desde donde siguieron haciendo fuego, aun impidiendo que los de Galván llegaran a la casita de las Navarro.

Después de varios esfuerzos inútiles en que la gavilla de Galván tuvo que sufrir mucho, pues recibió el fuego a quemarropa, éste suspendió el fuego mientras hacía que parte de su fuerza rodeara el terreno para coger a Práxedis por la retaguardia. Entonces éste abandonó el campo protegido por la oscuridad.

Cuando Galván perdió la pista a sus enemigos, volvió a la casita y dijo a cuatro de los suyos:

—Sáquenme de allí a Dolores.

A poco volvieron diciéndole:

—No hay nadie: se la han llevado.

Pronunció Galván una atroz insolencia y luego agregó:

—Se me escapó de entre las manos a mí, pero no se escapará de la trampa que le pongan los tepiqueños.

Y mandó como un pequeño desahogo dado a su cólera que se fusilaran tres prisioneros que había hecho de los de Práxedis durante las escaramuzas.

Éste, al día siguiente, escoltó a su novia y a la madre de ésta hasta ponerlas en el camino de Tepic. Vaciando en el rebozo de la última una víbora de cuero llena de onzas de oro que llevaba, le dijo:

—Ustedes sólo estarán bien en Tepic por ahora: no tengan cuidado, que yo les mandaré dinero para que no les falte nada.

Hubo las resistencias de costumbre, cedieron las mujeres, se despidieron, y en seguida Práxedis se hizo a un lado del camino solamente para pasar allí la noche, porque estaba rendido de fatiga.

Muy de madrugada, al incorporarse en su lecho con sobresalto, porque había creído percibir en sueños algún rumor de gente, cuando abrió los ojos, lo primero que vio fue un grupo como de sesenta soldados que tenían las armas embrazadas. El oficial se adelantó y le dijo poniéndole en el pecho la espada:

—¿Es usted Práxedis Núñez?

—¿A qué he de negarlo? Yo soy.

—Y aunque lo negara, la denuncia que tengo en este papel me da el santo y seña.

Galván era el que lo había denunciado como lo comprendió Práxedis mordiéndose los puños de rabia.

Se le montó en un mal caballo, bien atados los brazos a la espalda, y se le llevó en medio de la escolta hasta la cárcel de Tepic, sin que pudiera hacer la menor tentativa para escaparse.

Pasaba esto el año de 1859.

Los habitantes de Tepic se estremecieron de gozo, considerando que el ejemplar tan necesario que iba a hacerse, contribuiría a que terminara el bandidaje que los tenía tan azorados. Todos pedían a una voz la muerte de Práxedis Núñez. Unos exigían que se le matara desde luego sin formación de causa y otros que se le juzgara brevemente en un consejo militar. Ejercía la autoridad un hombre escrupuloso y mandó que se le instruyera causa en toda forma.

Entonces llovieron al juez del proceso las pruebas testimoniales, siendo acusado Núñez de treinta asesinatos y de más de cincuenta robos en despoblado así como de otros tantos asaltos a mano armada de fincas, lo mismo que de los correspondientes incendios.

Casi todo lo que habían hecho Lozada y Galván le fue atribuido a Práxedis Núñez; se le condenó a muerte y se le puso en capilla con aplauso de toda la población que suspiraba por un ejemplar para escarmiento de los demás bandidos.

La única que velaba era Dolores y era la única que sin derramar una lágrima rondaba día y noche por cerca de la cárcel.

—Oye, Lucifer —dijo a uno de los soldados con quien había hecho amistad, llamándolo aparte—, ¿es cierto que Práxedis está encapillado?

—Mañana lo fusilan —contestó Lucifer.

—Toma este dinero —le dijo prontamente Dolores— para que les compres cuanto vino quieran a todos los de la guardia, pero tú no bebas ni una gota; toma para ti estas dos onzas de oro.

—¿Son buenas?

—Sí, son buenas. ¿A qué horas entras de centinela?

—A las doce.

—A esa hora estará allí cerca mi hermano con caballos, de los cuales uno es tuyo para que también te vengas con nosotros.

—¿Y a Práxedis quién le habla?

—Tú mismo le dices que se salga por el postigo: no tengas miedo de que te oigan, pues si les das mucho vino todos estarán a esas horas dormidos.

Lucifer vaciló.

—Te ofrezco otras dos onzas si sacas con bien a Práxedis.

—Trato hecho —dijo Lucifer resueltamente—, lo sacaré.

A las once y tres cuartos Dolores se acercó de puntillas al cuerpo de guardia: todos dormían: sólo un soldado se acercó a ella y le hizo una señal poniéndose un dedo en los labios. A las doce se relevaron los centinelas. Media hora después salían dos hombres descalzos y de puntillas por entre los soldados. Uno de ellos dio un beso a Lola. Era Práxedis Núñez librado por ella de la muerte.