La primera campaña
SI Lozada se había hecho de gran nombradía en Sinaloa y Jalisco como bandido célebre en los años anteriores, los excesos espantosos que se verificaron en la hacienda de Puga al grito de ¡viva la religión! tuvieron resonancia en toda la República al grado de que hasta un periódico conservador de la época, se expresó así de su correligionario:
«En cuatro años, más de mil habitantes de los cien mil a que asciende la población del Cantón de Tepic han sido asesinados; más de dos mil familias saqueadas, la mayor parte de las haciendas y ranchos de ganado robados diariamente; en fin, no han tenido seguridad algunas las propiedades todas del Cantón, y casi no hay rancho, ni hacienda, ni pueblo que no haya sufrido, pues las mismas ricas haciendas que entraron en transacciones con los bandidos, tuvieron acaso más que sufrir por su alianza, por los subsidios de maíz y bestias que les facilitaban. De las poblaciones importantes del Cantón, Santiago y San Blas, han caído en poder de los ladrones; San Blas por dos veces; Santa María del Oro ha sido asaltado una vez, abandonado otra. Compostela y Jala han sido asaltados, y las otras poblaciones, inclusive la ciudad de Tepic han vivido en constante alarma. De las fincas rústicas, sólo las de Puga y Mojarras y la fábrica de Bellavista se han armado para resistir a los bandidos, y de ellas Puga ha caído en su poder una vez y Mojarras tres veces. Los ladrones han recorrido en todas direcciones el extenso Cantón, y sólo en la fábrica de Bellavista y en otras siete poblaciones no han podido entrar, extendiendo fuera de él sus depredaciones hasta los Cantones de Colotlan, Ahualulco y Autlan, y hasta los Estados de Zacatecas y Sinaloa. Sin remontamos más que hasta el año 1855, son tristes testimonios de estos asertos el completo saqueo del mineral de Hostotipaquillo, en el Cantón de Ahualulco, y el robo y el horrible asesinato del respetable español don Francisco del Hoyo y de sus hijos en la hacienda de San Antonio, del Estado de Zacatecas. Esa sangre inocente, infamemente derramada por Lozada y sus bandidos, es una gota en comparación con los torrentes de sangre con que han inundado el Cantón de Tepic».
El general Anastasio Parrodi que gobernaba en Guadalajara, por haberse ido ya a México el general don Santos Degollado, en virtud de las altas influencias puestas en juego, no obstante ser hombre calmoso, se puso colérico luego que recibió la noticia de las atrocidades hechas por la gente de Lozada, llamó al general Juan N. Rocha, y le dijo:
—¿Conoce usted la Sierra del Nayarit?
—Muy poco, excelentísimo señor.
—Pues busque usted alguno que la conozca para que lo acompañe, porque deseo que vaya usted con su cuerpo y con algo de artillería y caballería a aniquilar al bandido Lozada y a su gavilla.
—¿Cuándo debo partir, mi general?
—Hoy mismo. La comisaría pondrá a su disposición los recursos necesarios y usted eligirá las fuerzas de artillería y caballería que han de completar su brigada.
El cuerpo de infantería que mandaba Rocha tenía seiscientas plazas, más que suficientes para dar buena cuenta de un grupo de bandidos que a lo sumo podía contar unos trescientos hombres, así es que sólo agregó a ellos tres piezas de montaña y un escuadrón de ciento veinte dragones de la mejor caballería que había en la plaza. Con esa fuerza salió aquella tarde misma a quedarse en Zapopan, y después siguió haciendo jomadas cortas sin ser molestado por nadie, hasta entrar en Tepic el 6 de octubre.
Una vez sobre el terreno vio Rocha que la operación no era tan sencilla como se lo había figurado, puesto que, para perseguir a Lozada, tenía que meterse a la sierra, y una vez allí, no encontraría más que peñas desnudas en que alojar a sus tropas y desiertas barrancas y mesetas pedregosas y estériles, en que si acaso, apenas hallaría un mezquino pasto para la caballada, pero ni un grano de maíz, ni una gallina para sus soldados, además de que todo aquello era de por sí miserable en toda clase de elementos, lo poco que había estaba ya destruido por los bandoleros, y si acaso quedaba algo de sembrados y de animales, era tan lejos que, ni después de andar doce días, se podía encontrar ni un charco de agua, ni un cereal en medio de aquellas salvajes montañas.
Los informes, los estudios del terreno sobre los planos, todo lo persuadió de que necesitaba para emprender aquella campaña llevar hasta el agua que habían de beber los soldados y los caballos.
Lo escribió así el general Rocha al general Parrodi, y hubo necesidad de que fueran modificadas todas las instrucciones que antes habían dictado, por lo cual, el jefe de la expedición obrando muy activamente, apenas pudo emprender sus operaciones después de doce días que empleó en preparativos, tiempo más que suficiente para que Lozada tuviera informes detallados del ataque que se proyectaba, y consejos muy oportunos respecto de lo que había de hacer para salir airoso de aquellas escaramuzas.
Hasta entonces la gavilla había caminado con la más grande fortuna: no había sufrido más que la resistencia pasiva de las haciendas que estaban fortificadas; que unas veces las hacía caer el jefe en su poder por medio de la astucia, y otras veces las abandonaba cuando tropezaba con la menor dificultad. Sucede que los bandidos, por valerosos que sean, por más que cuenten con hombre y armas, y tengan toda clase de superioridades sobre los atacados, cuando éstos se defienden con resolución, siempre huyen despavoridos. Sucede también que los ladrones llevando como llevan la íntima convicción de que cometen un delito por el cual merecen la pena de muerte, se asustan de cualquier ataque, o de cualquier resistencia, desmoralizándose fácilmente. Así fue como en los años anteriores Lozada sólo atacó poblaciones inermes, y siempre por sorpresa y con toda ventaja. En los contrabandos fue más afortunado, porque nunca hubo fuerzas de consideración que lo persiguieran, y los pobres guardas de la Aduana más bien se ocultaban de él antes que tratar de impedir sus fechorías.
Por lo mismo, a la primera noticia que se le dio de que habían llegado fuerzas considerables de Guadalajara con el propósito de atacarlo en sus madrigueras, vio juntársele el cielo con la tierra. Aquél fue el primer susto serio que tuvo en su vida.
A la sazón, no tenía ninguna organización militar, no era su tropa más que una gran banda con un solo capitán, e incidentalmente solía dar comisiones a los indios que consideraba más avisados entre los que lo rodeaban para que fueran con treinta o cincuenta a dar tal o cual golpe, pero concluido aquello quedaban los jefes de ocasión, iguales a los demás.
De manera que lo primero que se le ocurrió o le aconsejaron en Tepic, fue darse una organización militar, para cuyo efecto nombró su segundo a Pascual Topete. A un tal Nava, que había dado grandes muestras de arrojo y de astucia, lo nombró jefe de la caballería con unos quince caballos, que no había quien supiera montarlos. La infantería fue compuesta de veinte pelotones de a veinticinco hombres bien armados y municionados. Cada soldado cargaba además de su fusil, dos sacos, uno repleto de parque y otro de bastimentos, que se componían de gordas, chiles y pinole.
Dictadas estas disposiciones, se retiró a los lugares más escarpados, después de pasadas las colinas más suaves de la entrada de la sierra, colocando a sus hombres en grupos, detrás de las peñas, dominando los únicos senderos que por allí eran poco practicables; aquello no necesitaba fortificarse, ni se le ocurrió hacerlo, porque todo estaba naturalmente forticado. Por de pronto no discurrió aprovecharse de las mismas ventajas del terreno, dando orden a sus pelotones de que tiraran sobre el enemigo luego que apareciera, retirándose a las montañas más escarpadas que siempre tenían a la espalda, en el caso de que la tropa siguiera avanzando. Temía, sobre todo, que los cañones de Rocha dispararan, porque era seguro que al primer cañonazo sus hombres se desbandarían como palomas. Así, su plan era huir, siempre huir, sin disputar para nada el terreno.
Si Lozada tenía un terror invencible a las tropas organizadas y principalmente a la artillería, Rocha temblaba al pensar en las fragosidades del terreno en donde sus tropas iban a ser fusiladas por enemigos invisibles y al pensar también en las privaciones que iban a tener y en los trabajos que iban a pasar en sitios en que, según le habían dicho, no había ni yerbas. Llevaba, según creía, suficientes víveres, pero ¿qué habría de carbón, de agua, de abrigo y de tantas otras cosas indispensables? Le pasó lo que ha sido tan frecuente en nuestras guerras: se da orden a un subalterno de que vaya a ocupar un punto habiendo en el intermedio un gran río, y lo primero que se olvida es llevar el puente o los materiales para hacerlo y hasta en el momento de ver el obstáculo se viene en conocimiento de que no hay manera de ponerse al otro lado del gran río.
Todo lo que habían dicho a Rocha no era nada en comparación de la realidad: al encontrarse en el terreno montañoso se vio como en frente del infinito, en un desierto sin límites: ni una gente a quién preguntar, ni una choza que demostrara que había por allí sitios habitados, ni un árbol, ni un animal, ni un hilo de agua cualquiera, ni menos un lugar fortificado, como deseaba, sobre el cual pudiera emprender sus operaciones militares. Siguió adelante con infinitas precauciones para no caer en una emboscada y hasta que ya había andado dos días y dos noches por aquel inextricable laberinto, pudo observar hasta con placer que había sido tiroteado su campamento.
—¡Vaya! —dijo—, mañana tendremos combate. —Y nombró las tres columnas que habían de dar el asalto a la posición que suponía tenía ocupada el enemigo.
A la mañana siguiente no se vio más que cerros y más cerros que se elevaban unos a mayor altura que otros a medida que se avanzaba, presentándose siempre más escarpados y más imponentes los que se aparecían delante después de haber logrado trepar a los primeros. No obstante el silencio que siguió reinando, sus columnas marcharon en zig-zag paralelos y hasta cuando iban llegando a la cumbre recibieron algunos tiros de fusil viendo en seguida correr a unos diez indios que abandonaron la posición ocultándose con las peñas.
Rocha se daba a todos los diablos, pero le parecía ridículo retroceder sin haber empeñado ningún combate, sin llevarse aunque fuera un par de prisioneros que acreditaran siquiera que había visto al enemigo.
Al día siguiente una circunstancia casual le proporcionó esta oportunidad que tanto deseaba. Un oficial subalterno que iba a la vanguardia, que era joven, arrojado y aventurero, divisó por la noche una lucecilla en el fondo de la barranca próxima. Se puso al frente de los 25 hombres que formaban la avanzada y bajo su sola inspiración se dirigió cautelosamente en dirección de la luz, perdiendo dos hombres que se le despeñaron en tal peligroso descenso. Cualquiera otro se hubiera desanimado con este accidente lo mismo que con las dificultades que se le presentaban en un terreno tan accidentado, pero él siguió adelante creyendo que si daba un golpe de mano se le perdonaría su imprudencia.
Tenía cuatro horas de aquella penosa marcha cuando empezó a percibir voces de unos diez o doce individuos que estaban alrededor de la lumbre asando carne. Entonces dictó sus medidas en voz muy queda para que se siguiese la marcha con el mayor silencio, previniendo que no se dispararan las armas sino en el caso de que se les hiciera viva resistencia. El sólo les gritaría: «¡Ríndanse!», al mismo tiempo que todos estuvieran sobre ellos apuntándoles.
Se hizo como lo había dispuesto: el terreno era ya plano, la oscuridad era profunda y pudo formar un semicírculo con su tropa que se acercó poco a poco sin ser sentida adonde estaban los indios.
Por todos no eran más que quince hombres con algunos que estaban acostados.
Cuando Esparza, era el nombre del oficial, estuvo ya a unas cuantas varas en que fácilmente podía ser visto con los reflejos de la lumbre, empuñó la pistola amartillada y dijo dando un salto y poniéndola al pecho del que estaba más cerca:
—Ríndanse ustedes o los matamos.
Fue tal la sorpresa que recibieron, que ninguno trató de defenderse, las armas estaban tiradas, tenían que hacer un movimiento para levantarlas y ninguno quiso hacerlo por temor a ser fusilado. Solamente dos de los que estaban acostados y que por fortuna para ellos estaban un poco más lejos, pudieron huir agazapándose, casi sin ser notados, pues si algunos de los soldados los vieron no quisieron hacerles fuego.
Doce fueron los hombres que quedaron prisioneros y a todos se les ataron las manos a la espalda con las correas de los fusiles, dejándose atado solamente a uno de ellos de una mano y un pie llevando los extremos de las correas dos soldados, el cual debía servirles de guía para regresar, según les había ofrecido.
—¿Y en dónde está Lozada? —preguntó Esparza a este guía que era el único que había querido hablar.
—Ya debe ir lejos —contestó—, porque fue uno de los tres que corrieron.
Ya se comprende que Esparza se estiró los cabellos de cólera.
La vuelta fue ya fácil porque iban bien conducidos por el guía.
Esparza llegó a su campamento en la madrugada, dio cuenta de lo ocurrido y se lo desaprobó Rocha porque era muy apegado a la disciplina; pero no obstante, escribió luego pidiendo un ascenso para aquel astuto oficial.
Los once hombres que no hablaron fueron fusilados, y al guía se le puso en libertad para que fuera a decir a Lozada lo que había sucedido con sus compañeros.
En el mismo día regresó el indio manifestando de parte de Lozada que deseaba terminar aquella guerra y que se sometería al supremo gobierno siempre que se le otorgara un indulto en toda forma.
Dos dificultades se presentaron: Rocha no se consideraba con facultades para indultar, ni Lozada sabía escribir para firmar su sumisión y ambos tuvieron que conformarse con dejar aquel negocio confiado a la palabra.
Rocha regresó a Guadalajara en donde se le necesitaba con urgencia y Lozada continuó poco después haciendo sus mismas fechorías.