¡Viva la religión!
PASARON algunos años, la gavilla prosperó tanto, esto es, adquirió tal prestigio en el Nayarit, que ya todos los indios de la comarca querían pertenecer a ella, porque los que la habían formado primitivamente estaban ricos, según ellos mismos informaban, con pocos peligros y con fatigas verdaderamente insignificantes, viéndose por lo mismo Lozada en la necesidad o de negarles trabajo o de encomendarles que formaran otras pequeñas gavillas dependientes de la principal, que fueran a operar en remotas regiones. No sólo el mismo capitán, que se había propuesto no tener arriba de cincuenta hombres, así por no hacer mucho bulto como por la dificultad de mandarlos, se vio precisado a mantener cien y hasta doscientos sobre las armas para caer con ellos, en las largas temporadas en que no tenía que hacer, sobre las haciendas, fábricas y poblaciones en las cuales se hacían destrozos consiguientes, tales como los saqueos, los asesinatos y los estupros y violaciones. Principalmente cuando en algún punto se les resistía, cometían desmanes espantosos. Si la resistencia era débil, procuraban matar de preferencia a los que habían resistido; pero si era vigorosa, dando por resultado que los bandidos fueran rechazados, con seguridad volvían más tarde con mayores fuerzas y procuraban caer de sorpresa, a la media noche por ejemplo, cuando eran menos esperados, y todo era entregado al pillaje, a la muerte, al incendio y a la destrucción. Cuando ejercían estos actos de venganza, eran insaciables, y no perdonaban la vida a las mujeres ni a los niños, entregándose la gavilla desde el jefe abajo al desenfreno más salvaje. No habiendo quién les fuera a la mano, ni quién pretendiera dominar sus instintos brutales, y antes bien, viendo que el mismo capitán saciaba así sus apetitos camales como su sed de sangre con natural ferocidad, cada cual procuraba exceder en crueldad y lubricidad a los otros, alumbrando las llamas del incendio cuando ya todos estaban borrachos, las escenas más espantosas, más infernales, desenlanzándose a veces la orgía en combates sangrientos, en que ellos mismos, unos a otros se herían, disputándose entre sí las presas cuando ya no había a quien matar.
A la sombra de la gavilla de ladrones y contrabandistas que mandaba Lozada, y que era la que más llamaba la atención de las autoridades que se sucedían en Tepic con rapidez, según las frecuentes convulsiones políticas que el país experimentó entonces, se levantaron otras pequeñas, que obraban por su cuenta, procurando también engrandecerse con el pillaje, de tal modo que el comercio llegó a paralizarse, porque no había cargamentos que pasaran por los extensos contornos de la Sierra de Alica que no fueran robados, ni había comerciante que no fuera desvalijado, ni había negociación grande o pequeña que no sufriera asaltos o que no estuviera amenazada de sufrirlos, puesto que muy rara vez podían auxiliarse mutuamente o esperar protección de las fuerzas públicas de los partidos beligerantes, que también estaban viviendo sobre la propiedad, aunque en algunos casos dando recibos de lo que consumían para que fuera o no reconocida la deuda por la facción que quedara triunfante.
Ahora vamos a salir de esas generalidades para entrar en la relación de los hechos, y comenzaremos por decir que en el año de 1853 había en el pueblicillo de Atonalisco dos famosos ladrones de animales que se llamaban Ramón Núñez y Ramón Galván: el primero era ya hombre maduro, casi viejo, en tanto que el segundo apenas contaba unos veinticinco años, siendo ágil, robusto, audaz, malicioso y valiente. Habían robado juntos una partida de corderos, el segundo no estuvo satisfecho del reparto, reclamó al viejo que hacía de jefe y negándose éste a satisfacer las pretensiones de Galván, fue asesinado mientras se encontraba durmiendo. Ramón Núñez tenía un hijo de dieciocho años, llamado Práxedis, el cual fue a recoger el cadáver de su padre, y después de enterrarlo montó a caballo y pasando por la casa de Galván, quien estaba a la puerta departiendo muy tranquilo con varios amigos y compañeros le dijo al pasar:
—¿Con que tú mataste a mi padre?
—Sí, yo lo maté, porque no podía aguantarlo, ¿y qué?
—Ahora nada, porque me voy de aquí.
—Sí, es mejor que te vayas, porque si te quedaras también a ti…
Núñez entonces le hizo una señal con la mano y metió espuelas a su caballo, diciéndole al partir:
—Me voy, pero ¡tú me la pagarás!
Galván contestó con una carcajada.
Desde ese momento se puso en campaña uno de los peores bandidos que hubo en el Cantón de Tepic: el llamado Práxedis Núñez.
Con el afán de hacerse de elementos superiores a los que tenía Ramón Galván para encontrarse en posibilidad de combatirlo y acabarlo, reunió la gente más mala y más desalmada que pudo, dando con ella golpes audaces y terribles, en que procuraba dar pruebas de mayor salvajismo que Lozada, hasta el grado de que éste mismo llegó a alarmarse, mandándole decir que fuera más moderado en sus excursiones, si no quería ver que la actitud defensiva que tenían muchos pueblos de los alrededores se convirtiera en ofensiva, lo cual no podía menos de suceder si les llegaban los clamores de tantos asesinatos.
Entonces Práxedis Núñez concibió una idea llena de audacia para aquellos tiempos, que llevó a efecto, presentándose personalmente a Lozada. No pudo menos que quedar sorprendido al ver que había en el campamento del bandido más de treinta caballos muy buenos, y que casi todos los jefes tenían pistola al cinto, algunos espadas, y todos magníficos rifles ingleses.
En cuanto a vestidos, no había diferencia ninguna entre unos y otros: el mismo Lozada vestía con calzón blanco de manta, teniendo las faldas de la camisa de fuera. En lo único que se distinguía, según le informaron, era en el sombrero lleno de galones, y cuando montaba a caballo, en una silla llena de plata, y en una chaqueta de cuero toda bordada que solía ponerse como distintivo.
—¿Dónde está el comandante? —preguntó Práxedis al indio que le estaba proporcionando tales noticias.
—Allí —dijo señalándole una especie de tienda formada con un palo y una frazada roja.
—Yo soy Práxedis Núñez —dijo al presentársele.
Lozada se levantó y se puso en guardia porque sabía que estaba delante de él uno de los más feroces bandidos de la comarca.
—¿Qué buscas aquí? —le preguntó luego.
—Recibí un recado tuyo —contestó Núñez siguiendo el tuteo que no fue muy del gusto de Lozada.
—Sí; te mandé decir que no hagas tantas barbaridades, porque en cualquier día se vienen las tropas del gobierno y ayudadas por los pueblos nos acaban a todos.
—No es tanto lo que he hecho, sino que Ramón Galván no me puede ver y es el que ha de haber venido a decirte que estoy asolando los pueblos.
—Todos los días recibo quejas contra ti, y algunas espantosas, y todos los días me ruegan que caiga sobre ti y te acabe, ofreciéndome de varios pueblos que me mandarán en cambio de ese servicio, caballos, semillas, armas y hasta dinero.
—¿Es cierto eso que me dices?
—Sí, y aun te advierto que no es nada difícil que si no te andas con cuidado te entreguen a las autoridades de Tepic.
—Para evitar esas habladas me he venido con el ánimo hecho de servir contigo.
—Yo no te necesito aquí: ya tengo gente sobrada.
—Manuel, admíteme contigo y te serviré como ninguno.
—No puedo.
—Pues qué, ¿ya te entiendes con Ramón Galván?
—Tampoco a ése lo quiero aquí; yo no quiero jefes que vengan a mandarme, sino soldados que me obedezcan ciegamente.
—Yo te obedeceré ciegamente.
—No quiero, te repito que no quiero.
—Pero entonces, ¿no hemos de ser ni amigos?
—Amigos sí, y como amigo es como te he mandado decir que te alejes de mi terreno y que no metas tanto escándalo. Pasan de cien las gentes a quienes has robado en tres meses y pasan de cincuenta los muertos que has hecho con tu propia mano.
—No en tres meses, sino en siete.
—Pues bueno, en siete.
—Yo te ofrezco hacer en adelante cuanto me digas, pues quiero ser tu subordinado aunque no esté contigo. Te juro por los huesos de mi padre que está en el cielo y por ese Sol que nos alumbra, que siempre te obedeceré y vendré a servirte como el último de los tuyos cuando me necesites. Yo no descansaré hasta probarte algún día que sé ser muy mal enemigo pero muy buen amigo, y yo soy amigo tuyo hasta dar la vida por ti cuando se ofrezca.
—Está bien —le contestó Lozada, tendiéndole la mano.
Y como el mejor signo de amistad entre los indios es algo de munificencia, metió la mano al seno en donde le colgaba una bolsa de cuero, sacó de ella una onza y entregándola a Núñez, agregó:
—Toma esto para tu viaje.
Quedó desde luego firmada la alianza entre ambos personajes.
Entre tanto, Lozada permanecía inactivo en su campamento situado en lo que pudiéramos llamar la boca de la sierra, esperando con ansiedad algunas instrucciones de Tepic que ya le tenían anunciadas. Sabía muy vagamente que en Tepic se había pronunciado un don José María Espino, que después había entrado allí con tropas un jefe de los liberales llamado don Santos Degollado, que éste había expulsado del Cantón a don Eustaquio Barrón y a don Guillermo Forbes; pero en la estrechez de su inteligencia y de sus conocimientos, no podía explicarse lo que todo aquello significaba. Lo que más temía por el momento era que aquellas fuerzas que sabía que eran numerosas fueran a tener la mala inspiración de echársele encima una vez que se averiguara que él era encargado de custodiar los numerosos contrabandos que entraban a Tepic casi todas las semanas.
Habían pasado cinco días desde su conferencia con Práxedis, cuando recibió un papelito en que se le avisaba que por la tarde llegaría la persona que estaba aguardando. Desde luego dictó sus medidas para que tal persona fuera encontrada en el camino y acompañada a su presencia con toda clase de consideraciones. Era el mismo dependiente que había ajustado los tratados anteriores.
—¿Cómo vamos, don Manuel? —le dijo tendiéndole la mano al bandido—, ¿qué hay por aquí de nuevo?
—Por aquí nada, sino que hace más de quince días espero que me digan lo que he de hacer.
—A eso vengo, a decirle lo que tiene que hacer de orden de la casa.
—Pues ya sabe que no tiene más que mandarme.
—Es el caso que todo el país está conmovido, porque después del triunfo de los liberales contra Santa Anna, han dado una Constitución en que atacan la religión católica apostólica romana de nuestros mayores y se necesita defender a todo trance nuestra religión.
Lozada abrió los ojos, quiso comprender y dijo:
—Eso pasará por allá por México.
—Eso ha venido a Guadalajara, a Tepic y a todas partes. Después que estuvo por acá Degollado y cometió tropelías con los comerciantes extranjeros, será separado del gobierno de Jalisco y llamado a México a responder de su conducta, según está arreglado por influencias superiores y para ese tiempo que será muy en breve usted tendrá que dar el grito de ¡viva la religión!
—¡Ah!, ¿yo tengo que dar ese grito? No me cuesta nada, lo daré ahora mismo si usted quiere, tanto más cuanto que yo soy muy devoto de la virgen de Guadalupe.
—Usted va a tener que mezclarse en la política: va a tener que dar color político.
No fue muy fácil que entendiera esto Lozada, y entonces el dependiente tuvo que darle una explicación muy detallada de los partidos que se disputaban el poder, de los pretextos que alegaban para hacerse la guerra y de lo importante que era declararse por uno de ellos para no ser hostilizado por ambos y antes bien apoyarse en el que era más fuerte, más popular y más rico que era el de la religión, por el cual había declarado abiertamente sus simpatías la casa que le protegía y a cuyas órdenes estaba.
—¡Ah!, pues si la casa quiere que yo defienda la religión, yo la puedo defender desde mañana mismo.
Al dependiente se le olvidó darle instrucciones sobre la manera en que había de hacer su pronunciamiento, así como la fecha más oportuna, por lo cual Lozada que no había sido pronunciado nunca sino simple ladrón, ignorando las fórmulas, sólo dijo a los suyos que gritaran ¡viva la religión! en la primera función de armas que tuvieran y así fue como un mes después no teniendo a mano ningún enemigo, se resolvió dar un ataque con 200 hombres a la hacienda de Puga el día 20 de septiembre de 1857 que fue el día designado para el pronunciamiento.
Las gentes de la hacienda se hacían cruces oyendo aquellos desaforados gritos de ¡viva la religión!, y más cuando fueron acompañados del saqueo, de los asesinatos y de la borrachera, así es que los que sobrevivieron se preguntaban después: ¿qué religión es la que estos bandidos proclaman?
Lozada que empezaba a comprender su papel, escribió aquella misma noche a la casa que protegía:
«¡Ya estoy pronunciado por la religión!».