Capítulo I

Indios Garroteros

—¡ATENCIÓN, muchachos! —dijo el que hacía de jefe de la gavilla a los ocho hombres que le rodeaban, sentados sobre la yerba a la orilla del río de Santiago—. Allí viene ya Pascual y parece que trae algo para nosotros.

Todos miraron en la dirección que el que había hablado les indicaba, viendo efectivamente aparecer sobre la colina un grupo de seis hombres conduciendo en el centro de ellos a otro decentemente vestido, mientras que uno de los mismos bandoleros traía de la brida su caballo, del que lo habían hecho desmontarse, según la costumbre.

Cuando este último grupo llegó adonde estaba el primero, todos se levantaron, y el que hacía de jefe se adelantó a examinar al prisionero.

Después que lo hubo contemplado un poco, dijo con aire despreciativo:

—Lo que es éste no nos ha de traer gran cosa.

—No traigo nada, en efecto —contestó el preso—, pues sólo venía con el fin de hablar al jefe de estos hombres, como lo he manifestado a los que me salieron en el camino.

—Sí —dijo Pascual—, luego que nos vio, se dirigió a nosotros, y dijo: «Vengo a hacer un trato con el jefe de ustedes, ¿dónde puedo encontrarlo?». Nosotros le dijimos que aquí, pues que al cabo si trae intenciones, podemos matarlo.

—¿Y dinero? ¿Y alhajas? —preguntó el jefecillo.

—No traje nada, ignorando en qué manos caería, y viniendo expresamente a hablar con el jefe de la partida para proponerle un negocio.

El indito, jefe de los ladrones, se quedó mirando otra vez fijamente a su interlocutor, y luego le dijo:

—¿Un negocio? Dígamelo pues.

—Desearía que nadie pudiera oírnos.

El capitán, que era muy desconfiado, hizo que se le registrara escrupulosamente por si tenía oculta alguna arma, empuñó por su parte una daga y le dijo:

—Véngase para acá.

Al mismo tiempo, dirigiéndose a Pascual, agregó:

—Que estén listos los muchachos.

Y entonces se fue a una peña que distaba como veinte pasos en donde se sentó, haciendo que el otro estuviera de pie a cuatro pasos de distancia.

—Aquí, en donde estamos, nadie puede oír lo que usted me diga.

—Pues bien, señor… ¿cuál es el nombre de usted?

—¿Para qué quiere saberlo? —le preguntó con la misma desconfianza.

—Para nada, para hablarle por su nombre; pero no me lo diga, si no le conviene.

—Me llamo Manuel Lozada.

—Está bien, señor don Manuel, yo vengo enviado por una rica casa de Tepic para proponerle que se ponga a su disposición en los asuntos de los contrabandos.

»Eso le dejará a usted y a los suyos más provecho que desvalijar arrieros y caminantes que no cargan por lo general más que lo muy preciso.

Lozada no comprendió o fingió no comprender, y preguntó:

—¿Qué contrabandos son ésos?

—Son unos cargamentos de mercancías que unas veces entran por los puertos permitidos, de acuerdo con los empleados, y otras veces por cualquier punto de la costa, y los cuales tienen que ser defendidos de los celadores o de cualquiera otra fuerza pública que pretenda capturarlos.

—¿Y qué es lo que se gana?

—Se puede ganar en cada cargamento de ésos, según su importancia y según el trabajo que cueste defenderlos; dos, tres, cinco, diez y hasta veinte mil pesos.

Los ojillos del bandido brillaron de codicia, y exclamó:

—¡Tanto así!

—En un año bueno y caminando con fortuna pueden ganar ustedes de cincuenta a cien mil pesos.

—¡Virgen purísima!, ¡cuánto dinero…! ¿Y ustedes que ganan?

—Cuando ustedes lleguen a recibir cien mil pesos, la casa se habrá embolsado más de un millón.

—Bueno, pero esos guardas de San Blas tienen pistolas y carabinas, y son muchos…

—No son tantos los celadores y tienen que dividir su atención en una gran zona, de tal modo que nunca pueden salir todos reunidos, y además, a las armas de ellos se pueden oponer otras mejores.

—¿Cuántos hombres tiene usted?

—Tengo veinte, pero a la hora que quiera tendré otros tantos.

—No se necesitan más que treinta o cuarenta bien armados.

—Nosotros no tenemos más que tres mosquetes, cinco pistolas, de las cuales tres están descompuestas, y algunos puñales y palos.

—Se les mandarán cuarenta pistolas y cuarenta rifles ingleses.

Lozada se restregó las manos y preguntó palpitante:

—¿De veras?

—Hoy es lunes: el jueves estarán aquí las armas si nos convenimos.

—Por convenidos.

—¿Sabe usted firmar?

—No.

—No importa, ¿tiene usted palabra de honor?

—Soy cumplido, y la prueba de que sé cumplir lo que ofrezco, la daré a usted, diciéndole de corrido como estoy aquí. Vivía con mi madre en un jacal, teníamos dos vacas, dos becerros y nuestras gallinas, cuando un vecino llamado Simón aprovechando una noche en que habíamos ido a una boda, nos robó las vacas, los becerros, las gallinas y el poco dinerito que teníamos en una olla. Cuando regresamos y pude averiguar quién había sido el ladrón, dije a mi madre: «¡Éste me la pagará!». Durante dos años no volvió a aparecer Simón y nosotros vivimos con mucha miseria; pero al fin, creyendo que se nos había olvidado aquello, volvió; ya era yo hombre, me armé de un cuchillo, lo estuve espiando, y al fin me lo encontré en un sendero en que lo cosí a puñaladas, creo que le di cincuenta. Simón tenía parientes y uno de ellos autoridad; comenzaron a figurarse que yo era el que lo había matado. Me armaron una trampa de la que me escapé, luego quisieron mandarme en cuerda a Tepic, pero no pudieron porque primero me les escondí, y luego me les fugué después de que me habían cogido matando a otro pariente de Simón, lo cual me hizo buscar algunos amigos que quisieran acompañarme a robar en el camino para mantener a mi madre y también para ya no pasar más hambres, una vez que nos habían quitado nuestras tierritas y todo cuanto teníamos. Ésa es mi historia.

—Breve y expresiva por cierto. Pues bien, una vez que usted tiene palabra, señor don Manuel…

Lozada se pavoneó por las dos cosas; porque se le concedía que tuviera palabra y porque se le llamara señor don Manuel, de modo que nada deseaba más en aquellos momentos sino que se le pusiera a prueba para ir más allá de lo que se le pidiera.

—Una vez que usted tiene palabra —repitió el empleado de la casa rica—, el jueves se encontrará aquí, en este mismo sitio, para recibir las armas, tal vez yo mismo vendré con ellas y con las primeras instrucciones.

—Pero ¿sobre qué cosa tengo que dar la palabra?

—Sobre todo esto:

»Primero, que siempre estará usted dispuesto a obedecer ciegamente las órdenes que le mande la casa.

»Segundo, que en caso de que sea necesario defender con las armas los intereses que van a confiársele, lo haga con toda decisión y arrojo, procurando que nunca, por descuido, obtenga el triunfo el enemigo.

»Tercero, que siempre respetará y hará que se respete el contenido de las cargas, y que en caso de que por cualquier evento tenga que separarlas del camino y ocultarlas, en ningún caso hablará de extravíos sino que empeñará su palabra de devolverlas intactas.

»Cuarto y último, que en caso de que usted o alguno de los suyos sea aprehendido, jamás pronuncien el nombre de la casa, ni confiesen, aunque los amenacen con fusilarlos, que tienen ninguna clase de relación con ella».

—Arreglado, y si es preciso hacer un juramento…

—Me basta con su palabra, señor don Manuel. ¿Está usted conforme?

—Conforme. Ahora me toca a mí.

—Es justo: usted también ha de querer una garantía de que se cumpla por nuestra parte los compromisos.

—¿De qué modo me asegura usted que vienen las armas el jueves, y que no viene en su lugar una fuerza encargada de cogemos a todos, una vez que yo sé que ya se está tratando de eso?

—Ustedes pueden vigilar el camino desde aquellos picachos, con sólo poner allí un vigía, pero para que usted esté más cierto de nuestra formalidad, voy a darle una prueba. ¿Me dice usted que no sabe leer?

—No.

—Pero ¿hay aquí alguno que sepa?

—Pascual —gritó Lozada—, ven acá.

Vino Pascual, y el dependiente de la casa rica sacó de entre unos papeles de la bolsa, que los bandidos habían visto con desprecio, uno de cierta forma particular con figuras impresas y con números escritos.

—¿Sabe usted lo que es esto? —le preguntó a Pascual.

—No, señor.

—Pues esto se llama un vale al portador de dos mil pesos, pagadero al contado y sin reclamo en onzas de oro o en pesos fuertes, como lo prefiera el interesado. ¿Comprende usted ahora?

Pascual recogió el papelito, lo miró contra la luz, lo volteó al revés y al derecho, y devolviéndolo, dijo al fin:

—Sí, tengo idea de que estos papeles son contraseñas que se dan en las tiendas para el dinero.

—Con este vale —continuó diciendo el dependiente—, puede presentarse cualquier enviado a la casa y recibirá el dinero sin que se le haga la menor observación. Aquí lo tiene usted, amigo don Manuel. Esto es en cuenta de las futuras utilidades.

Lozada tomó el papelito, y aunque tenía ojos pequeños y poco expresivos, se le abrieron de tal suerte, que parecían querer salírsele de las órbitas. Quiso decir muchas gracias, pero apenas pudo decir suspirando con fuerza:

—Todo está ya bien.

No había qué ofrecer a aquel generoso emisario más que un poco de mezcal y tortas frías rellenas de picadillo, y eso se lo brindó de buena gana. Dio un sorbo, cogió una gorda, montó a caballo y se despidió de todos aquellos caballeros, que se quedaron con la boca abierta, sin comprender bien a bien lo que pasaba.

La lucha que siguió después en el interior de Lozada, fue de las más terribles. ¿Cómo haría para cobrar aquellos dos mil pesos? Si él mismo se resolvía a ir, ¿no sería fácil que lo conociera alguno y que lo aprehendieran? ¿Quién le daba seguridad de que el papelito llamado vale al portador no fuera una celada que le pusieran las mismas gentes del gobierno? ¿No hubiera sido mejor haber detenido a aquel individuo en rehenes mientras se cobraba el dinero? ¿En caso de no ir él mismo, de quién se valdría entre todos aquellos pillos, que no le hiciera una jugada, alzándose con el santo y la limosna? Pascual era el que más muestras de adhesión le había dado, el que le servía mejor, el más inteligente; pero precisamente por eso, ¿no sería capaz de apoderarse del dinero, de las armas y de todo el negocio proclamándose jefe de la gavilla? ¿Dejaría perder aquellos dos mil pesos que eran los primeros que le caían, los primeros que iba a ver juntos, los que le iban a servir de pie veterano para su futura grandeza, porque tenía ambiciones grandes y se soñaba jefe hasta de unos doscientos bandoleros?

—¡Yo mismo voy! —dijo al fin, vencido por la codicia, y escogió a dos de los más infelices, de los más adictos, para que lo acompañaran—. Éstos no hablarán, ni pensarán en matarme para cogerse el dinero —había dicho también.

Y fue y se presentó en el almacén, entregó el cheque al cajero que ya tenía instrucciones, quien ni siquiera alzó la cabeza para mirarlo, sino que le contó su dinero parte en oro y parte en plata, según quiso el interesado. Y Lozada volvió a su campamento en un mal caballejo y seguido de sus dos hombres de a pie, sin que nadie le molestara.

Cuando el jueves siguiente recibió las armas, que le fueron llevadas con toda puntualidad al punto convenido, no pudo menos de exclamar:

—Vaya, se conoce que estoy tratando con gente honrada.

A la vez el dinero le había servido para enviar a buscar caballos, monturas y provisiones.

Seguramente que el dinero también tiene un olor muy pronunciado, porque desde muy lejos vinieron los indios más robustos y más famosos a alistarse bajo sus banderas, y ya a los pocos días empezó a sonar el nombre del bandido hasta Guadalajara y Mazatlán, en donde decían a los pasajeros:

—¡Mucho cuidado con la gavilla de Manuel Lozada!