Epílogo

LA aprehensión de Lozada se verificó el 14 de julio al anochecer; se le ataron fuertemente los brazos y pie a tierra se le sacó del barranco. Al día siguiente se mandó el parte por extraordinario violento al Cuartel General de Tepic que destacó tropas en número más que considerable, de tal suerte, que el prisionero llegó a la ciudad el 18 por la tarde escoltado ya por cerca de dos mil hombres.

Jamás se había desplegado con un preso tanto lujo de precauciones, ni jamás se había visto a un general del partido conservador más humillado, entrando a una población de importancia, pie a tierra y atado con los brazos a la espalda como el último de los facinerosos.

Fue encerrado en la cárcel, y por la noche, después de practicadas las diligencias de identificación, únicas del caso, conforme a la ley de plagiarios puesta en vigor el 3 de mayo, y después de haberse pronunciado la sentencia de muerte por el Cuartel General, fue a visitarlo el general Ceballos en la prisión.

—¿Me conoce usted señor Lozada? —le preguntó el general.

—No —contestó con voz seca el prisionero.

—Yo soy el general José Ceballos, el que ha hecho la última campaña de la Sierra, el que le ha vencido a usted, después de 16 años de luchas en que usted casi siempre quedaba triunfante.

Lozada levantó la cabeza y fijó con el único ojo bueno que tenía una mirada penetrante en Ceballos, preguntándole:

—¿Es cierto que me van a fusilar?

—Mañana a las ocho, según le habrán notificado.

—Señor general Ceballos: podíamos hacer un trato.

—¿Cuál?

—Si usted me deja ir esta noche yo lo hago el general más rico, no sólo de la República, sino de todo el mundo.

—¿De qué manera?

—Dándole un deposito de cuatro millones de pesos que yo sólo sé dónde se encuentra.

Ceballos creyó que estaba delirando, y le volvió la espalda. Había conseguido lo único que deseaba: conocer personalmente al célebre bandido y ver por sus propios ojos si había perdido la moral.

Lozada, después que se fue Ceballos pidió ver a don Juan San Román que seguía ostentando el nombre de jefe político.

—Señor don Juan —le dijo luego, echándose en sus brazos y llorando—. Usted seguramente evitará que me maten mañana como a un perro. Pues, ¿cómo siendo yo general de División no me han de formar causa? Sobre todo, yo quiero hablar y echar por la cabeza a muchas personas. Si yo he cometido crímenes no he sido solo, ni por mi gusto, sino que muchas veces se me mandó que hiciera esos horrores. ¡Señor don Juan, por amor de Dios!

—Amigo don Manuel —contestó el viejo San Román—, yo lo siento mucho pero no puedo hacer nada.

—Usted puede sacarme de aquí, si quiere, y yo le daré muchísimo dinero.

—Por grande que fuera mi voluntad y mi poder, no podría hacer nada y menos estando vigilado por Nava y Rosales que tienen el mayor empeño en que usted desaparezca.

—¡Bandidos!, ¡cobardes!, que nunca se atrevieron a levantar la vista ni la voz delante de mí, cuando era yo su jefe. Eso es lo que más me duele, que me vaya yo y se queden ellos, cuando ellos, y principalmente Núñez, son los que han cometido los delitos más horrorosos.

Luego exasperándose más, agregó retorciéndose los brazos:

—¿Y de qué se me acusa a mí? Yo he defendido la religión, he defendido un principio político, he fusilado a los enemigos de mi causa, como los han fusilado Juárez y Lerdo de Tejada, como los fusilaron Márquez y Miramón. Cuando fui contrabandista, señor don Juan, usted lo sabe bien, fueron otros los culpables… yo no fui más que un instrumento. Después fui político como los demás, y si me fusilan a mí, tienen que fusilarlos a todos.

San Román se arrancó de allí con mucho trabajo, ofreciendo a Lozada que haría lo que fuera posible en su favor.

El sacerdote con quien se confesó más tarde el prisionero, salió de allí con los cabellos erizados y tuvo que acudir otro por la madrugada a darle los últimos auxilios.

No durmió el infeliz condenado ni un segundo: no pudo tampoco pasar alimentos tanto porque los sentía como hilachas, como porque tenía las quijadas rígidas. A veces se desesperaba mucho y lanzaba rugidos como un lobo feroz.

Por la mañana se tendieron las tropas desde Tepic hasta la loma de la Cruz, en donde por fin El Tigre de Alica fue ejecutado a la vista de los que habían sido sus comandantes, mejor dicho, los cómplices de sus enormes crímenes quienes no dejaron de estremercerse paseándoseles por la imaginación más de algún funesto presentimiento sobre su porvenir. ¿Acaso podían considerarse ellos menos culpables que su jefe?

La población entera de Tepic, contra lo que sucede en tales casos, en que la compasión es la que priva en nuestra raza, sintió un estremecimiento de alegría al verse libre de aquel monstruo, que desde hacía veinte años pesaba sobre ella como un instrumento de tortura. Casi no había familia que no hubiera sufrido una injusticia, un atropello, un robo, uno o varios asesinatos entre los suyos, mandados ejecutar o ejecutados por Lozada y sus comandantes, ¿qué de extraño tenía entonces que todos respiraran ya, como libres de un peso enorme que se les hubiera quitado de encima?

La ejecución fue brutal, el reo no tuvo defensa, su causa se compuso de veinte renglones; pero sus ejecutores creyeron que aún eso era hacerle mucho honor, tratándose de una fiera.

Entonces sucedió algo muy diferente de lo que se esperaba. Al difundirse por la Sierra la noticia del fusilamiento de Lozada, lejos de que se difundiera también el terror, se levantaron una infinidad de gavillas mandadas por jefecillos sin importancia. No pretendían éstos vengar la sangre de su caudillo, sino sustituirlo en el poder. Habían visto que era un hombre cualquiera, que se había levantado de la nada hasta ser general, hasta llegar a disponer de riquezas, a ser una potencia con quien entraban en tratos los gobiernos y a mandar a muchos miles de hombres, y cada uno de aquéllos se consideró capaz de ser su heredero.

Y entre todos ellos Práxedis Núñez fue el que infundió más serios temores al gobierno, sospechándosele inteligencias con los pueblos de indios que realmente mantuvo, quitándosele entonces el mando de fuerza y retirándolo a vivir a Guadalajara.

A pesar de estar bien vigilado allí, pudo estar sosteniendo con armas y dinero unas gavillas mandadas por los bandidos Vallejano y Lerma y tener en constante movimiento a su cuñado Domingo Navarro, que seguía sirviéndole como si ninguna sombra hubiera venido a interponerse entre sus afectos.

Cuando Núñez había preparado bien el terreno para proclamarse señor de la Sierra de Alica, ocupando el lugar de Lozada, en el que habría sido tal vez más funesto, porque era más capaz, más atrevido y más sanguinario, sufrió un descuido ocasionado por una borrachera, que hizo llamar la atención sobre él y ser sorprendido todavía sin conocerse a ciencia cierta los motivos, que inmediatamente le llovieron al juez de la causa.

Se le sujetó a la ley, vigente aún, que suspendía las garantías individuales, ley que nunca ha dejado de observarse entre nosotros en todas circunstancias, expresa o tácitamente, y como se le sujetó a formalidades que no se habían tenido con Lozada, pudo interponer dos amparos sucesivos, que cabían, pero que le fueron negados, viniendo entonces a convencerse de que su fin había llegado si no recurría a medios extremos, como el de la fuga, que tan bien le había salido en otra ocasión. Pero en esta vez ya no tenía a su lado a la valerosa Dolores, y antes bien todos los que habían sido sus amigos, le volvieron la espalda.

—¡Qué diablos! —exclamó en su prisión de Tepic, en donde aguardaba que de un momento a otro le notificaran su sentencia de muerte—, si no vienen ni mi mujer, ni mis amigos a darme ayuda, me escaparé como pueda.

Y en las dos veces que intentó fugarse, fue sorprendido, teniendo entonces que redoblarse la vigilancia y que excitarse al juez para que terminara cuanto antes la causa.

Se le puso después de esas dos fugas frustradas en el local que ocupaba el 14 Batallón, muy bien recomendado al coronel, lo mismo que a los oficiales.

El día 9 de enero de 1875 a las dos de la mañana pidió licencia para salir de su cuarto por encontrarse enfermo y al hallarse en el patio del cuartel con el oficial, sacó una pistola que llevaba oculta y le disparó a éste a quemarropa, causándole una herida en el vientre. El oficial no se desconcertó y llamó a la guardia en el mismo momento en que aparecieron doce hombres montados en la puerta del cuartel haciendo fuego. Práxedis corrió hacia ellos, pero antes de llegar fue atravesado por cinco tiros que le tendieron en tierra, huyendo luego los hombres que venían en su auxilio.

Así acabó aquel hombre perverso, tanto más perverso que el mismo Lozada, cuya muerte fue aplaudida también por los habitantes de Tepic que la esperaban con ansia temerosos de que pudiera irse a la Sierra y de que continuara allí siendo el azote de los pueblos.

Quedaban sin embargo muchos bandidos más o menos temibles al frente de gavillas menos numerosas que las que tuvieron a sus órdenes Núñez y Lozada, y éstas continuaban impidiendo que el Cantón erigido ya en Territorio pudiera rehacerse de tantos perjuicios como había resentido en veinte años de bárbaras depredaciones. Se desconfiaba también de Nava y Rosales por más que aparentaran seguir siendo leales al gobierno.

Las campañas continuaron haciéndose pues en la Sierra de Nayarit pero sin resultados definitivos, es decir, sin que se consiguiera la completa pacificación del Territorio, que era lo que necesitaba y a lo que habían aspirado siempre los gobiernos que habían dominado en la República.

Ese resultado final lo vino a conseguir el coronel Caloca, último jefe a quien fue encomendada aquella campaña, de la manera más sencilla.

Estaba en el corazón de la Sierra, había logrado dar algunos golpes a partidas sueltas, cuando los mismos jefes de las gavillas, por unánime consentimiento propusieron la sumisión.

El coronel Caloca fingió admitir aquella proposición con entusiasmo y les mandó decir que para celebrar la paz quería que todos comieran juntos en su alojamiento, invitándoles a un banquete. Concurrieron sin temor alguno porque Caloca se había mostrado benigno y hasta complaciente con ellos, sin que faltara uno de los cuarenta cabecillas y hasta un hijo y otros parientes de Lozada. Cuando se habían gustado cuatro platillos y se apuraban las copas de champagne, que habían estado ya abriéndose desde un principio, a la vez del estallido de los tapones se oyó el de una descarga que tendió en tierra a todos los bandidos. Así de una vez se cortó por lo sano. La hecatombe fue mostruosa, pero ésta vino a sellar la paz en Tepic, siendo a la vez la última sangre que se derramó en aquellos peñascos en que habían desaparecido en veinte años más de veinte mil hombres.

Volvamos a don Plácido Vega.

Después del fracaso de Guaynamota llegó con muchos trabajos a la frontera del norte y se estableció en Texas comprando un rancho y un tren de carros con que se puso a trabajar.

Cuando pasó por Brownsville el general Porfirio Díaz, después de la derrota de Icamole, le prestó algunos servicios para congraciarse con él, por si triunfaba la revolución.

La revolución de Tuxtepec triunfó y aquél se presentó en México a reclamar el premio a sus servicios.

Estaba en el Hotel Iturbide, cuando se le apareció una mujer llamada Josefa, la viuda del lozadeño Margarito, ayudante de Lozada.

—Señor —le dijo—, yo también estoy en el secreto del tesoro de don Manuel y vengo a que nos pongamos de acuerdo para sacarlo.

—¡Ah!, ya me acuerdo, tu eres Josefa: tu marido, en efecto, nos acompañó en aquella terrible noche.

—Y bien…

Don Plácido se dirigió a su baúl, lo abrió y sacó de allí un plano con diversas explicaciones manuscritas, el cual enseñó desde lejos a Josefa diciéndole:

—Aquí está el secreto, pero ésta es la herencia de mi hijo Rodolfo.

Josefa insistió en que tuvieran un acomodo y don Plácido la citó para otra conferencia que no se verificó porque nunca pudo conseguir ya que la recibiera.

Sin embargo, Josefa no lo perdió de vista.

Supo que no había arreglado nada con el gobierno y que se volvía a Sinaloa sin duda con ánimo de ir a la sierra en primera oportunidad.

Entonces ella se fue siguiéndolo a Acapulco sin que él lo advirtiera y una vez fingiéndose criada en la fonda donde él comía derramó en su vino una buena cantidad de opio.

Cuando él estaba privado por el opio, que fue lo que le produjo la muerte en el mismo puerto de Acapulco, ella se introdujo en su cuarto y extrajo de la maleta el papel que contenía la relación del tesoro de Lozada.

Era éste un plano muy bien hecho de la población de Guaynamota, de las lomas y del sitio adonde había acompañado a Lozada a ocultar el tesoro.

Ese documuento fue puesto en manos del general José Ceballos cuando era gobernador del Distrito.

Una comisión fue a reconocer el lugar e hizo allí y en otros puntos que se le designaron algunas excavaciones, sin fruto ninguno, pues ya hemos dicho que Lozada tuvo tiempo de cambiar las cajas con el oro y los papeles a otro sitio que tal vez no se descubrirá nunca.

Don Plácido Vega fue el último de aquellos abencerrajes.

Una palabra para concluir: la Sierra del Nayarit, no obstante que abriga en su seno tantas riquezas, es ahora uno de los puntos más miserables de la República. El general Leopoldo Romano manda en el territorio hace cerca de veinte años, como jefe político, con notable tacto: hoy cualquier persona puede atravesar aquellas grandes serranías de Alica, sin ser molestado por los indios, y antes bien obteniendo de ellos un saludo respetuoso.

Los curas y los clérigos de Tepic son los dueños de las mujeres, entre las cuales hay indias hermosas, y ejercen sobre ellas el antiguo derecho de pernada.