La noche anterior a mi boda no hice más que llorar, y la tía quiso que estuviera dos horas con paños en la cara, para que no se notara tanto. Después me lavó el pelo con huevo y me untó las manos con una crema porque las tenía rojas y agrietadas. Era una crema que utilizaba siempre la condesa. Pero cada vez que alguien me hablaba lloraba, y daba pena, con el pelo recién lavado que se me escurría por todos lados, los ojos hinchados de llorar y la boca temblorosa.

Por la mañana llegaron mi padre y mi madre en un carro, y poco después llegaron los dos pequeños a pie, con la esperanza de comer algo. Pero estaban tan sucios que la tía no dejó que fueran a la iglesia. A Giovanni no lo habían encontrado porque se había marchado ya a la ciudad, y Azalea estaba en la costa con sus hijos, convalecientes de una enfermedad. Me había escrito una carta donde me daba a entender que estaba allí con su amante y no tenía ganas de moverse. Más tarde vinieron Giulio y su padre. A Giulio no se le reconocía con el abrigo largo que llevaba, los guantes que tenía en la mano y los zapatos brillantes. La tía pidió prestadas sillas, porque a las suyas se les caía la paja.

En la iglesia yo no entendí una sola palabra de lo que decía el cura. Me moría de miedo de ponerme mal de repente porque el corazón me latía con fuerza y por el olor a incienso. La iglesia la habían pintado hacía poco y estaba tan desnuda y vacía que ni siquiera parecía una iglesia. Mi madre se había traído el calentador y la tía no dejaba de mirar la puerta, pensando en la comida que tenía en el fuego. Santa lloraba por la pena de no ser ella quien se casaba, y también yo lloraba y no conseguía parar. Lloré durante todo el tiempo que duró la comida que había preparado la tía. Pero los demás fingieron no verme y se pusieron a hablar entre ellos de cosas que no me concernían.

Cuando mi padre iba a marcharse, la tía me empujó delante de él y me dijo que le pidiera perdón por los disgustos que le había dado. Me besó embarazado y volvió la cabeza. Había cambiado mucho en esos meses y tenía una expresión permanentemente ofendida y triste. Ahora llevaba gafas y ya no parecía la misma persona que me había pegado por Giulio. Parecía que toda energía para pegar, gritar y enfadarse le hubiera abandonado. Me lanzaba miradas de soslayo sin decirme nada. Parecía que se avergonzaba de mí.

Después de comer volvieron a irse todos y sólo se quedó Giulio. Subimos juntos al dormitorio y me dijo que tenía que quedarme con la tía hasta que naciera el niño. Alguna vez vendría a verme, pero no con demasiada frecuencia. Porque estaba agotado de estudiar y también yo debía estar tranquila, y pensar que no era ninguna broma dar a luz a un niño. Me dijo que me tumbara a descansar de las emociones por las que había pasado en la iglesia, y me dejó y bajó a la cocina con Santa que secaba los vasos.

Después vino a verme un domingo. Estaba otra vez vestido de caza con las botas negras y la chaqueta desabrochada en el pecho, como antes cuando lo veía en el pueblo. Le pregunté si había encontrado ya casa.

—Qué casa —me dijo—, no hay ninguna casa que encontrar, porque viviremos con mis padres y mi madre ya tiene preparada la habitación.

—Ah, ¿sí? —le dije y me tembló la voz de la rabia—. Pues con tu madre yo no quiero vivir. Prefiero morir antes que ver cada día a tu madre.

—No te permito hablar así —me dijo. Y dijo también que pronto tendría un estudio en la ciudad, pero yo tenía que vivir en el pueblo con sus padres porque la vida era demasiado cara y nosotros no teníamos medios para vivir solos.

—Hubiera sido mejor entonces no casarse —le dije.

—Claro que hubiera sido mejor —dijo—, pero me he casado contigo porque me dabas pena. Ya has olvidado que querías tirarte al río.

Le miré de frente a la cara y me marché. Crucé el huerto deprisa sin responderle nada a la tía que me preguntaba adónde demonios iba. Me puse a caminar por las viñas como aquel día con el Nini y paseé durante un buen rato con las manos en los bolsillos, con el viento soplándome en la cara. Cuando volví Giulio se había marchado.

—Víbora —me dijo la tía—, tú sí que sabes hacerte respetar. Pasaba y os he oído reñir. Pero para reñir es un poco pronto. Bonito se lo vas a poner si sigues así.

Giulio volvió unos días después con unos cortes de tela, porque quería que me hiciese vestidos, y me dijo que volvería a pensar en ese asunto de la ciudad.

—Me pongo en contra de mis padres con tal de contentarte —dijo—, pero no merecerías nada, porque eres demasiado mala.

La tía vino a mirar las telas y sacó una revista de moda, y dijo que en cuanto diese a luz se pondría a trabajar. Giulio le dijo entonces que esas telas las quería llevar a una modista de la ciudad. La tía se puso roja y se ofendió, y nos dijo que saliéramos de la habitación y fuéramos a la cocina porque tenía que ordenar un armario. —Y a fin de cuentas ésta es mi casa—, nos dijo.

Giulio me dijo que tenía que estar elegante si quería vivir en la ciudad. Pero dijo que no me permitiría vestirme como se vestía Azalea. Porque Azalea llevaba algunas cosas extravagantes, y cuando pasaba por la calle se volvía todo el mundo a mirarla. Él no quería que pasase lo mismo conmigo. Pero elegante me quería elegante, porque a una mujer que no se cuida no apetece llevarla al lado. Santa le dijo para fastidiarle que las telas las había elegido mal porque no eran los colores de moda.

—Saben mucho de moda los que están siempre entre cebollas —dijo Giulio.

—La moda es vestirse como los demás, sin esas botas de ogro, que me entran ganas de reír cuando las veo a un kilómetro de distancia —respondió Santa.

Se enfadaron los dos y Giulio siguió hablándome como si estuviera solo conmigo. Me dijo que viviendo en la ciudad había que recibir de vez en cuando, y yo tenía que aprender a recibir y muchas otras cosas, porque algunas veces parecía que hubiera caído de la luna. Lo miré para ver si pensaba en el Lune al decir eso. Sin embargo él no pensaba en aquello ni por asomo y parecía que no se acordaba de que me había llevado al Lune, adonde iban también las putas, parecía que ya no se acordaba del tiempo en que no estábamos casados, y sus pocas ganas de casarse conmigo y el dinero que yo debía aceptar a cambio de desaparecer en cualquier otra parte, con el hijo que tenía de él. Ahora me hablaba a menudo de nuestro niño, de la cara que se imaginaba que tendría y de un tipo nuevo de cochecito desmontable que había visto y había que comprar.