Así que un día, cuando estuve curada, me preparé para ir a la ciudad, cogí el dinero que me había dejado mi madre y un paquete de dulces que había hecho la tía y que quería que llevase a Giulio, pero los dulces cuando estuve en el tren correo los regalé a una mujer. Durante todo el tiempo que estuve en el correo no hice otra cosa que pensar en la ciudad, que no veía desde hacía tiempo, y me gustaba también mirar por las ventanillas y mirar a la gente que subía y oír de qué hablaban. Era mucho mejor que estar en la cocina, porque los pensamientos tristes desaparecían teniendo delante tanta gente, que no me conocía ni sabía todas mis historias. Me alegró ver la ciudad, con los pórticos y la avenida, y miré si por casualidad estaba el Nini, pero a esa hora debía de estar en la fábrica. Me compré unas medias y un perfume llamado «Notturno», hasta que me quedé sin dinero. Y luego fui a donde Giulio. La patrona de la casa, una mujer con bigote, que andaba arrastrando una pierna, me dijo que estaba durmiendo y no se atrevía a llamarlo, pero si esperaba un poco se levantaría. Me llevó al salón y abrió las contraventanas, y se sentó conmigo y empezó a hablarme de la pierna que se le había hinchado después de caerse de una escalera, me contó las curas que hacía y el dinero que tenía que gastar. Cuando salió para abrir al lechero me quité deprisa las medias y me puse las nuevas que había comprado, y las otras que estaban rotas las enrollé y las metí en el bolso. Y de nuevo me senté a esperar hasta que vino la patrona a llamarme, y encontré a Giulio en su habitación tan somnoliento que no me reconocía. Después se puso a dar vueltas sin zapatos y a buscar la corbata y la chaqueta, y yo hojeaba los libros que tenía encima de la mesa, pero él me dijo que parara y que no tocara nada.

—Quién sabe para qué has venido —me dijo—, tengo cosas que hacer y me molesta mucho perder el tiempo. Y además qué dirán aquí en la casa, sin duda tendré que explicar quién eres.

—Dirás que nos vamos a casar —le dije—, ¿o ya no quieres que nos casemos?

—Tienes miedo de que me escape —me dijo con rabia—, quédate tranquila que ahora ya no me escapo.

—Mira —dije con una voz serena y baja, que no me pareció la mía—. Mira, sé que ya no te importo. Y tampoco a mí me importas tú. Pero casarnos nos tenemos que casar, porque si no me voy a tirar al río.

—Oh —dijo—, lo has leído en alguna novela.

Pero se había asustado un poco y me dijo que no repitiera esas tonterías, y gritó a la patrona que hiciese café. Después de tomar el café retiró las tacitas y cerró la puerta con llave, y me dijo que en vez de hablar había mejores formas de pasar el tiempo.

Cuando vi por las ventanas que estaba oscuro, dije que ya se me había ido el correo, y él entonces miró el reloj y me dijo que me diera prisa en vestirme, que quizá todavía podía cogerlo.

—Si no dónde te meto esta noche —me dijo—, tenerte aquí ni lo pienso, la coja correría a contarlo por toda la ciudad.

En la parada del correo se enfadó conmigo porque no encontraba el billete, y luego porque con las prisas se me cayó el bolso y se salieron las medias que me había quitado en el salón, y me dijo:

—Desde luego tú no cambias. Nunca aprenderás cómo se vive.