Santa estaba enfadada conmigo porque le había dicho que no me gustaba su novio. Estuvo sin hablarme durante varios días, hasta que tuve que llamarla y pedirle perdón una vez que necesitaba que me ayudase a lavarme el pelo. Puso a calentar el agua y me la vino a traer, y me besó y se emocionó, y me dijo que cuando yo me marchara no sabría acostumbrarse a estar sin mí. Y quiso que le prometiera que le escribiría alguna vez.
Hacía un poco de sol y me senté en el huerto para que se me secara el pelo, con una toalla sobre los hombros. De repente vi abrirse la puerta y entró el Nini.
—Qué tal —dijo. Seguía igual que siempre con el impermeable y el sombrero torcido, y la bufanda echada alrededor del cuello, pero tenía un aire distraído y antipático y yo no encontraba nada que decirle. Y además me disgustaba demasiado que viese cómo me había puesto. Me dijo que saliéramos del huerto y paseáramos fuera porque no le apetecía tener que hablar con la tía. Me quité la toalla y lo seguí afuera, y caminamos un trecho por las viñas desnudas, sobre la nieve dura y helada.
—Qué tal —le dije.
—Mal —me respondió—. ¿En febrero te casas?
—Sí, en febrero.
—¿Giulio viene a menudo aquí?
—No. No ha venido nunca.
—¿Y a ti te molesta que no venga?
Yo no respondía y se paró delante de mí, mirándome fijamente a los ojos.
—Lo cierto es que no te molesta. No te importa nada tampoco él. Eso debería alegrarme. Y en cambio me hace todavía más daño. Pensándolo es una historia realmente estúpida. No valdría la pena atormentarse más.
Se volvió a parar esperando que dijese algo.
—¿Sabes que ahora estoy solo?
—Sí, lo sé.
—Me encuentro bien solo. Paso días enteros sin dirigir la palabra a nadie. Salgo de la fábrica y voy deprisa a mi habitación, donde tengo mis libros y nadie que venga a fastidiar.
—¿Tienes una buena habitación? —le pregunté.
—Qué va.
Resbalé y me sujetó por el brazo.
—A lo mejor te interesa saber si todavía estoy enamorado de ti. Pues no, creo que ya no estoy enamorado.
—Me alegro —dije. Pero no era verdad, al contrario, me sentía tan triste que me costaba trabajo no llorar.
—Cuando fui a verte la última vez, que me habían dicho que estabas enferma, quería preguntarte si te querías casar conmigo. No sé cómo se me había ocurrido esa idea absurda. Sin duda hubieras respondido que no, te hubieras reído o te hubieras enfadado, pero yo no habría sufrido tanto. Lo que me ha hecho sufrir ha sido saber que tendrás un niño, que tú con esta cara, con este pelo, con esta voz, tendrás un niño y tal vez lo querrás, tal vez te irás haciendo poco a poco distinta, y yo ¿qué seré para ti? Mi vida no cambiará y yo seguiré yendo a la fábrica, bañándome en el río en verano, leyendo mis libros. Antes estaba siempre contento, me gustaba mirar a las mujeres, me gustaba dar vueltas por la ciudad y comprar libros, y tenía también muchas cosas en la cabeza y me parecía que era inteligente. Me hubiera gustado que tuviéramos un niño juntos. Pero ni siquiera te dije nunca que te quería. Tenía miedo de ti. Qué historia tan estúpida ha sido. Es inútil llorar —dijo viéndome lágrimas en los ojos—. No llores. Me da rabia verte llorar. Sé que te da igual. Ahora lloras, pero en realidad ¿qué más te da?
—Tampoco a ti te importo yo ahora —le dije.
—No —me respondió. Empezaba a oscurecer. Me acompañó hasta la puerta.
—Adiós —me dijo—, ¿por qué me has mandado decir que viniera aquí?
—Porque quería verte.
—¿Querías ver cómo me había venido abajo? Me he hundido del todo —me dijo— no hago más que beber.
—Pero siempre has bebido.
—No como ahora. Adiós. No te he dicho la verdad. Te he dicho que no te quería. No es verdad, todavía te quiero.
—¿Aunque ahora esté tan fea? —le pregunté.
—Sí —dijo, y se rió—. Aunque te has puesto fea de verdad. Adiós. Me voy.
—Adiós —le dije.
Encontré a Santa llorando en la cocina, porque Vincenzo le había dicho al marcharse que su familia no les dejaba que se casaran. Querían una chica con dinero. Él había prometido casarse con ella de todas formas, pero la tía decía que sin duda no se decidiría. La tía me preguntó dónde había estado. Le dije que había salido a pasear con el Nini.
—Ah, el Nini. Ya podía venir a saludarme. He visto morir a su madre.
Santa no quiso cenar.
—Eres bien tonta —le dijo la tía—, ¿a qué vienen estas prisas por casarse? Aquí en casa tienes todo lo necesario. Cuando una mujer se casa empiezan los problemas. Están los hijos que gritan, está el marido al que hay que atender, están los suegros que hacen la vida difícil. Si te hubieras quedado con Vincenzo te habría tocado ir al campo a primera hora de la mañana, y arar y segar, porque ésos son labradores. Ibas a ver qué gusto. Una muchacha no conoce la vida. ¿Qué hay mejor para ti que estarte en casa con tu madre?
—Sí, ¿pero luego? —respondió Santa sollozando.
—¿Luego?, ¿luego, quieres decir cuando esté muerta? ¿Tanta prisa tienes por verme morir? Aguantaré noventa años para fastidiarte —gritó la tía, sacudiéndole el rosario en la cabeza.
—Lo de tu prima es diferente —continuó un poco después, mientras Santa se secaba los ojos. A ella le ha ocurrido una desgracia. ¿No me habrás gastado una broma pesada también tú?
—No no, lo juro.
—Eso espero. En mi casa estas cosas no se han visto nunca. Pero a veces el mal ejemplo cunde, como sucede con la fruta podrida. A Delia, si hubiera sido mi hija, esta noche le habría dado dos bofetadas. No se va de paseo con un muchacho en el estado en que estás —me dijo—, como hoy con el Nini. No importa si habéis crecido juntos. No puede saberlo todo el mundo.
No le respondí y me puse a consolar a Santa, y le dije:
—No te desesperes que una vez casada te busco un marido también a ti.
—Venga, venga —me dijo la tía—, tampoco tu puedes cantar victoria. Me han dicho que tu novio no tiene ninguna intención de casarse contigo y anda siempre con una chica. Me lo han dicho varios, y lo creo. Además cómo es que nunca viene a verte, han venido todos, hasta ese loco del Nini, y él precisamente por qué no ha venido.
—Es que tiene que estudiar —le dije.
—No sé. Yo repito lo que he oído. Se le ve con una chica, eso me han dicho. Tú, paloma, estás aquí esperando a que venga a casarse contigo, y lo que es él no se acuerda siquiera de quién eres.
—No es verdad —le dije.
—Por qué no vas a preguntárselo a él si es verdad. Plántale cara y dile que se tiene que casar contigo ahora que te ha arruinado la vida, si no armas un escándalo. A los hombres hay que meterles miedo. Verás qué bien cuando tengas un hijo en brazos y debas ganarte la vida. Porque tu padre en casa ya no te mete, te lo aseguro yo.
Se marchó y me quedé sola con Santa. Santa me dijo:
—Qué desgraciadas somos las dos —y quería tenerme abrazada y que llorásemos juntas, pero a mí no me apetecía tenerla cerca. Subí corriendo a la habitación y me encerré con llave. No lloraba y miraba en silencio la oscuridad, y pensaba que él tenía razón en no querer casarse conmigo. Porque ahora me había puesto fea y lo había dicho hasta el Nini, y además yo no le quería, él no me importaba nada. «Para mi sería mejor morir —pensaba—, he sido demasiado estúpida y desgraciada. Ahora ya no sé que querría». Pero quizá lo único que quería era volver a ser la de antes, ponerme mi vestido celeste y salir corriendo cada día a la ciudad, y buscar al Nini y ver si estaba enamorado de mí, e ir también con Giulio al pinar pero sin tener que casarnos. Sin embargo todo eso había terminado y ya no podía volver a ser. Y cuando mi vida era así no paraba de pensar que me aburría y de esperar algo diferente, y deseaba que Giulio se casase conmigo para marcharme de casa. Ahora ya no quería casarme con él y recordaba cómo muchas veces me había aburrido mientras me hablaba, y cómo muchas veces me había hecho rabiar. «Pero es inútil —pensaba—, es inútil y nos tenemos que casar, y si él no me quiere mi vida estará arruinada para siempre».
Al día siguiente vino mi madre y me encontró con fiebre, por el resfriado que había cogido paseando con el Nini hasta tarde, le dijo la tía. El dormitorio era demasiado frío y yo estaba sentada en la cocina en mi sitio de siempre, con las piernas casi en el fuego. Me castañeaban los dientes y me sentía mal por la fiebre que tenía. Me notaba la cabeza confusa y no entendía bien lo que me decía mi madre. Mi madre contaba que otra vez se había producido una riña entre Giulio y mi padre, porque Giulio había dicho que el niño también podía no ser suyo.
—Si no hubieras andado siempre de acá para allá, no habrías tenido que oír estas palabras —me dijo mi madre.
—Es verdad —dijo la tía— y también ayer salió de paseo con el Nini, y así le ha entrado la fiebre y el resfriado que ha cogido. A mí me da lo mismo, lo único que me molesta es que la tengo en nuestra casa. Porque si la mala fama se extiende a mi hija, ¿quién se la quita después?
Pero yo les dije que se marcharan y me dejaran en paz, porque me dolían todos los huesos. La tía le dijo a mi madre que era yo la que tenía que hablar con Giulio si él no quería, y también mi madre me dijo que tenía que hablarle, y me dejó su dirección en la ciudad, que había conseguido de la criada en secreto. Luego se marchó corriendo para estar en casa antes de que volviese mi padre, porque mi padre no quería que viniese a verme y decía que aunque me hubiera muerto él no quería saberlo.