Al pueblo de mi tía fui en un carro. Me acompañó mi madre. Tomamos un camino a través del campo para que no me viese nadie. Yo llevaba un abrigo de Azalea, porque mi ropa ya no me quedaba bien y me apretaba en la cintura. Llegamos por la tarde. La tía era una mujer muy gorda, con ojos negros saltones, con un delantal de algodón azul y las tijeras colgadas del cuello, porque era modista. Empezó a reñir con mi madre por la cantidad que tenía que pagarle durante el tiempo que iba a estar con ella. Mi prima Santa me trajo de comer, encendió el fuego en la chimenea y sentándose junto a mí me contó que también ella esperaba casarse pronto, «pero yo no tengo prisa», dijo riéndose fuerte y largamente. Su novio era el hijo del alcalde del pueblo y estaban prometidos desde hacía ocho años. El ahora estaba en el ejército y le mandaba postales.
La casa de la tía era grande, con altas habitaciones vacías y heladas. Había por todas partes sacos de maíz y de castañas, y de los techos colgaban cebollas. La tía había tenido nueve hijos, pero unos habían muerto y otros se habían marchado. En casa estaba sólo Santa, que era la menor y tenía veinticuatro años. La tía no la podía soportar y se pasaba el día gritándole. Si no se había casado todavía era porque la tía, con un pretexto o con otro, le impedía hacerse el ajuar. Le gustaba tenerla en casa y atormentarla sin darle nunca descanso. Santa tenía miedo a su madre, pero cada vez que hablaba de casarse y dejarla sola lloraba. Se quedó maravillada de que yo no llorase cuando mi madre se marchó. Ella lloraba cada vez que su madre iba por algún asunto a la ciudad, aunque supiese que antes del anochecer habría vuelto. En la ciudad Santa no había estado más de dos o tres veces. Me decía que se encontraba mejor en el pueblo. Y eso que su pueblo era peor que el nuestro. Había tufo a estercolero, niños sucios en las escaleras y nada más. En las casas no había luz y el agua había que cogerla en el pozo. Le escribí a mi madre que en casa de la tía no quería seguir y que viniese a recogerme. No le gustaba escribir y por eso no respondió por carta, pero se encargó de decirme por medio de un hombre que vendía carbón que tuviera paciencia y me quedara donde estaba, porque no había más remedio.
Así que me quedé. No me casaría hasta febrero y era sólo noviembre. Desde que le había dicho a mi madre que iba a tener un hijo, mi vida se había vuelto muy extraña. Desde entonces me había tenido que esconder siempre, como algo vergonzoso que nadie puede ver. Pensaba en mi vida de antes, en la ciudad a la que iba cada día, en el camino que me llevaba a la ciudad y que había recorrido en todas las estaciones, durante tantos años. Recordaba bien ese camino, los rimeros de piedras, los setos, el río que se descubría de repente y el puente lleno de gente que llevaba a la plaza de la ciudad. En la ciudad se compraban almendras saladas, helados, se miraban los escaparates, estaba el Nini que salía de la fábrica, estaba Antonietta que reñía al dependiente, estaba Azalea que esperaba a su amante y tal vez iba al Lune con él. Pero yo estaba lejos de la ciudad, del Lune, del Nini y pensaba con extrañeza en estas cosas. Pensaba en Giulio que estudiaba en la ciudad, sin escribirme y sin venir a verme, como si no se acordase de mí y no supiese que tenía que casarse conmigo. Pensaba en que no lo había vuelto a ver desde que había sabido que íbamos a tener un hijo. ¿Qué decía? ¿Estaba contento o no estaba contento de que tuviéramos que casarnos?
Pasaba los días sentada en la cocina de la tía, siempre con los mismos pensamientos, con las tenazas para el fuego en la mano, con la gata en las rodillas para sentir más calor, y con un chal de lana en los hombros. Venían de vez en cuando mujeres a probarse vestidos. La tía, de rodillas, con la boca llena de alfileres, discutía por la forma del cuello y por las mangas y decía que cuando aún vivía la condesa, tenía que ir todos los días a la villa a trabajar para ella. La condesa había muerto hacía tiempo y la villa había sido vendida, y la tía lloraba siempre cuando hablaba de ello.
—Daba gusto sentir entre los dedos aquellas sedas, aquellos encajes —decía la tía—. La pobre condesa me quería mucho. Decía: «Elide mía, mientras esté yo, no te faltará nunca nada».
Pero había muerto en la miseria, porque los hijos y el marido se lo habían comido todo.
Las mujeres me miraban con curiosidad y la tía contaba que me había acogido por compasión, porque mis padres me habían echado de casa por aquella desgracia que me había ocurrido. Había alguna que quería sermonearme, pero la tía cortaba rápido y decía:
—Ahora lo que ha pasado ha pasado, y luego ya se verá. A veces uno cree equivocarse, y luego en cambio se encuentra con que hizo bien. Viéndola así parece una tonta, pero es lista, porque ha pescado a uno rico e instruido que acabará por casarse con ella. La que es tonta en cambio es mi hija, que tiene amores desde hace ocho años y no consigue casarse. Dice que la culpa es mía que no le doy el ajuar. Que se lo hagan ellos el ajuar, que están mejor que yo.
—Un día de estos te llego embarazada, así te quedas contenta —le gritaba mi prima.
—Prueba a hacerlo y ya verás —le decía la tía—, te arranco todos los dientes de la boca si lo vuelves a decir. No, en mi casa estas cosas no se han visto nunca. De nueve hijos cinco son mujeres, pero de su seriedad ninguno ha podido decir nunca nada, porque las he vigilado bien desde pequeñas. Repite otra vez lo que has dicho, bruja —decía a Santa. Santa rompía a reír y las mujeres reían con ella, también reía la tía y ya no paraban durante un rato.
La tía era la hermana de mi padre. Aunque no había estado en nuestro pueblo desde hacía muchos años, y yo no la había visto prácticamente nunca antes de entonces, conocía la vida de todos y hablaba de todos como sí los hubiera tenido siempre cerca. La tenía tomada con Azalea, porque decía que era demasiado orgullosa.
—Se cree quién sabe qué porque en invierno lleva abrigo de piel —decía—. La condesa tenía tres abrigos de piel y al entrar los tiraba a los brazos del criado como si fueran un trapo. Sin embargo yo sé qué precio tenían. Conozco bien las pieles. La de Azalea es conejo. Apesta a conejo a un kilómetro de distancia.
—Ese Nini es un tipo curioso —decía algunas veces—, es tan sobrino mío como tú, pero nunca he tenido ocasión de conocerle un poco. Un día que lo encontré en la ciudad, me saludó y se largó. Sin embargo de niño lo llevaba en brazos, y le ponía petachos en los pantalones porque andaba hecho un andrajoso. Me han dicho que vive con una mujer.
—Trabaja en la fábrica —le decía yo.
—Menos mal que hay uno que trabaja. Mis hijos trabajan todos, pero en vuestra casa nadie hace nada. Os habéis criado como la mala hierba, da pena pensarlo. Tú desde que estás aquí no te has hecho la cama ni una sola vez. Te pasas el día sentada con los pies en el banqueta.
—Estoy mal —le decía—, estoy demasiado mal, no puedo hacer esfuerzos.
—Mirándola se ve cómo sufre —decía Santa—, está verde como un limón, y tuerce el gesto continuamente. No todo el mundo es fuerte como nosotras. Porque nosotras estamos entre campesinos, y en cambio ella ha crecido más cerca de la ciudad.
—Di mejor que siempre estaba en la ciudad. No hacía otra cosa que escapar a la ciudad desde que era pequeña, y así es como ha perdido la vergüenza. Una muchacha no debería poner los pies en la ciudad cuando no la acompaña su madre. Di que su madre está también medio loca. Su madre cuando era una muchacha tampoco se hacía respetar.
—Pero Delia si se casa estará mejor que nadie —decía Santa—, y se volverá orgullosa como le ha pasado a Azalea.
—Es verdad. El día que se case, ya no le va a faltar nada. Ahora hay que ver si se casa. Puede ser que le vaya bien, pero quién sabe. Esperemos.
—Cuando estés casada iré a servirte de doncella —decía Santa cuando la tía se había ido—, si no me caso yo también. Si me caso tendré que ir al campo, con el pañuelo en la cabeza y zuecos en los pies, sentada en un burro, y sudar de un lado a otro todo el día. Porque mi novio es labrador y tienen tierra hasta más abajo del pueblo, sin contar la viña, y tienen vacas y cerdos. Tampoco a mí me faltará nada.
—Qué alegría. Me pongo mala sólo de pensarlo —decía yo.
—Oh, tú te pones mala por poca cosa —decía Santa ofendida, cortando la col para la sopa—. A Vincenzo lo quiero y me casaría con él aunque fuera pobre y harapiento y me tocase compartir su miseria. Tú en cambio no estás a tiempo de pensar si quieres a ése o a otro, porque de todas formas tienes que casarte con él en el estado en que estás. Y todavía tienes que darle las gracias si se casa contigo. A mí no me importa nada trabajar, si tengo cerca a quien me quiere.
Se cenaba con el plato en el regazo, sin alejarse del fuego. Yo no terminaba nunca la sopa. La tía se echaba en su plato lo que yo había dejado.
—Si sigues así te va a salir un ratón —decía.
—Es esta oscuridad que da miedo. Me quita las ganas de comer. Cuando es de noche esto parece una tumba.
—Ah, para comer se necesita electricidad. Eso no lo había oído todavía. Se necesita electricidad.
Después de la cena, Santa y la tía se quedaban levantadas durante un rato y hacían punto. Se hacían las camisetas interiores. A mí me entraba el sueño, pero me quedaba porque tenía miedo de subir las escaleras sola. Dormíamos las tres en una cama, en la habitación que estaba bajo el desván. Por la mañana era la última en levantarme. La tía bajaba a echar la comida a las gallinas, Santa se peinaba hablándome de su novio. Yo dormía y escuchaba a medias, y le decía que me limpiase los zapatos. Los limpiaba vigilando que no entrase la tía, porque la tía no quería que me sirvieran. Mientras tanto seguía contándome todas sus historias. Decía: —Me llamo Santa, pero no soy santa. —Decía que no era santa porque su novio la abrazaba cuando venía de permiso y salían juntos.
Paseaba a veces por el huerto, porque la tía decía que una mujer en estado no debe estar siempre sentada. Me empujaba fuera de la casa. El huerto estaba rodeado por un muro y se salía al pueblo por una puerta de madera. Pero yo no abría nunca esa puerta. El pueblo lo podía ver desde la ventana de nuestra habitación y no tenía nada que atrajese. Caminaba de la puerta a la casa, de la casa a la puerta. En un lado estaban los palos de los tomates, en el otro estaban plantadas las coles. Tenía que tener cuidado de no pisar nada. —Cuidado con las coles —gritaba la tía sacando la cabeza por la ventana. El huerto estaba lleno de nieve y se me helaban los pies. ¿Qué día era? ¿Qué mes era? ¿Qué hacían en casa? ¿Y Giulio estaba todavía en la ciudad? Ya no sabía nada. Sabía sólo que mi cuerpo crecía y crecía, y la tía me había ensanchado el vestido dos veces. Cuanto más ancho y redondo se hacía mi cuerpo, más pequeña, fea y estirada se volvía mi cara. Me solía mirar en el espejo de la cómoda. Era extraño ver la cara que se me había quedado. «Es mejor que no me vea nadie», pensaba. Pero me deprimía que Giulio no me hubiera escrito, que no hubiera venido nunca a verme.