Una noche me sentí mal de repente mientras me desnudaba. Tuve que tumbarme en la cama y esperar a que se me pasase. Estaba empapada en sudor y sentía escalofríos. «También a Azalea le pasaba esto —recordé—. Se lo diré a Giulio mañana. Sea como sea debe saberlo —pensaba—. Pero entonces ¿qué haremos? ¿Qué hará él? ¿Es posible que esto sea verdad?». Pero sabía que sin duda era verdad. No conseguía dormir y me destapaba, me incorporaba y me sentaba en la cama con el corazón palpitante. ¿Qué diría el Nini cuando lo supiera? Una vez estuve a punto de decírselo pero me dio vergüenza.
Me encontré con Giulio en el pueblo por la mañana. Se quedó conmigo sólo un momento porque tenía que ir a cazar con su padre.
—Tienes mala cara —me dijo.
—Porque no he dormido —respondí.
—Espero conseguir una buena liebre —me dijo—. Me apetece mucho estirar las piernas por el bosque.
Miró las nubes que avanzaban flotando lentamente hacia la colina.
—Tiempo de liebres —dijo.
Ese día no fui a donde la vieja. Después de haber deambulado sola por la ciudad, subí a casa de Azalea. Pero había salido. Estaba Ottavia planchando en la cocina. Tenía puesto un delantal blanco y no estaba en zapatillas. Todo cambiaba en la casa cuando las cosas de Azalea marchaban bien. Hasta los niños parecían más gordos. Ottavia me dijo, mientras pasaba la plancha por un sujetador de Azalea, que ahora todo iba bien y Azalea estaba siempre contenta. El estudiante no era como el otro. No se olvidaba nunca de telefonear. Hacía siempre lo que quería Azalea y ni siquiera había ido a ver a sus padres, que estaban fuera, porque Azalea no se lo había permitido. Sólo había que preocuparse de que «el señor» no se diera cuenta de nada. Había que tener mucho cuidado. Me rogó que esperara a que Azalea volviera para decirle que tuviera cuidado.
Esperé durante un rato, pero Azalea no llegaba y me marché. Era la hora en la que el Nini salía de la fábrica. Pero yo me dirigí despacio hacia casa. Llovía. Llegué a casa mojada y me metí rápidamente en la cama, con la cara escondida bajo las sábanas. Le dije a mi madre que no me sentía bien y no quería comer.
—Te habrás enfriado —me dijo mi madre.
A la mañana siguiente vino a la habitación, me tocó la cara y dijo que no tenía fiebre. Y me dijo que me levantara y le echara una mano limpiando las escaleras.
—No puedo levantarme —respondí—, estoy mal.
—Ah, eso es —dijo—, ahora te pones a hacerte la enferma. La que se va a poner enferma soy yo, que no paro de la mañana a la noche y me mato a trabajar por vosotros. Si agarro el plato no consigo siquiera comer de lo cansada que estoy. Y tú te diviertes viéndome reventar.
—No puedo levantarme, te lo he dicho. Estoy mal.
—Pero ¿qué tienes? —me dijo mi madre apartando las sábanas para verme los ojos—. ¿No te habrá pasado algo?
—Estoy embarazada —le dije. El corazón me palpitaba con fuerza y por primera vez me di cuenta de que tenía miedo de lo que pudiera hacer mi madre. Pero ella no se sorprendió. Se sentó tranquila en la cama y me destapó hasta los pies.
—¿Estás completamente segura? —preguntó.
Dije que sí con la cabeza, y lloraba.
—No llores —dijo mi madre—, verás como todo se arregla. ¿Ese muchacho lo sabe?
Dije que no con la cabeza.
—Tenías que habérselo dicho, bruta. Pero ahora pondremos las cosas en su sitio. Voy a ir a hablar con esos sinvergüenzas. Les vamos a hacer oír nuestras razones. —Se cubrió la cabeza con el chal, y salió. Poco después volvió toda contenta, con la cara roja.
—Qué sinvergüenzas —me dijo—, pero está hecho. Sólo tenemos que esperar un tiempo. El muchacho tiene que hacer primero el examen. Así lo quieren ellos. Ahora hace falta que Attilio se esté tranquilo. Pero de eso me encargo yo. Tu madre se encarga. Tú quédate en la cama bien caliente —y me trajo una taza de café. Luego cogió el cubo y se fue a limpiar las escaleras, y la oía reírse sola. Pero al rato la tenía otra vez delante.
—A mí ese muchacho me gusta —dijo—, es la madre la que me cae mal. El padre enseguida ha estado de acuerdo, ha dicho que estaba dispuesto a responder por el hijo con tal de que no hubiera un escándalo, me ha preguntado si me apetecía una copita. Pero la madre ha organizado una buena. Se ha tirado encima del hijo como si quisiera matarlo. Chillaba como una loca. Pero yo no me he asustado. Le he dicho: «Mi chica tiene sólo diecisiete años, está el tribunal para defenderla». Se ha puesto blanca y se ha sentado, y estaba callada acariciándose las mangas. El hijo estaba allí con la cabeza baja y no me ha mirado ni una vez. El médico era el único que hablaba. Me ha pedido por favor que no arme escándalos, por su posición. Y caminaba de un lado a otro por la alfombra. Si tú vieses las alfombras que tienen. Si vieses qué casa. Es una buena casa. Tienen de todo ahí dentro.
Pero yo volví la cabeza como para dormir, para que se marchara.
Acabé durmiéndome de verdad y me desperté cuando llegó mi padre. Me puse a escuchar y oí que hablaba con mi madre en la habitación de ellos, luego de repente lo oí gritar. «Ahora viene y me mata», pensé. Pero no vino. El que vino fue Giovanni.
—Dice el Nini que por qué no fuiste a buscarle ayer y que te espera hoy —me dijo.
—Estoy en la cama ¿no ves? —le respondí—, estoy mal.
—Tendrás la escarlatina —me dijo—, todo el mundo tiene la escarlatina. Los hijos de Azalea la han cogido. Ahora se te pondrá la cara como una fresa también a ti.
—No tengo la escarlatina —le dije—, lo que tengo es otra cosa.
Pero no hizo preguntas. Miró por la ventana y dijo:
—¿Adónde va ése?
Me asomé yo también y vi a mi padre caminar hacia el pueblo.
—¿Adónde va? Ni siquiera ha comido —dijo Giovanni.
Por la tarde vino Azalea. Entró en la habitación con mi madre.
—Ya sabes que en mayo tendremos un hermoso niño —le dijo mi madre.
No respondió y se sentó airada, quitándose la piel de zorro de los hombros.
—Mamá habla mucho —me dijo cuando nos quedamos solas—, no es nada seguro que te cases. Papá ha ido allí y se han puesto como locos, por poco no se han matado a golpes. Ellos han ofrecido dinero para que papá esté callado y tú te vayas a tener tu niño a alguna otra parte, y lo de la boda ya se verá, ya se verá, decían. Papá se ha puesto a gritar que le habían deshonrado, y que él iba al tribunal si Giulio no prometía casarse contigo. Cuando lo he visto llegar estaba hecho un trapo. Ya te había dicho yo que esto acababa así. Ahora tendrás que estar encerrada en casa, porque en el pueblo ya han empezado a hablar. No saben nada pero se huelen que hay algo. Que lo disfrutes.
Por la tarde vino de nuevo Giovanni. Ahora lo sabía también él y me miró con una expresión maliciosa.
—El Nini no sabe todavía lo tuyo.
—No quiero que se lo digas —le dije.
—Quédate tranquila que no se lo digo —me dijo—, a ver si crees que me divierto contando tus hazañas. Te has metido en un buen lío. Quién sabe si se casa contigo. De momento se ha marchado y no se sabe dónde está. Dicen que ya estaba prometido. Lo que es yo, no me preocupo del asunto. Vete al diablo tú con tu niño.
Me incorporé y le lancé un vaso que había en la mesilla. Se puso a gritar y quería pegarme, pero vino mi madre, lo agarró por la chaqueta y lo arrastró fuera.
Mi madre no quería que bajase a la cocina o a las habitaciones de abajo por miedo de que me encontrase con mi padre. Supe por Giovanni que mi padre había jurado que si llegaba a verme, no volvería más a casa. Pero yo no tenía ganas de moverme de mi cama. Por la mañana me ponía el vestido para no tener frío, me ponía las medias y volvía a tenderme en la cama con la manta encima. Estaba mal. Cada día que pasaba era peor. Mi madre me traía la comida en una bandeja, pero yo no comía. Una noche Giovanni me lanzó una novela.
—Te la manda el Nini —me dijo—, te ha esperado tres horas delante de la fábrica. Hace muchos días que te espera, dice. «Está mal», le he contestado.
Intenté leer la novela pero acabé dejándola. Era de dos que mataban a una chica y la encerraban en un baúl. La dejé porque me daba miedo y porque no estaba acostumbrada a leer. Cuando había leído un poco me había olvidado de lo que decía antes. Yo no era como el Nini. No necesitaba leer para pasar el tiempo. Me había hecho traer el gramófono a la habitación y escuchaba la voz clueca repetir:
Manos de terciopelóo
Manos perfumadáas
¿Era un hombre o una mujer quien cantaba? No se distinguía bien. Pero me había acostumbrado a aquella voz y me gustaba oírla. No habría querido otra canción. Ahora no quería ya cosas nuevas. Me ponía todas las mañanas el mismo vestido, un vestido viejo, estropeado, con remiendos por todas partes. Pero ahora los vestidos ya no me interesaban.