A casa de la vieja fui con el vestido celeste que solía ponerme. Me esperaba ya lista para salir con el sombrero y con el morro empolvado. Tenía que pasear con ella y entretenerla agradablemente —así me lo dijo su hija—, luego volverla a llevar a casa y leerle en voz alta el periódico hasta que se quedara dormida. Andaba a pasos pequeños con su mano apoyada en mi brazo. La vieja se quejaba continuamente. Decía que yo era demasiado alta y que se cansaba agarrándome el brazo. Decía que corría demasiado. Tenía un miedo tremendo a cruzar las calles, se ponía a gemir y a temblar y todo el mundo se volvía. Una vez nos encontramos con Azalea. No sabía todavía que yo trabajaba y me miró pasmada.

Cuando llegaba a casa la vieja se bebía una taza de leche como bebe la gente mayor. Yo mientras tanto le leía el periódico. Poco después empezaba a dormitar y yo salía corriendo. Pero estaba de mal humor y no disfrutaba de la ciudad y de las tiendas. Una tarde se me ocurrió ir a buscar al Nini a la fábrica. Me distinguió de lejos y se le animó la cara. Pero cuando lo vi a mi lado, con un viejo sombrero demasiado claro, con los zapatos rotos y demasiado anchos que arrastraba al andar, con aspecto sucio y cansado, me arrepentí de haber ido a buscarlo y sentí vergüenza de él. Se dio cuenta y se ofendió, y se enfadó conmigo porque decía que me moría de aburrimiento con la vieja.

Pero cuando llegamos a la orilla del río se fue serenando poco a poco, y se puso a contarme que en el cajón de Antonietta había encontrado una fotografía de Giovanni con una dedicatoria detrás.

—Mejor así —me dijo.

—¿Mejor así?, ¿por qué mejor así?

—¿Qué diablos quieres que me importe?

—Eres frío como un pez. Das asco.

—Soy un pez, está bien ¿Y tú qué eres? —Estuvo mirándome un rato y luego dijo—: Tú eres una pobre chica.

—¿Por qué?

—¿Es verdad que te has dejado llevar al Lune?

—¿Quién te lo ha dicho? —pregunté.

—Me lo ha dicho un pajarito —respondió— ¿has estado allí varias veces?

—No es asunto tuyo —dije.

—¡Pobre chica!, ¡pobre chica! —repetía como para sí.

Me enfadé y le tapé la boca con la mano. Entonces me abrazó y me tumbó sobre la hierba y me besaba me besaba la cara, las orejas, el pelo.

—¿Estas loco, Nini?, ¿pero qué haces? —decía, y me entraban ganas de reír y tenía miedo a la vez.

Se volvió a sentar alisándose el pelo, y me dijo:

—Mira lo que eres. Cualquiera se puede divertir contigo mientras le apetezca.

—¿Y ahora has querido saber si soy como tú decías?

—No, olvídalo, era una broma, —me dijo.

Giulio me esperaba en el camino aquella tarde.

—¿Dónde has estado todo este tiempo? —le pregunté.

—En la cama con fiebre, —respondió, y quería cogerme del brazo. Pero le dije que se marchara y me dejara tranquila porque ya sabía que tenía una novia.

—¿Qué novia?, ¿quién?

—Una que tiene coche.

Se echó a reír con fuerza dándose con la mano en la rodilla.

—Inventan chismes —dijo—, y tú te los tragas. No seas boba y ven al pinar mañana después de comer.

Pero le dije que después de comer ya no estaba libre y le conté lo de la vieja.

—Ven por la mañana entonces —me dijo.

Yo volvía la cara hacia otro lado y no quería dejarme mirar, porque tenía miedo de que se adivinase al mirarme que el Nini me había besado.

A la mañana siguiente en el pinar no paró de preguntarme quién me había hablado de la novia.

—Tengo muchos enemigos —me dijo—, hay mucha envidia en el mundo.

Me estuvo dando la lata durante un rato, hasta que le dije que había sido el Nini.

—Al Nini si lo veo le digo cuatro cosas —me dijo.

Luego empezó a burlarse de mí porque sacaba a pasear a la vieja y me molestó.

Fui de nuevo a buscar al Nini a la fábrica. Pero él la tenía tomada conmigo porque en casa de la vieja se habían quejado a Antonietta de que yo llegaba siempre tarde.

—No se puede contar contigo para nada —me dijo—, sigue así que llegarás lejos. Menos mal que no te han cogido en la fábrica.

Le dije que estaba harta de la vieja y que no quería volver.

—Aguanta al menos hasta fin de mes, que te paguen el sueldo. Y el dinero dáselo a tu madre porque los pequeños necesitarán zapatos.

—Me lo quedaré yo —dije.

—Muy bien, así se hace. Sigue pensando sólo en ti. Cómprate algún trapo que ponerte y diviértete. Lo que es a mí no me importa nada.

No quiso ir al río, y caminaba en dirección a su casa. Encontramos a Antonietta que estaba cerrando la tienda. Estaba muy enfadada y me dijo que si hubiera sabido cómo era no me habría recomendado. Cómo le había hecho quedar. A casa de la vieja llegaba tarde y me iba mucho antes de la hora, y cuando leía el periódico no paraba de reír y confundía a propósito las palabras. Me saludó apenas y se fue con el Nini. Mientras volvía a casa me sentía cansada y triste. Llevaba unos días sin sentirme muy bien, tenía como un malestar y no comía nada, incluso el olor de la comida me disgustaba. «¿Qué tengo? a lo mejor estoy embarazada, —pensé—. ¿Qué voy a hacer ahora?». Me paré. El campo estaba silencioso en torno a mí y no veía ya la ciudad, no veía todavía nuestra casa y estaba sola en el camino vacío, con aquel susto en el corazón. Había chicas que iban a la escuela, iban al mar en verano, bailaban, bromeaban entre ellas sobre cosas sin importancia. ¿Por qué no era yo una de ellas? ¿Por qué no era así mi vida?

Cuando estuve en mi habitación encendí un cigarrillo. Pero aquel cigarrillo tenía un gusto malo. Me acordé de que tampoco Azalea podía fumar cuando iba a tener un hijo. Eso me pasaba ahora a mí. Sin duda estaba embarazada. Cuando mi padre lo supiera me mataría. «Mejor así —pensaba—, morir. Acabar para siempre».

Por la mañana me levanté más tranquila. Hacía sol. Fui a coger uva a la pérgola con los pequeños. Fui a pasear con Giulio por el pueblo. Había feria y él me compró un amuleto de la suerte para colgar al cuello. De vez en cuando me venía aquel miedo, pero lo alejaba de mí. No le dije nada. Me divertí viendo la feria, con la gente que gritaba, con los pollos dentro de las jaulas de madera, con los chicos que tocaban las trompetas. Recordé que el Nini se había enfadado conmigo y pensé que iría a buscarlo para volver a hacer las paces.

Era fiesta ese día y no tenía que ir donde la vieja. Tampoco el Nini iba a la fábrica. Lo encontré saliendo del café. Ya no estaba enfadado y me preguntó si tomaba algo. Respondí que no y fuimos al río.

—Hagamos las paces —le dije cuando estuvimos sentados.

—Hagamos pues las paces. Pero dentro de un rato tengo que ir con Antonietta.

—¿Y yo no puedo ir? ¿Antonietta sigue muy enfadada?

—Sí. Dice que en ningún momento le has agradecido lo que ha hecho por ti. Y además está celosa.

—¿Celosa de mí?

—Sí, de ti.

—Qué contenta estoy.

—Claro que estás contenta, mira que eres mal bicho. Te encanta hacer sufrir a la gente. Y ahora debería irme. Pero no tengo ganas. —Estaba tumbado en la hierba con los brazos doblados bajo la cabeza.

—¿Te gusta estar conmigo? ¿Conmigo más que con Antonietta?

—Mucho más —me dijo—, pero mucho mucho más.

—¿Por qué?

—No sé por qué, pero es así —me respondió.

—Y a mí también me gusta estar contigo. Contigo más que con todos los otros —dije.

—¿Conmigo más que con Giulio?

—Contigo más.

—Oh, ¿cómo es eso? —dijo, y se rió.

—Realmente no lo sé —dije. Me preguntaba si volvería a besarme. Pero pasaba mucha gente ese día. De repente vi a Giovanni y Antonietta que venían hacia nosotros.

—Estaba seguro de encontrarlos aquí —gritó Giovanni. Pero Antonietta me lanzó una mirada fría y no me dijo nada. El Nini se levantó con desgana y fuimos a pasear con ellos a la ciudad.

Por la tarde Giovanni me dijo:

—Tú sí que eres rara. Ahora te ha entrado la manía del Nini y estás siempre con el Nini, pegada al Nini, y se te ve siempre con él.

Era verdad que estaba siempre con el Nini. Lo iba a buscar todas las tardes a la fábrica. Me pasaba el día esperando el momento de estar con él. Me gustaba estar con él. Cuando estábamos juntos, me olvidaba de lo que me daba miedo. Me gustaba cuando hablaba, y me gustaba cuando estaba callado y se comía las uñas pensando en algo. Me preguntaba siempre si me besaría, pero no me besaba. Se sentaba un poco apartado despeinándose el mechón y alisándoselo, y decía:

—Ahora vete a casa.

Pero yo no tenía ganas de volver a casa. No me aburría nunca cuando estábamos juntos. Me gustaba que me hablara de los libros que leía sin parar. No entendía lo que decía, pero hacía como si entendiera y decía que sí con la cabeza.

—Apostaría a que no entiendes nada —decía y me daba un golpecito en la cara.