Giulio me dijo que tenía que ir con él a bañarme en el río, y también tenía que ir con él a la ciudad, y divertirnos los dos juntos. Así lo hice, nadábamos en el río y tomábamos un helado, y después me llevaba a una habitación de cierto hotel que él conocía. Aquel hotel se llamaba Le Lune, estaba al final de una calle vieja, y con sus persianas cerradas y su pequeño jardín desierto, a primera vista hacía el efecto de una villa deshabitada. Pero en las habitaciones había aguamanil y espejo y alfombras en el suelo. Yo le contaba a Azalea que habíamos estado en el hotel, y ella decía que un día u otro me iba a llevar un disgusto. Ahora a Azalea la veía poco porque se había buscado otro amante que era un estudiante sin un duro, y ella estaba muy atareada comprándole guantes y zapatos y llevándole cosas de comer.

Una noche mi padre entró en mi habitación y tiró el impermeable encima de la cama, y me dijo:

—Te había dicho que te iba a romper la cara.

Me agarró del pelo y se puso a darme bofetadas mientras yo gritaba: —¡Socorro, socorro! —Hasta que vino mi madre preocupada, con las patatas en el delantal, y preguntó:

—Pero ¿qué ha pasado, qué le haces, Attilio?

Mi padre le dijo: —Esto nos tenía que pasar, mira que somos desgraciados —y se sentó pálido, pasándose las manos por la cabeza. Yo tenía un labio sangrando y marcas rojas en el cuello, estaba mareada y casi no me tenía en pie, y mi madre me quería ayudar a limpiarme la sangre, pero mi padre la cogió por un brazo y la empujó fuera. Salió también él y me dejaron sola. El impermeable de mi padre había quedado encima de la cama, y yo lo cogí y lo tiré a las escaleras. Mientras estaban todos en la mesa salí. La noche era clara y estrellada. Yo temblaba por la agitación y el frío y el labio me seguía sangrando, tenía sangre en el vestido y hasta en las medias. Tomé el camino hacia la ciudad. No sabía ni yo adónde iba. En un primer momento me dije que podía ir a casa de Azalea, pero estaría el marido que enseguida empezaría a hacerme preguntas y a echarme un sermón. Así que fui a casa del Nini. Los encontré sentados alrededor de la mesa en el comedor, jugando a la oca. Me miraron atónitos y los niños se pusieron a gritar. Entonces me tiré en el sofá y empecé a llorar. Antonietta trajo un desinfectante para curarme el labio, luego me hicieron beber una taza de manzanilla y me prepararon la cama en un catre en el recibidor. El Nini me dijo:

—Explícanos un poco qué te ha pasado, Delia.

Les dije que mi padre se había abalanzado sobre mí y quería matarme, porque andaba con Giulio, y que tenían que buscarme un trabajo y traerme a la ciudad, porque en casa no podía seguir.

El Nini dijo:

—Ahora desnúdate y métete en la cama, y después vendré a verte y pensaremos qué se puede hacer.

Se fueron todos y yo me desnudé y me metí en la cama con un camisón de Antonietta color lila claro. Un poco después vino el Nini y se sentó junto a mi cama, y me dijo:

—Si quieres te busco un puesto en la fábrica donde trabajo yo. Al principio te parecerá difícil porque con la edad que ya tienes nunca has hecho nada. Pero te acostumbrarás poco a poco. Si no encuentro nada en la fábrica te pones a servir.

Le dije que no me apetecía ponerme a servir y que prefería trabajar en la fábrica, y le pregunté por qué no podía por ejemplo ser florista, sentarme en las escaleras de la iglesia con cestos de flores. Él dijo:

—Cállate y no digas tonterías. Además no puedes vender nada porque no sabes hacer cuentas.

Entonces le dije que Giulio se casaría conmigo después del examen de estado.

—Quítatelo de la cabeza —respondió.

Y me puso al corriente de que Giulio tenía una novia en la ciudad, y en la ciudad lo sabía todo el mundo: era una chica delgada que conducía un coche. Yo empecé a llorar de nuevo y el Nini me dijo que me tumbara y que durmiera, y me trajo otra almohada para que estuviese cómoda.

Al día siguiente por la mañana me vestí y salí con él a la ciudad fresca y desierta. Vino conmigo hasta el límite de la ciudad. Nos sentamos a la orilla del río a esperar que llegase su hora de ir a la fábrica. Me dijo que de vez en cuando le entraban ganas de ir a Milán a buscarse un trabajo en alguna fábrica grande.

—Pero antes tienes que despachar a Antonietta.

—Claro, no querrás que la llevé conmigo con la tienda y los dos críos.

—No la quieres entonces —dije.

—Así es como la quiero. Estamos juntos mientras nos apetece, luego nos separamos civilizadamente y se acabó.

—Entonces dásela a Giovanni que se muere por ella —le dije, y él se echó a reír:

—Ah, ¿Giovanni? De todas formas no está tan mal Antonietta, es un poco remilgada pero no es mala. Aunque yo no estoy enamorado.

—¿De quién estás enamorado? —le pregunté, y me vino a la cabeza de repente que tal vez estaba enamorado de mí. Me miró riendo y dijo:

—¿Pero es que hay que querer a alguien? Se puede no querer a nadie y estar interesado en cualquier otra cosa.

Me castañeaban los dientes y estaba helada de frío con mi vestido ligero.

—Tienes frío, cielo —me dijo. Se quitó la chaqueta y me la colocó en los hombros.

Yo le dije:

—Qué atento eres.

—Por qué no voy a ser atento contigo —dijo—, eres tan desgraciada que me das lástima. Crees que no sé que te has metido en un lío con ese Giulio. Lo adivino porque te conozco y además me lo ha contado Azalea.

—No es verdad —le dije, pero respondió que haría mejor en callarme porque él me conocía y tampoco era tan estúpido.

Sonaron las sirenas y el Nini dijo que tenía que ir a trabajar. Quería que me quedase con su chaqueta, pero dije que no porque tenía miedo de encontrarme con alguien y me sentía ridícula llevando encima aquella chaqueta de hombre. Nos despedimos y le dije:

—Oh Nini ¿por qué no vienes ya a casa?

Prometió entonces venirme a ver al día siguiente que era domingo. Y luego se inclinó resuelto y me besó en la mejilla. Me quedé parada mirándolo mientras se marchaba, con las dos manos en los bolsillos y su paso tranquilo. Estaba asombrada de que me hubiese besado. No lo había hecho nunca. Me puse a andar muy despacio e iba pensando en muchas cosas, en el Nini que me había besado y en Giulio que tenía novia en la ciudad y me lo había ocultado, y pensaba: «Qué rara es la gente. Nunca se sabe qué es lo que quieren». Y también pensaba que en casa volvería a ver a mi padre y que quizá me pegaría de nuevo, y me sentía triste.

Pero mi padre no me dirigió la palabra e hizo como si yo no estuviese, y los demás también hicieron lo mismo. Sólo mi madre me trajo el café con leche y me preguntó dónde había estado. A Giulio no lo vi en el pueblo y no sabía dónde estaba, si cazando o en la ciudad.

Al día siguiente llegó el Nini muy excitado y contento, y me dijo que me había encontrado un trabajo, no en la fábrica porque allí enseguida le habían dicho que no, pero había una señora vieja un poco loca que necesitaba a alguien que saliese por las tardes con ella. Tenía que estar en la ciudad todos los días después de comer y volvería a casa al acabar la tarde. De momento la paga era escasa y no me permitía vivir sola en la ciudad, pero luego sin duda la aumentaría, prometía el Nini. Esa señora era una conocida de Antonietta y había sido ella la que me había recomendado. Aquel día en casa no había nadie y el Nini y yo estuvimos solos todo el tiempo. Nos tumbamos a hablar en la pérgola y pudimos conversar en paz como si hubiésemos estado en la orilla del río.

—Pero era mejor en el río —me dijo— vuelve al río una mañana y también nos bañaremos. No sabes lo bien que está bañarse a la mañana temprano. No hace frío y te sientes revivir.

Yo empecé a preguntarle otra vez de quién estaba enamorado.

—Déjame en paz —dijo—, déjame tranquilo y no me fastidies hoy que estoy tan contento.

—Dímelo Nini —le dije—, dímelo y no se lo digo a nadie.

—Qué te importa —dijo. Y empezó a aconsejarme que me lavase bien y me pusiese un vestido oscuro cuando fuese a donde la vieja. Le respondí que no tenía un vestido oscuro y que si hacían falta tantas historias se me quitaban las ganas de ir. Entonces se enfadó y se marchó sin siquiera despedirse.