El Nini vivía con nosotros desde que era pequeño. Era hijo de un primo de mi padre. Se había quedado huérfano y habría debido vivir con su abuelo, pero el abuelo le pegaba con una escoba y él se escapaba y venía a nuestra casa. Hasta que el abuelo murió y entonces le dijeron que podía quedarse con nosotros.
Sin el Nini éramos cinco hermanos. Mayor que yo era mi hermana Azalea, que estaba casada y vivía en la ciudad. Detrás de mí venía mi hermano Giovanni, después estaban Gabriele y Vittorio. Se dice que una casa en la que hay muchos hijos es alegre, pero yo no encontraba nada alegre en nuestra casa. Esperaba casarme pronto y marcharme como había hecho Azalea. Azalea se había casado a los diecisiete años. Yo tenía dieciséis pero todavía nadie había pedido mi mano. También Giovanni y el Nini querían marcharse. Sólo los pequeños estaban todavía contentos.
Nuestra casa era una casa roja con la fachada cubierta de parra. Dejábamos nuestra ropa en la barandilla de la escalera, porque éramos muchos y no había suficientes armarios. «Ox, ox, —decía mi madre, echando a las gallinas de la cocina—, ox, ox…». El gramófono estaba todo el día en marcha y como no teníamos más que un disco, la canción era siempre la misma y decía
Manos de terciopelóo
Manos perfumadáas
de tal modo embriagáais
Que expresar no puedóo.
Esta canción en la que las palabras tenían una cadencia tan extraña nos gustaba mucho a todos nosotros, y no hacíamos más que repetirla al levantarnos y al meternos en la cama. Giovanni y el Nini dormían en una habitación al lado de la mía y por la mañana me despertaban dando tres golpes en la pared, yo me vestía deprisa y salíamos corriendo a la ciudad. Había más de una hora de camino. Una vez en la ciudad, nos separábamos como tres desconocidos. Yo iba a buscar a una amiga y paseaba con ella bajo los soportales. Algunas veces veía a Azalea, con la nariz roja bajo el velo, que no me saludaba porque no llevaba sombrero.
Comía pan y naranjas a la orilla del río con mi amiga, o iba a casa de Azalea. La encontraba casi siempre en la cama leyendo novelas, o fumando, o hablando por teléfono con su amante, discutiendo porque era celosa, sin preocuparse en absoluto de que pudieran oírla los niños. Después llegaba su marido y también con él discutía. Su marido era más bien viejo, con barba y gafas. Le hacía poco caso y leía el periódico, suspirando y rascándose la cabeza. —Que Dios me ayude —murmuraba de vez en cuando para sí. Ottavia, la criada de catorce años, con una gruesa trenza negra despeinada, con el niño pequeño en brazos, decía desde la puerta: —La señora está servida—. Azalea se ponía las medias, bostezaba, se miraba un buen rato las piernas, e íbamos a sentarnos a la mesa. Cuando sonaba el teléfono Azalea enrojecía, retorcía la servilleta, y la voz de Ottavia decía en la otra habitación: —La señora está ocupada, llamará más tarde—. Después de la comida el marido salía de nuevo, y Azalea volvía a echarse en la cama y se dormía al momento. Su rostro entonces se volvía afectuoso y tranquilo. El teléfono mientras tanto sonaba, las puertas daban golpes, los niños gritaban, pero Azalea seguía durmiendo, respirando profundamente. Ottavia recogía la mesa, y me preguntaba toda asustada qué podía suceder si «el señor» se enteraba. Pero luego me decía en voz baja, con una sonrisa amarga, que de todas formas también «el señor» tenía a alguien. Yo salía. Esperaba el atardecer en un banco del jardín público. La orquesta del café tocaba y yo miraba con mi amiga los vestidos de las mujeres que pasaban, y veía pasar también al Nini y a Giovanni, pero no nos decíamos nada. Volvía a reunirme con ellos fuera de la ciudad, en el camino polvoriento, mientras las casas se iluminaban a nuestras espaldas y la orquesta del café tocaba con más alegría y más fuerza. Caminábamos por el campo a la orilla del río y de los árboles. Llegábamos a casa. Yo odiaba nuestra casa. Odiaba la sopa verde y amarga que mi madre nos ponía delante cada noche y odiaba a mi madre. Me habría avergonzado de ella si me la hubiera encontrado en la ciudad. Pero no iba ya a la ciudad desde hacía muchos años, y parecía una campesina. Tenía el pelo gris despeinado y le faltaban dientes. —Pareces una bruja, mamá —le decía Azalea cuando venía a casa—. ¿Por qué no te pones dentadura postiza? —Después se tumbaba en el diván rojo del comedor, tiraba los zapatos y decía—: Café. —Bebía deprisa el café que le traía mi madre, dormitaba un poco y se marchaba. Mi madre decía que los hijos son como el veneno y que no habría que traerlos nunca al mundo. Se pasaba el día maldiciendo uno por uno a todos sus hijos. Cuando mi madre era joven, un secretario de juzgado se había enamorado de ella y la había llevado a Milán. Mi madre estuvo fuera unos días pero luego volvió. Repetía siempre esta historia, pero decía que se había marchado sola porque se sentía cansada de los hijos, y el secretario se lo habían inventado en el pueblo. —Ojalá no hubiera vuelto nunca —decía mi madre secándose con los dedos las lágrimas que le corrían por toda la cara. Mi madre no paraba de hablar, pero yo no le respondía. Nadie le respondía. Sólo el Nini le respondía de vez en cuando. Él era diferente a nosotros aunque hubiésemos crecido juntos. Aunque fuésemos primos no se nos parecía. Su cara era tan pálida que ni siquiera al sol se ponía morena, con un mechón que le caía sobre los ojos. Llevaba siempre en el bolsillo periódicos y libros y leía continuamente, leía incluso comiendo y Giovanni le tiraba el libro para fastidiarle. Lo recogía y leía tranquilo pasándose los dedos por el mechón. El gramófono entretanto repetía:
Manos de terciopelóo
Manos perfumadáas
Los pequeños jugaban y se pegaban y mi madre iba y les daba unos cachetes, y luego la tomaba conmigo que estaba sentada en el diván en lugar de ir a ayudarla con los platos. Mi padre entonces le decía que ésa no era forma de educarme. Mi madre empezaba a sollozar y decía que ella era el saco de todos los golpes, y mi padre cogía el sombrero del perchero y salía. Mi padre trabajaba de electricista y de fotógrafo, y había querido que también Giovanni aprendiese el oficio de electricista. Pero Giovanni no iba nunca cuando lo llamaban. No había suficiente dinero y mi padre estaba siempre cansado y furioso. Venía a casa un momento y se marchaba enseguida, porque la casa era un manicomio, decía. Pero decía que no era culpa nuestra si habíamos salido tan mal. Que la culpa era suya y de mi madre. Viéndolo mi padre parecía todavía joven y mi madre estaba celosa. Se lavaba bien antes de vestirse y se ponía brillantina en el pelo. No me avergonzaba de él si me lo encontraba en la ciudad. También al Nini le gustaba lavarse y le robaba la brillantina a mi padre. Pero no le servía y el mechón le bailaba en los ojos igual.
Una vez Giovanni me dijo:
—El Nini bebe aguardiente.
Lo miré asombrada.
—¿Aguardiente?, ¿pero siempre?
—Cuando puede —dijo—, siempre que puede. Hasta ha traído a casa una botella. La tiene escondida. Pero la he encontrado y me lo ha dado a probar. Está bueno —me dijo.
—El Nini bebe aguardiente —repetía para mí con asombro. Fui a casa de Azalea. La encontré sola en casa. Estaba sentada en la mesa de la cocina y comía una ensalada de tomate aliñada con vinagre.
—El Nini bebe aguardiente —le dije.
Levantó los hombros con indiferencia.
—Algo hay que hacer para no aburrirse —dijo.
—Sí, uno se aburre ¿Por qué nos aburrimos tanto? —pregunté.
—Porque la vida es estúpida —me dijo, apartando el plato—. ¿Qué le vas a hacer? Uno se cansa pronto de todo.
—Pero ¿por qué uno se aburre siempre tanto? —le dije al Nini al atardecer mientras volvíamos a casa.
—¿Quién se aburre? Yo no me aburro en absoluto, —dijo y se echó a reír agarrándome el brazo—. Entonces ¿te aburres?, ¿y por qué? todo es tan hermoso.
—¿Qué es hermoso? —le pregunté.
—Todo —me dijo— todo. Todo lo que miro me gusta. Hace poco me gustaba pasear por la ciudad, ahora camino por el campo y también me gusta.
Giovanni iba unos pasos por delante de nosotros. Se paró y dijo:
—El ahora trabaja en la fábrica.
—Aprendo a manejar el torno —dijo el Nini—, así tendré dinero. Sin dinero no puedo estar. Sufro. Me basta tener cinco liras en el bolsillo para sentirme más contento. Pero el dinero cuando uno lo quiere tiene que robarlo o ganárselo. En casa nunca nos lo han explicado bien. Se quejan siempre de nosotros pero sólo por pasar el tiempo. Nadie nos ha dicho nunca: te vas y te callas. Eso es lo que tenían que hacer.
—Si me hubieran dicho: te vas y te callas, les hubiera echado a patadas de la casa, —dijo Giovanni.
En el camino encontramos al hijo del médico que volvía de cazar con su perro. Había matado siete u ocho codornices, y me quiso regalar dos. Era un muchacho robusto con un gran bigote negro, que estudiaba medicina en la universidad. Él y el Nini se pusieron a discutir, y Giovanni me dijo después: —El Nini al hijo del médico se lo mete en el bolsillo. El Nini no es un cualquiera, no importa si no ha estudiado.
Pero yo estaba feliz porque Giulio me había regalado las codornices, y me había mirado y había dicho que un día teníamos que ir juntos a la ciudad.
Ahora había llegado el verano y empecé a pensar en arreglar todos mis vestidos. Le dije a mi madre que necesitaba tela celeste y mi madre me preguntó si creía que tenía millones en la cartera, pero yo entonces le dije que necesitaba también un par de sandalias de suela de corcho y que no podía pasar sin ellas, y le dije: —Maldita sea la madre que te parió—. Me gané una bofetada y lloré un día entero encerrada en la habitación. El dinero se lo pedí a Azalea, que a cambio me mandó al número veinte de la calle Génova a preguntar si Alberto estaba en casa. Como no estaba en casa, volví para decírselo y conseguí el dinero. Durante unos días me quedé en la habitación cosiendo el vestido, y casi no recordaba ya cómo era la ciudad. Cuando terminé el vestido, me lo puse y salí a pasear, y el hijo del médico me abordó enseguida, compró pastas y fuimos a comerlas al pinar. Me preguntó qué había hecho encerrada en casa durante todo ese tiempo. Pero le dije que no me gustaba que la gente se metiera en mis asuntos. Entonces me rogó que no fuera tan mala. Después intentó besarme y eché a correr.
Pasaba toda la mañana tumbada en el balcón de casa, para que el sol me broncease las piernas. Tenía las sandalias de suela de corcho y tenía el vestido, y tenía también un bolso de paja trenzada que me había dado Azalea, a cambio de llevarle una carta al número veinte de la calle Génova. Y la cara, las piernas y los brazos me habían cogido un buen color. Vinieron a decirle a mi madre que Giulio, el hijo del médico, estaba enamorado de mí y su madre no paraba de echárselo en cara. Mi madre se volvió de golpe de lo más alegre y amable, y todas las mañanas me llevaba yema de huevo batida porque según decía le parecía que estaba un poco rara. La mujer del médico solía estar en la ventana con la criada, y cuando me veía pasar golpeaba los cristales como si hubiera visto una serpiente. Giulio esbozaba una media sonrisa y seguía andando a mi lado y hablando. Yo no escuchaba lo que decía, pero pensaba que aquel muchacho corpulento, con bigote negro, con botas altas, que llamaba con un silbido a su perro, sería pronto mi novio y muchas chicas en el pueblo llorarían de rabia por ello.