Pequeño apunte autobiográfico

El primer cuento de verdad que escribí es Una ausencia. Había escrito anteriormente una gran cantidad de poesías y había empezado muchos cuentos, que dejaba después de las tres o cuatro primeras líneas. Había escrito y terminado también novelas, pero en mi infancia. A medida que me adentraba en la adolescencia más difícil me resultaba no ya terminar una novela o un cuento, sino incluso superar las tres o cuatro primeras líneas.

Mi modelo era Chejov. Tenía además otros innumerables modelos que también me acompañaban de la mañana a la noche, protectores e interlocutores invisibles a quienes sometía y destinaba continuamente, en mi interior, no sólo mi deseo de escribir sino cada uno de mis pensamientos, cada una de mis acciones y mis hábitos; protectores cuyos libros no leía sino más bien succionaba como un niño succiona la leche de la nodriza, esforzándome por asimilar y penetrar el secreto de la prosa.

Todos esos relatos empezados e interrumpidos a las cuatro líneas, habían generado en mí una total desconfianza en mi capacidad para concluir cualquier cosa, de manera que cuando me puse a escribir Una ausencia temblaba de miedo a pararme antes del final. Una vez escrita Una ausencia no recuerdo si lo consideré un buen cuento, pero estaba deslumbrada por el orgullo y el asombro de haberlo terminado. Recuerdo sin embargo que pensé que era un verdadero cuento, un cuento «para adultos» (así es como lo pensé, «para adultos») y me dije que yo era tal vez un «enfant prodige». Tenía diecisiete años. La idea de ser tal vez un «enfant prodige» no me colmó precisamente de soberbia y de júbilo, porque sufría a causa de muchas mortificaciones y tristezas, entre ellas la de ser tímida, tener pocos amigos y ropa fea y ser una mala estudiante. Escrita Una ausencia nada en mi comportamiento dejó traslucir la alta opinión que tenía de mi escritura. Aunque debo decir para mi vergüenza que esa idea secreta de ser un «enfant prodige» la llevé conmigo durante muchos y muchos años, incluso cuando hacía tiempo que todo resto de prodigio y de infancia me habían abandonado.

Tras Una ausencia escribí y concluí muchos cuentos. Pude publicar algunos en revistas y periódicos. Me doy cuenta, al recordar aquellos años, de que entonces vivía pensando constantemente en mi escritura. Andaban siempre flotando por mi cabeza no sólo personajes y cuentos sino también títulos de cuentos: de algunos no tenía nada más que el título, pero tener el título de un cuento me parecía ya una gran riqueza, un título era para mí un cuento en potencia. Tuve en la cabeza durante muchos años el título «Asunto», y no sabría decir el número de relatos totalmente distintos que empecé con ese título y que destruí porque no me parecían dignos de tan distinguida y maravillosa palabra; y cuando iba andando por la calle y estaba contenta por alguna razón, me decía: «Además escribiré el cuento Asunto», y me alegraba de los momentos felices que me reservaba el futuro.

Mis modelos en aquel tiempo eran sobre todo extranjeros. Como no conocía ninguna lengua extranjera a parte del francés, leía tanto a Chejov como a muchos otros de mis modelos en traducciones; pero eso no me importaba mucho porque el estilo no me preocupaba; lo que me interesaba realmente era aprender el modo de conducir y articular una historia, el modo de manejar e iluminar la realidad. Y siendo mis modelos precisamente extranjeros, me lamentaba de haber nacido en Italia y de vivir en Turín, porque, mientras me veía obligada a describir en mis libros el Paseo del Po, lo que me habría gustado describir era Nevski Prospekt. Y esto me hacía sufrir mucho. El nombre de la ciudad de Turín no suscitaba ningún eco melodioso en mi corazón, al contrario, me confinaba en las angustias de mi existencia cotidiana, evocando su banalidad y su palidez. Por otra parte mis personajes no podían llamarse Sonia o Sacha, tenían por fuerza que llamarse María o Giovanna. Y yo sufría por ello y me parecía que mis personajes estaban condenados desde su nacimiento; relegados por el nombre que llevaban a una situación de desventaja.

Sin embargo me di cuenta de que, a medida que la ola de la escritura me arrastraba, iba olvidando la amargura de no vivir en Moscú o en San Petersburgo y me di cuenta de que mis personajes, aun llamándose por fuerza María o Teresa, me gustaban. Y había descubierto ya definitivamente que no podía fingir que vivía en San Petersburgo, viviendo, ay, como vivía, en Turín. Pero podía —y es lo que hice— no precisar el lugar en que vivían mis personajes, situarlos en un espacio indeterminado. Así, cuando iba andando por las calles de Turín, me imaginaba estar en San Petersburgo, ciudad que sólo había visto en la imaginación; y trataba de aislar los aspectos que podían tener en común San Petersburgo y Turín (el tono grisáceo, la niebla, los carruajes, los charcos, los montones de nieve) para describir en mis relatos esos y sólo esos aspectos, para liberar el mundo de mis personajes de toda precisión piamontesa y mortificante y hacerlos vivir en una nebulosa indeterminación geográfica, indeterminación que me parecía la única circunstancia en que mis personajes podían crecer y multiplicarse.

Había otra cosa que me pesaba a la hora de escribir y ésa era mi ambiente social. Era hija de un profesor de universidad. La profesión de mi padre me parecía, no sé por qué, inaceptable: me parecía la más inadecuada entre las profesiones para engendrar escritores. Habría querido que mi padre fuese o un príncipe o un campesino; y que nosotros fuésemos o muy ricos o muy pobres. En cambio mi familia no era ni muy rica ni muy pobre: nosotros éramos, ay, burgueses. Y por añadidura éramos judíos, cosa ésta que también me parecía relegarme muy lejos del mundo de la poesía, porque no sabía de ningún escritor que fuese a la vez judío, de familia burguesa, hijo de un profesor y crecido en el Piamonte: todo el conjunto de las circunstancias que se entrecruzaban en mi persona me parecía constituir un impedimento al hecho de llegar a ser algún día un verdadero escritor.

Yo no podría jamás —porque cada vez era más consciente de que solamente se puede contar lo que se conoce desde dentro y de lo difícil que es describir una condición social diferente de la nuestra, difícil, casi imposible, imposible como crear un personaje que viva en las riberas del Danubio, del Neva o del Don— no podría hablar jamás ni de campesinos ni de príncipes; no conocía ni la vida de los muy ricos ni la vida de los muy pobres; y además era judía y, aunque mi familia no fuera practicante en absoluto, nosotros estábamos por ese motivo en una situación particular y diferente a los demás: ¿Cómo imaginar la vida de los demás desde un ángulo tan restringido, tan particular e infrecuente? Lo único que podía hacer era recrear la vida de la familia de un médico porque esa vida no debía de ser demasiado lejana y diferente a la mía. Y de hecho en aquellos cuentos míos la profesión que atribuía a mis personajes, siendo mi padre profesor de medicina, era a lo sumo la de médico. Yo hubiera querido que mi padre fuese, al menos, un médico destinado en una zona rural. Hubiera querido vivir en un pueblo o en el campo.

De niña había querido trasladar mi vida entera a un libro: escribir un gran libro que contuviese, día a día, mi vida entera junto a la de las personas que me rodeaban. Pero de niña amaba mi vida y, en cambio, en la adolescencia, la detestaba. Por eso, siendo ahora adolescente, a pesar de haber comprendido que se pueden contar sólo las cosas que se conocen desde dentro, no quería que nada de mí se reflejase en mis cuentos, nada de mí ni de mi vida; quería que mis cuentos, aun nutriéndose exclusivamente de aquello que yo conocía, como era necesario e inevitable, se proyectaran sin embargo en un mundo impersonal y separado de mí, en el que no fuera posible entrever ningún rasgo mío. Tenía un horror sagrado a la autobiografía. Le tenía horror y terror porque la tentación de la autobiografía era en mí muy fuerte, como sabía que sucede a menudo a las mujeres, y mi vida y mi persona, proscritas y detestadas, podían irrumpir de repente en la tierra prohibida de mi escritura. Y, advirtiendo en mí una fuerte inclinación al sentimentalismo, tenía un terror sagrado a ser «empalagosa y sentimental» defecto que me parecía odioso por ser femenino, mientras que yo quería escribir como un hombre.

Una vez alguien me dijo una cosa que me causó una profunda impresión. Esta persona era un pintor que pintaba una tarde en una terraza. Tenía el pelo castaño rizado y un buen perfil majestuoso y rosado, y pintaba curvando los labios y entrecerrando un ojo. Era alto, rosado y calmoso, y el cuadro que estaba pintando era rosado, con rocas rosas y verdes y riachuelos rosas. Tenía al pintar un gesto amplio, libre y sosegado, una respiración sosegada y profunda. Yo lo contemplaba con mucha admiración y me parecía la personificación del mundo adulto, mundo del que aún me sentía excluida. Sin dejar de pintar y entrecerrando de vez en cuando un ojo para mirar el cuadro, me dijo que los cuentos que yo escribía no estaban mal en absoluto; estaban sin embargo escritos «al azar». Es decir, que yo no sabía nada de la realidad pero trataba de adivinar: me movía en un mundo todavía irreal, que es el mundo de los adolescentes, y los objetos que describía y los asuntos que contaba eran verosímiles y reales sólo en apariencia, pero que yo no conocía su verdadero peso y su verdadero significado, los había atrapado «al azar», pescando a tientas en el vacío. Me quedé deslumbrada por la verdad de estas palabras. Ciertamente yo escribía «al azar», espiando la vida de los demás pero sin entenderla bien ni saber nada de ella, tratando de adivinar y «fingiendo saber». Por eso podía sucederme —eso no lo había dicho él pero me había parecido desprenderse de sus palabras— podía sucederme que el día en que dejase de ser «casual», es decir, el día en que entrase a formar parte del mundo adulto, perdiese por completo toda facultad de escribir. Esto es, cuando las palabras adquiriesen para mí su significado y su peso verdadero, yo podría encontrarme demasiado débil para saberlas manejar.

Entonces me empeñé en dejar de escribir «al azar». Pero no era fácil. Me volví suspicaz y olfateaba y pegaba el oído a toda palabra que se me ocurría escribir, para ver si era «casual». Si escribía sobre un jardín o un bosque, de repente me embargaba la duda de que aquel jardín o aquel bosque existieran realmente en mí, de que no me importasen nada o muy poco. Luego dejé de olfatear cada palabra porque, si me detenía así en cada palabra, llegaría un momento en que dejaría de escribir. Después me hice adulta y descubrí que el peligro de ser «casual» lo corría igualmente. Porque no se trataba de un vicio de la adolescencia sino más bien de un vicio de mi espíritu. Era hábil en el juego de la simulación y de la ficción: era hábil para fingir amar lo que me resultaba en realidad indiferente: era hábil para tratar de adivinar y para «fingir saber».

Me asombra recordar ahora cuánto pensé en aquellos años en mi escritura. Poco a poco, al hacerme adulta, fui pensando cada vez menos en el hecho de escribir y hoy no pienso en ello en absoluto. Entonces tenía siempre flotando en la cabeza ideas de cuentos. Hoy no tengo ninguna idea, nunca; mis preocupaciones son totalmente diferentes, son siempre totalmente diferentes hasta el día en que me pongo a escribir: cuando me pongo a escribir, hoy como entonces, me meto a fondo en la historia que escribo. Pero suelo vivir sin una sola historia en la cabeza, ni una: no siento ya en mi cabeza aquel perenne, indefinido y dulce flotar. En otro tiempo solía pensar también que era culpable si no escribía e incluso cuando no tenía ganas de hacer nada y me sentía seca y vacía, me obligaba a intentar escribir. Hoy no tengo mala conciencia si no escribo, nunca trato de escribir si no tengo ganas, ya no miro las cosas y la gente pensando que podría incluirlas en un cuento, no ando nunca construyendo frases y articulando narraciones y, si me pongo a pensar en lo que era yo a los veinte años, todo en mí se ha transformado de tal modo que me resulta difícil reconocerme, y cuando me pongo a escribir, reencuentro, sí, la felicidad de entonces, reencuentro aquella gran felicidad mas no ya aquel placer fresco e intacto que sentía entonces, aquel placer fresco de tocar y mover cosas que nunca había movido y tocado, reencuentro una gran felicidad mas no ya aquel vivo y fresco placer.

Una ausencia, Casa en la playa, y Mi marido son tres de los numerosos cuentos breves que escribí entre los diecisiete y los veintidós años. Cuando escribí Casa en la playa me pareció haber logrado el colmo de la frialdad y del distanciamiento. No soñaba con otra cosa que la frialdad y el distanciamiento y aquel cuento me parecía admirable. Sin embargo hubo algo en todo aquel distanciamiento que me disgustó: para parecer un hombre había llegado al extremo de fingir en aquel cuento que era un hombre, cosa que no he hecho nunca más y que no volveré a hacer nunca. Por otra parte había descubierto la primera persona, el gran placer de escribir en primera persona, placer desconocido para mí hasta aquel día. Mi marido lo escribí también en primera persona, pero se trataba esta vez de una mujer, aunque busqué una mujer lo más diferente y alejada de mí posible. En aquel tiempo, como he dicho, miraba siempre a las personas pensando que las utilizaría en un cuento. Después de haber escrito Mi marido advertí que el médico de esa historia se parecía como una gota de agua, en sus rasgos, al médico de mis hijos, persona a la que había mirado sin pensar nunca que podría utilizar en un relato. Se había deslizado en el cuento sin que yo lo supiera. Descubrí entonces que entraban en mis cuentos no quienes yo decidía que tenían que entrar sino personas a quienes había dirigido una mirada distraída. A ese médico lo había mirado distraídamente pensando en servirme de él sólo como médico y no ciertamente como personaje y así comprendí que la mirada no distraída que yo dirigía a los seres humanos con la intención de utilizarlos en mi mundo poético, en cierto sentido los marchitaba, los deslucía y los hacía inservibles como personajes; aquella mirada no distraída sino utilitarista e interesada los consumía, agotando en ellos inmediatamente toda vida poética. Entraban en cambio sin ser llamados otros sobre quienes mi mirada apenas se había detenido o sobre quienes se había detenido, como era el caso de ese pediatra, intensamente pero por motivos que no concernían en nada a mi escritura.

Mi marido lo escribí en mayo del 41 en Pizzoli, un pequeño pueblo campesino del Abruzzo. Nunca en mi vida había vivido en el campo. Había pasado temporadas pero de vacaciones. Pizzoli era un lugar de confinamiento al que fui cuando Italia entró en guerra. Permanecí allí tres años. Teníamos una casa que daba a la plaza del pueblo y por las ventanas, más allá de la pequeña plaza que tenía una fuente, veía huertos, colinas y ovejas. Las mujeres con chales negros que aparecen en el cuento Mi marido eran las que pasaban y pasaban en la grupa de un asno a lo largo de los senderos que subían a las colinas o bajaban entre las viñas hasta el río. El grito agudo con el que espoleaban a los asnos resonaba constantemente en aquellos senderos pedregosos, un grito gutural y ronco, y yo me preguntaba cómo había podido vivir durante tantos años sin saber que existía aquel grito. Podía salir del pueblo cuando quería, porque no era yo la confinada sino mi marido, pero no me era fácil salir y no me alejé de allí más de dos o tres veces y por pocos días en tres años. Aquel pueblo lo amaba y lo detestaba. Sentía constantemente una profunda nostalgia de Turín, ciudad donde había crecido y que siempre me había parecido estúpida y chata y que ahora se me aparecía bellísima en el recuerdo, con sus largas avenidas donde los tranvías pasaban traqueteando y haciendo sonar sus campanas y donde aquel agudo grito gutural, amado y detestado, no se oía jamás.

Empecé a escribir El camino que va a la ciudad en septiembre del 41. En mi cabeza flotaba septiembre, el septiembre del campo del Abruzzo, no lluvioso sino cálido y sereno, con la tierra que se vuelve roja, las colinas que se vuelven rojas, y flotaba en mi cabeza la nostalgia de Turín y quizá también La ruta del tabaco que había leído, me parece, entonces y me había gustado bastante, no mucho. Todas aquellas cosas se confundían y se mezclaban dentro de mí. Deseaba escribir una novela, no ya un simple cuento. Me faltaba por saber si tendría suficiente aliento.

Al empezar a escribir temía que fuese, otra vez, sólo un cuento breve. Pero al mismo tiempo temía que me saliese demasiado largo y aburrido. Recordaba que mi madre cuando leía una novela demasiado larga y aburrida decía: «Qué tostón». Hasta entonces nunca se me había ocurrido pensar en mi madre cuando escribía. Y si había pensado me había parecido que no me importaba nada su opinión. Pero ahora mi madre estaba lejos y yo la echaba de menos. Por primera vez sentí el deseo de escribir algo que gustara a mi madre. Para no dar el tostón escribí y reescribí varias veces las primeras páginas procurando ser lo más escueta y seca posible. Quería que cada frase fuese como un latigazo o una bofetada.

En la historia que había trazado entraron personajes reales sin ser llamados en absoluto. A decir verdad no sé si tenía una historia trazada precisamente. Descubrí que un cuento hay que tenerlo en la cabeza como un armazón mientras que una narración larga a partir de un momento se desgrana por sí misma, se escribe prácticamente sola. Me había detenido largamente en las primeras páginas pero después de ellas cogí carrerilla y seguí de un tirón.

Mis personajes eran la gente del pueblo que veía a través de las ventanas y encontraba en los senderos. Sin ser llamados ni buscados habían entrado en mi historia; a algunos los había reconocido enseguida, a otros los reconocí sólo cuando terminé de escribir. Y entre ellos se mezclaban —también sin ser llamados— mis amigos y mis parientes más cercanos. Y el camino, el camino que cortaba por la mitad el pueblo y corría, entre campos y colinas, hasta la ciudad de Aquila, había entrado también dentro de mi historia cuyo título yo aún desconocía, porque después de haber tenido durante años tantos títulos en la cabeza, ahora que estaba escribiendo una novela no sabía qué título darle. Cuando terminé mi novela (así la llamaba para mí) conté los personajes y vi que eran doce. ¡Doce! Me parecieron muchos. Sin embargo me desesperaba que en realidad no fuese una novela larga sino nada más que un cuento bastante largo. No sé si me gustaba. Mejor dicho me gustaba hasta lo inverosímil porque era mía, sólo que no me parecía que en el fondo dijera nada especial.

El camino era, pues, el camino que he dicho. La ciudad era a la vez Aquila y Turín. El pueblo era aquel, amado y detestado, en que vivía ya desde hacía más de un año y que ya conocía en sus más remotas callejas y senderos. La chica que dice «yo» era una chica que solía ver en aquellos senderos, la casa era su casa y la madre era su madre. Aunque en parte era también una antigua compañera de escuela a la que no veía hacía años. Y en parte era además, de alguna forma oscura y confusa, yo misma. Y desde entonces advertí que al usar la primera persona yo misma, sin ser llamada ni buscada, me deslizaba siempre en mi escritura.

No di nombre alguno ni al pueblo ni a la ciudad. Seguía sintiendo aquella antigua aversión a usar nombres de lugares reales. Y usar nombres de lugares inventados entonces también me repugnaba (lo hice más tarde). Del mismo modo sentía una profunda aversión por los apellidos: mis personajes nunca tenían apellido. No sé si seguía aún vivo en mí el pesar de haber nacido en Italia y no a las orillas del Don. Creo más bien que sentía entonces una especie de impulso que me llevaba a buscar un mundo que no estuviese situado en un punto especial de Italia, un mundo que pudiese ser a la vez Norte y Sur. En lo que respecta a los apellidos, me hicieron falta años y años para liberarme de mi aversión hacia ellos: y no creo haberme librado del todo siquiera hoy.

Cuando terminé esta novela, descubrí que si había algo vivo en ella, nacía de los vínculos de amor y odio que me unían a aquel pueblo; y nacía del odio y del amor que habían emparejado y mezclado en los personajes a la gente del pueblo con mis parientes cercanos, amigos y hermanos: me repetí de nuevo que no debía contar nada que me fuese indiferente o extraño, que en mis personajes debían esconderse siempre personas vivas a quienes estaba unida por vínculos estrechos. Aparentemente ningún vínculo estrecho me ligaba a la gente del pueblo que veía al pasar y que había entrado en mi historia, pero era estrecho el vínculo de amor y odio que me unía al pueblo entero; y con la gente del pueblo estaban confundidos mis amigos y hermanos. Y pensé que éste era el significado de escribir no «al azar». Escribir «al azar» era dejarse llevar por el juego de la pura observación e invención, que tiene lugar fuera de nosotros, eligiendo a tientas entre seres, lugares y cosas indiferentes a nosotros. Escribir no «al azar» era hablar sólo de aquello que amamos. La memoria es amorosa y no es nunca «casual». Ahonda sus raíces en nuestra propia vida y por ello su elección no es nunca «casual» sino siempre apasionada e imperiosa. Lo pensé; pero después lo olvidé, y seguidamente durante muchos años me entregué al juego de la ociosa invención, creyendo poder inventar a partir de la nada, sin amor ni odio, entreteniéndome entre seres y cosas por las que sólo sentía una ociosa curiosidad.

El título El camino que va a la ciudad no lo encontré yo. Fue mi marido. El libro salió en el 42 con pseudónimo y en el pueblo nadie supo que yo había escrito y publicado un libro.

Habían pasado seis años cuando escribí Sucedió así. En ese tiempo no volví a leer El camino que va a la ciudad, en parte porque lo había releído mucho cuando salió pero sobre todo porque me traía recuerdos de una época en la que había sido feliz[1] y también del pueblo, pueblo al que no había vuelto a ir y que se me antojaba lejano y remoto como la India o la China, y en verdad era lejano y remoto, incluso en cierto sentido existía sólo en mi memoria, porque si hubiera regresado no habría podido encontrar nada de la persona que yo era cuando vivía allí, y nada de la felicidad que allí me había rodeado: los caminos por los que se llegaba al pueblo estaban arrasados y cortados para mí.

Al escribir El camino que va a la ciudad quería que cada frase fuese como un latigazo o una bofetada. En cambio cuando escribí Sucedió así me sentía infeliz y no tenía ni ganas ni fuerza para dar bofetadas o latigazos. Se podría pensar que tenía ganas de disparar, ya que este cuento empieza con un disparo: pero no. Estaba completamente sin fuerzas y era infeliz.

Escribí este relato para ser un poco menos infeliz. Me equivoqué. No debemos buscar nunca en la escritura una consolación. No debemos tener un objetivo. Si hay algo que esté claro es que hay que escribir sin tener ningún objetivo.

El disparo nació de la casualidad. Deseaba escribir, encontré un disparo y me dejé llevar por él. Pero el disparo no responde a una necesidad real de la historia. La historia discurre a su pesar y al margen de él. El disparo tendría que haber sido sólo una intención. Hubiera sido correcto que esa mujer en vez de disparar hubiera imaginado que disparaba. No es que este relato no me guste; sé dónde está vivo y dónde no es «casual». Pero sé dónde es «casual». Cuando lo escribí tenía la mente confusa y andaba a tientas en el vacío, y de hecho lo que aún está vivo en el cuento es precisamente la oscuridad, la confusión y el andar a tientas de esa mujer.

Vivía de nuevo en Turín. Había reencontrado Turín, la niebla, el invierno gris y las mudas avenidas con sus bancos desiertos. Este cuento, Sucedió así, lo escribí casi entero en la sede de la editorial[2] donde trabajaba entonces. Acababa de terminar la guerra y teníamos estufas de terracota que echaban mucho humo, porque las instalaciones de calefacción, destruidas por la guerra, no funcionaban todavía. Este cuento está impregnado de humo, de lluvia y de niebla. Qué otra cosa flotaba en mi cabeza además del humo y la niebla no lo sé. Flotaba vagamente una novela americana leída muchos años atrás en una traducción francesa: el título francés era Chair de ma chair, el título inglés era Mother’s cry: no recuerdo el autor. Quiero decir aquí que a veces podemos sentirnos impulsados a escribir no por libros que nos gustan mucho sino por libros que no nos gustan en absoluto. Estos llegan a nosotros por caminos oscuros, tocando cuerdas secretas, colmándonos de lágrimas y de emoción tal vez vulgares e innobles, pero a esa emoción y a esas lágrimas, que brotan de nosotros mientras nuestro juicio permanece hostil, debemos el impulso de escribir.

Con respecto a Chair de ma chair, recuerdo que era una novela en que una mujer habla de su hijo que acaba en la silla eléctrica. Era una novela sin una sola coma. Y a mi no me apetecía poner comas. Explicaré por qué: las comas son como pasos, los pasos significan esfuerzo y yo no tenía ganas de esforzarme. Sintiéndome débil no quería caminar sino sentarme y dejarme deslizar. Por eso escribí Sucedió así, novela casi sin comas, aunque terminé por poner alguna coma e incluso por esforzarme un poco, el esfuerzo de componer y construir una tenue historia, porque mientras escribía pensé que sin esfuerzo no se hace nada. Mientras escribía no me preocupé de saber si en la mujer que dice «yo» estaba o no estaba yo misma. Porque era muy infeliz y dejaba que mi infelicidad paciese donde le pareciera.

Cuando se publicó este cuento alguien me dijo: «Si fueras más feliz habrías escrito un cuento mejor». Callé pensando que era verdad. Era verdad, sí, pero aún era más cierto que para mí no se trataba tanto de llegar a ser menos infeliz como de lograr escribir a pesar de mi infelicidad y sin preocuparme de ella, sin dejar que enturbiase y contaminase las cosas que escribía. Pero para lograr esto es preciso que la infelicidad no sea en nosotros una interrogación lacrimosa y ansiosa sino una consciencia absoluta, inexorable y mortal.

En los años que siguieron, poco a poco, dejé de pensar en la escritura. Pensaba en ella sólo cuando escribía. La madre es del 48, Valentino del 51. Escribí estos dos cuentos sin que antes flotase nada en mi cabeza, nada. Vivía —y vivo— sin ideas de relatos.

En el 52 escribí Nuestros ayeres, novela más bien larga de la que no voy a hablar aquí. Diré sólo que en ella mis personajes habían perdido la facultad de hablarse. Mejor dicho se hablaban, pero no ya de forma directa, los diálogos en forma directa se me habían vuelto odiosos. Aquí se desarrollaban de forma indirecta, entremetidos estrechamente en el tejido de la historia; y el tejido conectivo de la historia era apretado, como una labor de punto demasiado apretada y compacta que no deja filtrar el aire. En el 57 escribí Sagitario, cuento también éste totalmente privado de diálogo. Sagitario tiene dos defectos. El primero es que también aquí la trama del tejido es demasiado estrecha y compacta, mucho más que en Nuestros ayeres; y el segundo es que la historia está demasiado estructurada. Recuerdo que tuve que esforzarme para componer y articular la historia. Experimenté un sentimiento de fatiga. Y bien, hay cierto componente de fatiga en todo aquello que escribimos, pero es preciso que este componente no se desborde nunca. Dicho de otra manera el esfuerzo de escribir debe ser un esfuerzo natural y feliz, no debe ser nunca el esfuerzo triste y frío del pensamiento. El pensamiento, cuando requiere esfuerzo, no resulta más grande sino más pequeño. Resulta pequeño como un insecto. Su esfuerzo es el de una hormiga trabajando en su hormiguero. Es preciso escribir y pensar con el corazón y el cuerpo, no con la cabeza y el pensamiento.

En el 61 escribí Las palabras de la noche. Vivía en Londres desde hacía dos años. Pasaba las mañanas leyendo viejos números de la Stampa y de Paese Sera. Buscaba en esos periódicos nombres de calles de Turín y de Roma donde tenían lugar altercados y crímenes. No conseguía leer los periódicos ingleses. Leía en cambio en inglés todas las novelas de Ivy Compton Burnett. Son novelas en que sólo hay diálogo, un diálogo malévolo y perverso. Me gustaban. Me hubiera gustado poder verme con Ivy Compton Burnett, vieja señorita que vivía, según me habían dicho, en mi barrio, aunque también me habían dicho que no era interesante estar con ella, porque hablaba sólo del tiempo y de frigoríficos. De todas formas yo amaba sus libros y me hubiera gustado hablar una vez de frigoríficos con ella.

Salía de casa. Mi casa estaba situada entre Holland Park y Notting-Hill Gate. Hacía la compra en una tienda que se llamaba «Delikatessen Store», regentada por un polaco. Entre las latas del escaparate y del mostrador podían verse panes de centeno y grandes platos de choucroute. Al volver veía en el camino viejecitas que bien podían ser Ivy Compton Burnett. Sentía una aguda nostalgia de Italia.

Empecé Las palabras de la noche con la intención de escribir un cuento de dos o tres páginas. Después de la primera página pensé que escribiría un cuento largo, tal vez larguísimo. Vi de repente surgir en aquel relato, sin ser llamados ni buscados, los lugares de mi infancia. Eran los campos del Piamonte y las calles de Turín. Durante toda la vida me había avergonzado de esos lugares, los había proscrito de mi escritura como si de una paternidad inaceptable se tratara; y cuando se habían asomado en mis relatos rápidamente los había disfrazado, tan rápidamente que ni siquiera me había dado cuenta; y los había enmascarado tan bien que yo misma los reconocía a duras penas. Ahora en cambio me los encontraba allí, en Londres, engendrados por la nostalgia, vinculados quién sabe cómo a los diálogos de Ivy Compton Burnett, melancólicos por lejanos pero a la vez tan alegres, tan cristalinos y límpidos. No se me ocurrió siquiera disfrazarlos: esta vez no lo habrían tolerado. Y de los lugares de mi infancia brotaban las figuras de mi infancia y dialogaban entre sí y conmigo. Experimenté una gran alegría. De pura alegría empezaba párrafo continuamente; empezaba párrafo a cada frase. Y, viendo la alegría loca que experimentaba en aquellos años al hacerlo, no sé quién hubiera sido capaz de impedírmelo.

Había bien poco que inventar y no inventé. Mejor dicho inventé, pero la invención brotaba de la memoria, y mi memoria estaba tan resuelta y feliz que se liberaba sin esfuerzo de aquello que no se le parecía. Usaba apellidos. Estaba tan contenta y tan libre que usaba apellidos, tan insignificante me parecía mi antigua repugnancia por los apellidos, tan sencillo me resultaba dejar atrás todas las antiguas aversiones y las antiguas vergüenzas.

En el 62 escribí Léxico familiar. Vivía otra vez en Roma y sentía nostalgia de Londres. Y es que la nostalgia se une siempre al deseo de escribir.

Léxico familiar es una novela de pura, desnuda, descubierta y declarada memoria. No sé si es el mejor de mis libros, pero sin duda es el único libro que he escrito en estado de absoluta libertad. Escribirlo fue para mí exactamente igual que hablar. Ya no me preocupaban nada las comas, las no comas, la malla ancha, la malla estrecha: nada, nada. Ya no tenía ningún tipo de repugnancia o de aversión. Y sobre todo no me pregunté siquiera una vez si escribía «al azar». El azar estaba totalmente desterrado de mí.

Así llegué a la pura memoria: llegué con pasos de lobo, dando rodeos, tras haberme dicho que las fuentes de la memoria eran aquellas de las que nunca debía beber, el único lugar del mundo al que debía negarme a ir. Y no sé si escribiré aún otros libros, pero sé que si volviera a escribir tendría que encontrarme en aquel estado de absoluta y pura libertad.

NATALIA GINZBURG

Noviembre 1964