Me gusta el título de una revista, Signos: pocas palabras podrían presumir de una sustancia espiritual más rica.
El sentido conferido a este vocablo puede llegar a ser la piedra angular de una cultura; porque de una forma se presenta una cultura que interpreta e interioriza el sentido mágico de la palabra «signo» y de otra, totalmente distinta, las culturas que han asimilado el sentido metafísico o profético de los signos. ¡Qué diferencia entre los profetas judíos, que transformaban los acontecimientos históricos y las anomalías biológicas en signos de la voluntad divina, y los mediterráneos, que veían en el signo la forma pura, los límites perfectos, la norma! Y también ¡qué diferencia entre el sentido mágico del signo, fuerza inmanente, energía condensada que el imperativo del rito perfecto o del verbo preciso pone a disposición del oficiante, y el sentido profético-cristiano de los signos, tal como lo ha entendido, por ejemplo, un Joaquín de Fiore, que interpretaba los signos como una manifestación secreta del ritmo de la historia universal, ritmo que, a su vez, era el caminar de Dios sobre la tierra!; Dios se manifestó al principio (en el Antiguo Testamento) bajo el rostro del Padre, después (con el cristianismo) bajo el rostro de la segunda persona de la Trinidad (Jesús), y finalmente como Espíritu Santo (la época «apocalíptica» de la libertad espiritual).
Podríamos elaborar toda una filosofía de las culturas europeas y euroasiáticas teniendo como punto de partida esta interpretación y las distintas formas de interiorización de los sentidos del signo. ¡Y qué fecunda sería tal investigación si la ampliásemos también a otros ámbitos culturales, asiáticos, austroasiáticos, oceánicos y amerindios! Allí donde los textos son cada vez más escasos y oscuros, donde los monumentos y los signos adquieren una importancia capital y un sentido ecuménico, directamente accesible para todos los miembros de la comunidad. Pero no me atrevería a aventurarme tan lejos en esta breve nota.
Me agrada, entre otras cosas, el sentido mediterráneo del signo: límite, distinción, detención. No se trata aquí de la «detención» de la vida, de una muerte formal, sino de la fijación de la mente sobre los límites del esse. Más allá del signo, es decir, más allá de la forma y del sentido, empieza el devenir o la nada, que son rostros o aspectos del non esse, del asat. La detención de una cierta vida, se sobreentiende; una barrera para la corriente vital orgiástica; límite del escurridizo, amorfo devenir psicomental.
Pero cualquier detención de esta vida oscura e insignificante también es un triunfo de la eternidad y de las normas. Ninguna de las confusiones que ha valorado la heterodoxia moderna es tan grave como la confusión de la Vida con el impulso vital, con el devenir biológico y la duración psicomental. Todas las otras culturas o estilos europeos y afroasiáticos han separado claramente la Vida (a la que simbolizaban con las normas y los ritmos cósmicos, el Sol, la Luna, etc.) del mero devenir oscuro, carente de cualquier otro contenido metafísico que no fuera la temporalidad (que simbolizaban a través de las aguas, las larvas, el infierno, niveles que ni siquiera participan en la existencia, porque no conocen ni la forma, ni la memoria).
Estoy enamorado del sentido mediterráneo del signo, que te obliga a pararte en el umbral del problema del no-ser, obligándote al mismo tiempo a ver y respetar las normas, los límites, las formas. Este acto de obediencia es (o podría ser) un acto de dominio sobre ti mismo, sobre la vida que fluye a través de ti y te mantiene en la corriente del devenir.
El signo es el sello que distingue el ser del no-ser y te ayuda, al mismo tiempo, a identificarte y a ser tú mismo, a no devenir, «llevado por la corriente vital y colectiva». Cualquier acto de obediencia es un acto de gobierno, de detención del río amorfo, infrahumano. Solamente así podríamos comprender el milagro griego; aquellos que han sido capaces de ver mayor número de formas y signos que todos los demás, aquellos que se han detenido delante de ellos, los han respetado y «normalizado»; precisamente estos hombres han alcanzado la más plena libertad de la que tengo noticia en Occidente y han creado las más numerosas y fuertes personalidades. Los bárbaros y los paleo-orientales, que no han encontrado en el itinerario de su menté las formas y las normas, que pasaban con facilidad del esse al non esse y que confundían la eternidad con la nada, no han logrado alcanzar más que una triste libertad (orgiástica, delirante) y no han conocido nunca la personalidad antropológica, sino solamente la inspiración, la obsesión y la posesión (divina, mágica, etc.).
Pero igual de grave es también la muerte de las significaciones en una cultura fundada sobre los signos y el límite. Cuando la libertad llega a ser libertinaje y el hombre busca el sentido de una forma (norma, institución, símbolo) en los niveles más bajos e infrahumanos (el freudismo, el positivismo, etc.), estamos asistiendo a una terrible confusión de planos, que en el mejor de los casos nos llevaría a un barroco espiritual. La esterilidad que ha contagiado buena parte de la cultura occidental contemporánea se debe precisamente a este prolongado reinado de las formas muertas; y cuando se ha intentado hacer una nueva interpretación de las formas, se ha hecho buscándoles el «origen» en los niveles infrahumanos: el sexo, la sangre, las células, los tótems, etcétera.
Parece ser que nuestro tiempo es lo suficientemente maduro como para reavivar y hacer fructificar los signos, encontrándoles la fuente y la justificación metafísica en otros niveles que los descubiertos por la sociología, la biología o el historicismo. Esta nueva comprensión del signo supera el estéril formalismo europeo y nos defiende al mismo tiempo de una nueva caída en el devenir escurridizo e infrahumano que los antiguos helenos, nuestros más próximos modelos, habían vencido.