He encontrado en un viejo libro de Montherlant algunas observaciones que no han perdido todavía su actualidad; y, sin duda, no la perderán durante mucho tiempo: «On ne demande pas à un homme d’avoir de la valeur, ou seulement d’être un caractère; on lui demande d’être sympathique, cela veut diré être coulant, se prêter aux combines, réussir» (Aux fontaines du désir)[34].
Ser simpático, he aquí otra prueba del sentimentalismo europeo y americano, de la incapacidad del hombre moderno de pensar de una forma impersonal. Se dice con énfasis que los occidentales «viven entre realidades», al tiempo que el Oriente está flotando en lo «abstracto». Sin embargo, el sentimentalismo occidental prueba lo contrario. A un hombre no se le juzga por su valor, como dice Montherlant, por lo que es o lo que representa. Se le juzga por su apariencia; si es simpático o no lo es. Cada vez se utiliza menos, en los juicios de valor, el criterio objetivo e impersonal.
Por otro lado, esta simpatía se conquista a través de una total integración en la mediocridad. «Car le médiocre est ce qui plaît, parce que nos juges s’y retrouvent chez eux»[35], apuntaba Montherlant. Lo mediocre resulta atractivo porque no te trastorna, no te cambia, no te embruja. Cualquier ser humano se resiste ante una cosa o persona inaudita, nueva, revolucionaria. No sabes qué hacer con ella, no sabes cómo reaccionar delante de una persona así. La novedad, como ya he dicho en otra ocasión, anula el conocimiento que el hombre tiene de sí mismo; o, en cualquier caso, lo confunde, lo oscurece.
Quant à ce qui est simplement hors du commun, cela paraît ridicule. Surtout en France, nation petite-bourgeoise, et qui adore le petit. Dante, Michel-Ange, Shakespeare, Byron, Wagner ont d’abord été jugés ridicules, ici, parce que «bizarres», c’est-à-dire autre chose que petits-bourgeois (ibid.)[36].
La feroz crítica que Montherlant hace a Francia vale para casi todos los países de Europa y América. El genio posee demasiada magia; perturba la conciencia que el hombre tiene de sí mismo, lo saca de los estrechos límites de su ser. El hombre medio, el hombre mediocre, necesita un «raro» a su medida; alguien que le divierta y perturbe de una forma agradable. La generación francesa, que se resistía a Dostoievski y a Nietzsche, aplaudía en cambio a un Catulle Mendès o a un Péladan, escritores que tenían «misterios» perfumados, «secretos» y «revelaciones» accesibles. Y también gustan mucho, especialmente a las elites, algunos escritores oscuros, espirituales, paradójicos; pero no por su talento, sino por su rareza, por los fragmentos caducos e idiotas de sus obras. A esto se debe, por ejemplo, el éxito de Jean Cocteau. Y, hoy en día, el de Dimitri Merejkovski. Un autor como René Guénon, un Julius Evola, un Coomaraswamy permanecen totalmente desconocidos más allá del círculo limitado de sus lectores. El mundo busca las «revelaciones verdaderas» en los libros de Merejkovski, tal como hace cincuenta años las buscaba en los libros de teosofía.