He descubierto bastante tarde esta afirmación de san Agustín: Dilige et quod vis fac; «¡ama y haz lo que quieras!». Es, sin duda, una de las más valientes aserciones del cristianismo; y, al mismo tiempo, la fórmula más fiel del mensaje de Cristo; el vocablo que lo condensa. La libertad absoluta se conquista a través del amor. Porque solamente así el hombre sale de sí mismo, se libera de la bestia y del demonio. Solamente una libertad así es benéfica para el prójimo, para la «colectividad».
Mucho después de san Agustín, Rabelais incitaba a los humanistas a soñar delante de la inscripción de Thélème: fais ce que voudras. ¡Cuántas paginas no se han escrito sobre esta inscripción! ¡Cuántas nostalgias no habrá provocado aquel encantador monasterio en el cual cada uno podía hacer lo que quería! Y aun así, el texto de Rabelais no es tan cómodo como parece. A menudo nos apetece hacer una serie de cosas menos agradables para nuestro vecino; otras veces, pueden ser cosas terribles o despreciables. El hombre «normal y corriente», el hombre «en sus cabales», es casi siempre decepcionante. Solamente cuando ama, cuando sale de sí mismo, puede ser libre y al mismo tiempo permanecer en la comunidad.
San Agustín y Rabelais, dos ideales opuestos, dos mundos opuestos: el cristianismo, fundado sobre una comunidad de amor, y el mundo moderno, fundado sobre la igualdad, etc., o sobre los contratos sociales, etc., o sobre los intereses económicos comunes, etc. Desde el Renacimiento hasta hoy el hombre ha soñado con hacer lo que quería. Se olvida de que este quod vis fac pierde su sentido humano si es utilizado con nostalgia rabelaisiana, si es extirpado de la comunidad de amor y separado del mandamiento esencial: dilige.
El mundo moderno está exasperado por el «terror» cristiano. Ciertamente, el terror es real. ¿Qué podría resultar más antipático que esta infatigable invitación al amor, que esta libertad absoluta que se te ofrece solamente cuando amas, cuando renuncias a ser tú mismo, a ser un hombre «en tus cabales»?