Supongo que habéis observado la naturalidad con la que un pensador paradójico como Unamuno o inquieto como Kierkegaard afirma cosas tan simples, tan perogrullescas o francamente triviales. Siempre me ha asombrado la forma de escribir de Unamuno; a una paradoja difícil o rica en matices le seguirá sin falta una trivialidad o un detalle erudito que otro escritor se avergonzaría de citar por ser demasiado común. Con qué seriedad y locuacidad discute Unamuno la etimología de la palabra «agonía», recordándote varias veces que en griego significa «lucha» y teniendo el aire de haber descubierto él mismo este significado. Con qué seriedad cita Kierkegaard textos archiconocidos del Antiguo Testamento, que los protestantes conocen probablemente de memoria, los subraya, los anota y se asombra él mismo de la fuerza que tienen, posponiendo página tras página la excepcional interpretación que tienes la impresión que había prometido…
Y, sin embargo, estos tópicos o trivialidades no molestan en la obra de un Unamuno o un Kierkegaard. Sientes que incluso estas «verdades eternas» habían sido interiorizadas y vividas antes de ser citadas. Sientes que todas las citas triviales que te ofrece un erudito enciclopedista como Unamuno se despojan durante un instante de su gloriosa trivialidad para ser de «carne, hueso y sangre», como él decía; sientes que pueden alimentar.
Qué decepcionantes son, en cambio, las trivialidades de la obra de un Anatole France, especialmente las que abundan en sus páginas de filosofía escéptica y perfumada. Qué difícil es soportar el tópico en un «clásico» de segunda mano, en un «clásico» de nuestros tiempos. Es evidente que el derecho a decir trivialidades y tópicos se conquista con mucha dificultad. Y los primeros en conquistarlo son los grandes inquietos y despistados del mundo. Cuando Don Quijote te confiesa que todos los hombres son mortales, estás tan asombrado y emocionado que te entran ganas de llorar.