Algunos modestos

Los hombres que parecen ser verdaderamente modestos son, en realidad, los más grandes orgullosos y su ambición es ilimitada. Nunca olvidaré la emoción con la que me embarqué en la lectura de Pensamientos de un hombre cualquiera, el excelente libro del profesor N. Iorga. Pero no llegué a comprender del todo una cosa: ¿por qué «un hombre cualquiera»? N. Iorga es, y su excelencia bien lo sabe, un hombre fuera de serie. Y, sin embargo, en todos sus libros como memorialista o sobre la moral quiere ofrecer de sí mismo la imagen de un pobre hombre, de un pobre científico que intenta hacer algo en nuestro modesto país, etc. Podríamos pensar, leyendo semejantes confesiones, que el señor Iorga es un tímido y un modesto. Pero bajo su apariencia de modestia se esconde la conciencia de su propia genialidad y el orgullo de esta genialidad…

Alguien me dijo:

—No soy tan orgulloso como para no reconocer que soy un gran hombre…

Y una vez, escuchando las alabanzas entusiastas de un amigo suyo, el mismo hombre me confesaba:

—Soy un hombre modesto, me resulta tremendamente agradable que se hable de mí…

Bajo su apariencia paradójica, estas confesiones esconden una verdad. Un gran orgulloso sabe muy bien que por mucho que le alaben, adulen o exalten, nunca se podrá decir todo sobre él. Él es tan grande, tan excepcional, tan único, que es preferible que no se diga nada sobre él o que él mismo parezca modesto, «un hombre como cualquier otro», antes de que se diga simplemente de él que es un gran hombre.

El profesor S. D., al lado de quien he pasado bastante tiempo, era muy consciente y estaba orgulloso de su obra, de los cuatro grandes tomos de filosofía que ha publicado. Me había acostumbrado a considerarle un vanidoso sin igual hasta el día en que leí la confesión de un excepcional estudioso, que había escrito y publicado una biblioteca entera de obras eruditas. Su confesión empezaba en este tono: «Soy un pobre investigador sin suerte…». Podríamos decir cualquier cosa de nuestro estudioso menos que era un «pobre investigador sin suerte». Era célebre, era considerado la mayor autoridad de su tiempo, tenía infinidad de discípulos y era rico. Entonces, ¿por qué esta irritante modestia, que no llegaba a convencer a nadie?

Me podríais contestar: los grandes hombres intentan y sueñan con producir una obra tan extraordinaria, que lo que sus pobres fuerzas les permiten realizar no son más que fragmentos insignificantes… Admitamos que esto sea cierto (aunque lo dudo; muchos creadores que hablan de su «pobre persona» están convencidos de la grandeza de su obra y a veces lo confiesan en sus diarios íntimos o en sus cartas, etc.). Pero si es así, entonces el orgullo de estos creadores me parece terrorífico, demiúrgico. ¡Imagínense qué opinión tienen de sí mismos, de su poder, de su genio, si aquellas obras maestras que han creado les parecen bagatelas! Me ha fascinado durante mucho tiempo la leyenda que contaba que Virgilio, moribundo, pidió que su Eneida fuera destruida, una «pobre obra fracasada», una bagatela. Pero ahora me doy cuenta del enorme orgullo que se escondía debajo de la aparente modestia de Virgilio; si la Eneida era una baratija imperfecta, entonces ¡imagínense qué Obra aspiraba a crear Virgilio! Soñaba con ser un demiurgo. Tenía una opinión extraordinaria de su genio. Pensaba que podría hacer, que podría crear una obra mil veces más bella que la Eneida…

Y ¡qué ingenuo resulta, después de estás consideraciones, el orgullo ruidoso de Balzac! Él, que pensaba de sí mismo —y realmente lo era— ser un genio; que decía que su par era Napoleón y que el mundo no podría nunca olvidar a su papá Goriot… Por lo menos Balzac tenía la conciencia de que su obra coincidía, aunque imperfectamente, con su poder. No pensaba, como Virgilio, que lo que había creado no era bueno, que su poder de creación superaba con creces lo que había realizado, que, en cualquier caso, su «ideal» artístico era tan grandioso que ni siquiera ÉL podía realizarlo…