La suprema prueba para los hombres y, en consecuencia, para los pueblos es la capacidad de contemplación en el sufrimiento. En este sentido, los asiáticos (especialmente los hindúes y los chinos) poseen una incontestable ascendencia sobre nosotros. Ellos confieren a la contemplación una importancia tan grande que ni la más tremenda pobreza física o moral los aplasta, los hunde en la animalidad. Pero los que realmente se muestran incapaces de contemplación en el sufrimiento son los rusos, por lo menos sus personajes literarios. Los personajes rusos siempre encuentran refugio, cuando están amenazados por la miseria física y moral, en la bebida, en la humildad, en la bestialidad. El «mal» encarna, para los rusos, una fuerza tan grande que no se atreven ni siquiera a mirarlo de frente, si no ceden directamente a su seducción. La miseria, cualquiera que sea, suprime en ellos cualquier posibilidad de contemplación. Entonces encuentran refugio en la bestialidad, en la inconsciencia o en la herejía. En ningún caso pueden resistir al sufrimiento, ni lo pueden superar a través de la contemplación.
En el folklore y las costumbres rumanas encontramos una serie de indicios que nos autorizan a pensar que somos, o hemos sido, uno de los pocos pueblos europeos que han tenido la experiencia de la contemplación en el sufrimiento. No se trata solamente de una resistencia pasiva al sufrimiento; de una aceptación del dolor y de las calamidades. Podemos señalar actitudes verdaderamente contemplativas; es decir, una perfecta quietud interior, signo de la superación de los criterios individuales. Así, por ejemplo, la muerte del pastor de Mioriţa[29], que no solamente no se esfuerza por evitar la muerte y el sufrimiento, sino que está plenamente «reconciliado» y sereno.
Nada muestra con mayor claridad la falta de estilo y de sustancia del personaje barriobajero rumano (es decir, la inmensa mayoría de los rumanos que viven en la ciudad) que el miedo al sufrimiento, su incapacidad de contemplación en el dolor. Este ciudadano (cuya mentalidad ha contaminado al burgués, al intelectual, etc.) ahogará su dolor en el vino; y después de un amor infeliz se emborracha y se va de putas. No llega al crimen, como sus homólogos rusos. Pero siempre echará mano de una especie de filosofía reconfortante en la que la ironía balcánica se mezcla con un escepticismo occidental barato: «¡Ya pasará!», «¡Todas (las mujeres) son iguales!».
Y frente a la muerte, después de haber salido del primer momento de estupor y cuando la ceremonia religiosa está a punto de terminar, buscará una fórmula que le permita resolver el dolor y la ignorancia que le abruma, escamoteando al mismo tiempo la contemplación: «¡Así es la vida, como el huevo!», exclamará, empezando a resignarse y a disipar con esta fórmula las nubes del dolor, la ignorancia y el miedo.
Si solamente pudiéramos llegar a vislumbrar qué profundos y «contemplativos» siguen siendo estos misterios (la muerte, el amor) en las comunidades rurales de Rumania…