Las ideas en la épica

La desconfianza que muestran los críticos literarios y las elites hacia la «novela de ideas», su gran admiración por lo épico puro, no es más que una forma derivada de esnobismo. Casi la mitad de las grandes obras maestras de la literatura son novelas de ideas. Toda la obra de Dostoievski desborda de «ideas»; Dickens está lleno de controversias eruditas; Proust está obnubilado por «abstracciones»; las obras de Rabelais, Cervantes, Manzoni, Thomas Mann, están saturadas de «cultura», «erudición», «ideas». Y ¿qué decir de Tristram Shandy, donde toda la novela no es más que una interminable divagación teológico-histórico-militar? Incluso novelas tan «puristas» como Ana Karenina abundan en controversias y monólogos. Tendríamos que contabilizar las páginas de teoría social y agrícola que se encuentran en Ana Karenina; o el espacio que ocupan en Guerra y paz las informaciones históricas y las controversias ideológicas entre personajes. La mitad de la obra de Balzac consiste en «ideología». Novelas enteras como Illusions perdues (3 vols.), Splendeurs et misères des courtisanes (2 vols.) están formadas por una sucesión de pequeñas monografías sobre la imprenta, el comercio de libros, la condición del escritor, el arte del teatro, el secreto de las grandes finanzas, la organización de la policía y de las cárceles, etc. No existe ninguna novela de Balzac en la que la «idea», la «cultura», la «teoría», el «diálogo filosófico» no campen a sus anchas. El más épico de los novelistas, el más grande creador de personajes desde Shakespeare hasta ahora, nunca ha tenido miedo a contaminarse con las ideas y la cultura. Y lo que es más grave: esta cultura es aproximativa y sus ideas son casi siempre comunes. Pero ni siquiera este defecto ha logrado hacer envejecer su obra…

¿Cuál es entonces el origen de nuestra superstición de lo «épico puro»? En primer lugar, la culpa la tiene la influencia francesa o, mejor dicho, la formación francesa de nuestros críticos y de nuestras elites. Francia, que ha creado y abusado de las ideas, que ha tenido a los más grandes y gloriosos «escritores teóricos», ha empezado a sentir horror frente a cualquier épica impura, cualquier teoría, o frente a la «cultura» presente en una novela. Éste es el origen de la grande y melancólica admiración que Francia confiesa por las novelas inglesas, que le parecen «puras» y «sencillas», cuando en realidad abundan tanto en ideas como en hechos.

Y como el gusto rumano es, casi siempre, una prolongación del buen gusto francés, también nosotros hemos empezado a suspirar por lo épico puro, aunque nuestros escritores, dicho sea de paso, no han sufrido nunca de un exceso de inteligencia o de cultura. Pero, además de la influencia francesa, también podemos adivinar una nueva forma de esnobismo en el cansancio que provocan las novelas de ideas. El esnobismo de la «santa simplicidad» y de la ignorancia. Desde que todo el mundo ha aprendido a leer y la cultura está al alcance de todos, ya no es un signo de distinción manifestar preocupaciones intelectuales, buen gusto o información. Todo lo contrario: ahora está de moda una dosis de ignorancia, y, si puede ser, de mal gusto. Si confiesas que una película es mejor que el Fausto, todo el mundo sabrá apreciar tu elección. Y esto ocurre en toda Europa. Entre nosotros, en menor medida, de momento.

Cualquiera que se tome la molestia de leer una sola obra maestra de la novela, se dará cuenta de la hipocresía que esconde esta actitud. Solamente La Princesse de Clèves, Manon Lescaut y Paul et Virginie, que más bien son cuentos que novelas, pueden presumir de «pureza».

Además, se argumenta que las citas y las «referencias eruditas» estropean la economía de una novela. Balzac, Dostoievski, Tolstoi o Proust abundan, sin embargo, en referencias precisas. Por otra parte, es absurdo creer que si dices: «Vasilescu me ha hablado de la inmortalidad del alma», haces épica, y si escribes: «He leído en un libro de Bergson», haces teoría. Si el personaje ha pensado y vivido el problema por sí mismo y según sus fuerzas, seguimos teniendo un hecho, sin importar que éste haya sido provocado por la lectura de Bergson o por la conversación con Vasilescu.

También me parece injustificable el miedo al diálogo inteligente e interesante. La gente también puede hablar de cosas importantes, no solamente de tonterías. ¿Por qué es absolutamente imprescindible que un diálogo sea tierno e insignificante para ser considerado épico?